Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 205 de «La lucha por el derecho» distingue la justicia legal de la justicia popular y la justicia corporativa.
De noche todos los gatos son pardos
Sin libertad política, en la noche de la partidocracia, todos los gatos son pardos.
La democracia formal implica una mayoría absoluta que se impone en las urnas.
La partidocracia depende de los pactos entre los jefes de partido.
Fuentes:
Radio libertad constituyente: https://www.ivoox.com/rlc-2014-07-13-juan-carlos-susana-diaz-el-audios-mp3_rf_3311223_1.html
Música: En la feria, de Luis Leandro Mariani (1864-1925). Interpretado por Ana Benavides.
Producción legislativa en el Estado de partidos
Las bancadas azules no se crearon para controlar a los gobiernos, sino para que el Ejecutivo se siente en posición de superioridad dentro del Parlamento. Decía el genio de Montesquieu que «cuando el poder legislativo y el poder ejecutivo se reúnen en la misma persona o el mismo cuerpo, no hay libertad»[1]. Si se otorga a la cámara legislativa la facultad de elegir un pequeño colegio de entre sus miembros y concederle el poder ejecutivo, se aniquila la libertad política. El español Francisco de Miranda lo enunciaba así: «dad al cuerpo legislativo el derecho de nombrar a los miembros del poder ejecutivo y no existirá ya libertad política; si nombra a los jueces ya no habrá libertad civil»[2]. En el Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional (MCRC) estamos convencidos de que el Parlamento no debería elegir al presidente del Gobierno, como ocurre en España. Pensamos que es la propia nación la que en circunscripción única nacional debe elegir al presidente del Gobierno. Esto es, establecer la separación de poderes en origen mediante un sistema electoral en el que se elijan a los poderes legislativo y ejecutivo en procedimientos diferentes.
Aunque la teoría de la legislación no sea un tema predilecto de conversación, conviene comprender ciertas dinámicas inherentes a la elaboración de las leyes en España. Dinámicas que incluyen la fragmentación de la competencia legislativa y la interrelación entre las fases prelegislativa y legislativa en el proceso de creación de una normativa, entre otras vicisitudes.
En España, el Gobierno tiene un acceso privilegiado a la fase legislativa: sus programas, presentados como proyectos de ley, tienen prioridad en la tramitación parlamentaria y gozan de mayores medios materiales y personales (el Gobierno controla la Administración General del Estado). Los proyectos de ley ocupan una posición privilegiada frente a las proposiciones de ley. Las proposiciones —del órgano legislativo— tienen que ser sometidas al trámite de «toma en consideración» por el Pleno del Congreso, donde suelen ser rechazadas. Los proyectos de ley no están sometidos a este trámite. Tampoco existe, en esta etapa, un periodo de información pública o de audiencia de los sectores que pudieran verse afectados. Existe un predominio de la etapa prelegislativa gubernamental.
La proposición de ley por iniciativa popular está vedada para materias propias de ley orgánica, tributarias o de carácter internacional. Tampoco está previsto que los promotores de una proposición de ley por iniciativa popular puedan defenderla. Por el contrario, el Gobierno sí debe otorgar su conformidad para tramitar cualquier proposición de ley que suponga un aumento o disminución de los ingresos, lo que refuerza la idea nuclear del predominio del Gobierno en el procedimiento legislativo.
Existe un poder ejecutivo que legisla: aprueba los proyectos de ley en el Consejo de ministros para que, posteriormente, esos mismos ministros se sienten en un lugar de preferencia en la casa del legislativo, imponiendo la aprobación de las leyes a través de su mayoría parlamentaria. El grupo parlamentario es un instrumento al servicio del Ejecutivo. El debate en el Pleno es una mera formalidad, donde los diputados votan siguiendo el mandato imperativo de los portavoces o coordinadores. El Gobierno tendría que ejecutar las leyes que elaborase otro poder, no él mismo; pero el Gobierno es, en realidad, una facción preponderante del Parlamento.
Por si fuera poco, hay ministros que ejercen simultáneamente el cargo de diputados, ya que el artículo 70.1 de la Constitución Española no prohíbe este extremo. Esto no solo es contrario a la separación de poderes, sino que, al ser la misma persona ministro y diputado, ni siquiera se da una división funcional. Como expresó Montesquieu: si «el poder supremo ejecutor se le confiare a cierto número de personas pertenecientes al cuerpo legislativo, la libertad desaparecería; porque estarían unidos los dos poderes, puesto que las mismas personas tendrían parte en los dos».[1]
Los diputados españoles votan según las órdenes del jefe del partido. Esto explica por qué, por disciplina de voto impuesta coactivamente por las cúpulas de los partidos —violando con ello la prohibición expresa de mandato imperativo del artículo 67.2 de «la Constitución»—, un diputado de una provincia determinada vota en contra de los intereses de los electores de esa misma provincia. Por ejemplo, un diputado extremeño se verá forzado a votar algo que quizá perjudique a Extremadura y beneficie a Cataluña o al País Vasco, bajo amenaza de sanción o remoción del cargo si vota en contra de la disciplina de voto. Este diputado sería expulsado del partido por decisión del secretario general, no por los militantes ni por los electores de la provincia que teóricamente representa.
Los diputados no ejercen ninguna función de control del Ejecutivo, sino que ambos poderes están unidos. Las cuestiones de relevancia se deciden fuera del Parlamento, ya sea en despachos o en cafeterías; incluso «la Constitución» fue redactada, en gran medida, en un bar restaurante. Otras veces, las normas proceden de organismos internacionales extranjeros, lo que vulnera la absurda teoría rousseauniana de la «soberanía nacional». Esto quedó perfectamente ilustrado en 2011, cuando, de la noche a la mañana, dos personas acordaron telefónicamente modificar el artículo 135 de «la Constitución», previa llamada desde un despacho con sede en Europa, y posterior traslado de la decisión acordada al Parlamento mediante imposición del sentido del voto de los diputados mediante disciplina de partido.
Todos estos supuestos adolecen de una falta de correspondencia entre las necesidades de los gobernados y las decisiones de la clase dirigente, con unos intereses de esta última que no siempre coinciden con la voluntad popular. A veces, el Estado puede tener intereses distintos de los intereses de los nacionales (v. gr. la amnistía). Los partidos políticos deberían ser intermediarios entre las aspiraciones de la sociedad civil y el Estado, deberían ser partidos civilizados. Pero los partidos son órganos permanentes del Estado: partidos estatales que viven de subvenciones estatales. Y, como dice el refrán popular, «quien paga, manda». Lo mismo ocurre con los sindicatos, que pertenecen al Estado, no a los trabajadores. Resulta difícil que defiendan los intereses de la clase trabajadora cuando son pagados por un Estado que no tiene por qué tener los mismos intereses que los trabajadores.
Los partidos —y los sindicatos— deberían ser asociaciones civiles. Dice la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, en su artículo 2, que «la finalidad de cualquier asociación política es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión». Pero esa finalidad se vuelve harto difícil cuando dichas asociaciones están pagadas y subvencionadas por el propio poder, ya que, al no ser civiles, puede haber un peligro para la clase gobernada si el poder que las controla se vuelve opresor. Por estos motivos, sostengo que «la Constitución» y el resto del ordenamiento jurídico español están hechos con excesiva confianza en los políticos y demasiada desconfianza en el ciudadano de a pie, quien debería tener más herramientas de control del poder político, como, por ejemplo, la capacidad de deponer a los gobernantes. Porque no elige quien no puede deponer al elegido. En España, es el Estado quien controla a la sociedad, y no al revés, como debería ser.
Los nombramientos de los miembros del Consejo General del Poder Judicial se deciden fuera del Parlamento, por los líderes de los dos partidos mayoritarios. Dos personas se reúnen y eligen a los veinte vocales que componen el órgano de gobierno del poder judicial, y después transmutan su acuerdo al Parlamento a través de los parlamentarios que deben su escaño al líder del partido.
Llegados a este punto seguiremos a John Adams, el que fuera el segundo presidente de los Estados Unidos de América, quien es famoso por distinguir entre gobierno de hombres y gobierno de leyes. Adams defendía el gobierno de las leyes como sistema con separación de poderes en origen (una urna para elegir al poder legislativo y otra urna para elegir al poder ejecutivo) porque «el poder debe ser opuesto al poder, y los intereses a los intereses» (John Adams). Con instituciones fuertes e inteligentes se evitaría el abuso de poder, por lo que no existirían los pactos y repartos a los que, por desgracia, estamos habituados. Sin embargo, en un gobierno de los hombres, la responsabilidad descansa en la teórica responsabilidad del gobernante, sin frenos ni contrapesos; de manera que si el ciudadano no está de acuerdo con la gestión, debe esperar cuatro años (sistema de retroalimentación) para cambiar de gobernantes. En este lugar es importante insistir en que igual de importante es la facultad de elegir cargos políticos como de deponerlos, facultad inexistente en España.
El concepto de «Estado de Derecho» es, en palabras del catedrático de Ciencia Política y de Historia de las Ideas —y también miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas— Dalmacio Negro Pavón, un pleonasmo, puesto que el Estado es por definición una construcción jurídica: se crea y organiza mediante leyes. Entre el Estado de Derecho de Robert von Mohl y la República de Leyes de John Adams, Pedro Manuel González prefiere la segunda, en la que es pieza clave la importancia de la forma de producción legislativa, es decir: que las normas sean elaboradas por verdaderos representantes siguiendo una cadena lógica de mecanismos de propuesta y promulgación legislativa que satisfagan las necesidades legislativas de los gobernados. Se necesitan verdaderos representantes pegados a esa realidad social, ahí abajo, no a través de listas de partidos, sino mediante representantes de distritos uninominales, con mandato imperativo y revocable de los ciudadanos. La unión de mónadas electorales (Leibniz; García-Trevijano) que conformen juntas una verdadera asamblea legislativa es la forma en que se puede elaborar una norma que satisfaga las necesidades de los gobernados, de que haya una cadena de transmisión entre necesidades y producción legislativa —entre sociedad y legislación—. En España no existe la representación política: hay integración e identificación de las masas en partidos del Estado. Legisla el Ejecutivo mediante el reflejo de una matemática proporcional elevada a rango constitucional a través del artículo 68.3 de la Constitución Española.
[1] Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu (1748). El espíritu de las leyes. Libro XI, Capítulo VI.
[2] Miranda, Francisco (1794). Sobre la situación actual de Francia y los remedios adecuados para sus males.
Los mercaderes de Venecia y la amnistía
Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 204 de «La lucha por el derecho» nos habla del complejo de la clase política española frente a la Unión Europea. Ello a raíz de la visita de la «Comisión de Venecia» .
Mercaderes de Venecia
La clase política no se cansa de hacer el ridículo y exponer a España internacionalmente como un país tercermundista. Al parecer, no tenemos aquí bastantes órganos consultivos, pesebres de la flor y nata partidocrática local, y hay que pedir consejo a los de la Unión Europea, para saber si se legisla bien (por el Gobierno).
No sirven el Consejo de Estado, no valen los órganos consultivos de las comunidades autónomas. Tampoco los letrados del Congreso ni del Senado. Tienen que venir de Venecia para darnos su criterio, porque los de aquí o no saben o tienen intereses ocultos. Será que no existen también intereses sobre la situación española en el extrarradio europeo.
El nombre oficial de la «Comisión de Venecia» es el de Comisión Europea para la Democracia a través del Derecho. Como si se pudiera llegar a la democracia a través del derecho y no de la libertad. Es precisamente al revés. La libertad colectiva es fuente y motor de los derechos.
En esta ocasión, su intervención trae causa de la petición evacuada por el Partido Popular, utilizando su mayoría en el Senado. Olvidan que la primera vez que intervino fue a instancias del propio Puigdemont recabando infructuosamente su auxilio para que avalara la legalidad del referéndum separatista. Lo del roto y el descosido, ya se sabe.
No se sabe que es más patético. Que el Gobierno pretenda apoyarse en el informe de la burocracia europea para seguir con sus planes de amnistía o que los ilusos de la oposición pongan sus esperanzas en aquella para salvar a España de lo que solo a ella corresponde. La Unión Europea es un reflejo supraestatal de las partidocracias continentales, que no conciben la independencia de la justicia del poder político, sino su sometimiento, en el que esta facultad estatal debe parecer independiente sin serlo.
Merece la pena pararse a pensar qué clase de pronunciamiento, qué auxilio o qué esperanza puede depositarse en instituciones que emanan de una estructura jurídica supranacional que se llama Unión, pero que no facilita ni permite la detención e inmediata puesta a disposición de un huido de la justicia de uno de sus países miembros que se encuentre en otro país miembro.
El fundamento de Estados Unidos y el fundamento del Reino Unido
La revolución norteamericana contra el Reino Unido supuso el fundamento de la libertad política colectiva.
A diferencia de Cataluña, Escocia tiene derecho a la libre determinación .
Fuentes:
Radio libertad constituyente: http://www.ivoox.com/rlc-2018-02-08-piensa-veras-audios-mp3_rf_23647216_1.html
Música: En la feria, de Luis Leandro Mariani (1864-1925). Interpretado por Ana Benavides.
Los poderes de Milei, Bukele y el duelo Trump Vs Biden
Hoy publicamos el capítulo nº 63 del programa «Escenario internacional», y el duodécimo de la serie «La democracia en América» presentado y conducido por Marcelino Merino, donde Daniel Vázquez Barrón, Fabián Moreno y Héctor Feliciano, analizan la actualidad política en Argentina, El Salvador, Haití y EEUU.
Marruecos y su relación con España
Hoy publicamos el capítulo nº 62 del programa «Escenario internacional», presentado y conducido por Marcelino Merino, donde Aitor Céspedes Suárez habla de las relaciones internacionales de Marruecos, de su relación con España y de su área de influencia.
Consecuencias de la falta de Policía judicial, 8 de marzo de 2020
Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 203 de «La lucha por el derecho» nos explica las consecuencias que tiene no tener una Policía judicial independiente en España.
A vueltas con la policía judicial
Recientemente, uno de nuestros lectores, estudiante de Derecho, expresaba su sorpresa porque en la facultad se le enseñara que en España existe una policía judicial independiente. Pedía argumentos de lo contrario, según en estas páginas se ha escrito en varias ocasiones.
Viene al pelo que hayan pasado sólo unos pocos días desde el último 8M, y recordar la defenestración del coronel de la Guardia Civil y mando de la policía judicial señor Pérez de los Cobos a manos del ministro Grande-Marlaska. El benemérito se plantó y le dijo al jefe de Interior que sólo reportaría ante Su Señoría el resultado de las investigaciones que la juez Rodríguez-Medel le había encargado sobre las manifestaciones feministas y los datos epidemiológicos manejados por las autoridades. Faltaría más, que para eso era policía judicial.
El profesor de nuestro querido lector debe ser de aquellos indignados que se llevaban las manos a la cabeza porque Marlaska no dimitiera tras la decisión judicial posterior que obligó al Ministerio de Interior a reponer en su puesto al coronel tras su destitución por «pérdida de confianza».
Marlaska, sin embargo, conocía muy bien la naturaleza dependiente de la policía judicial porque la sufrió en sus carnes en su etapa de juez instructor en la Audiencia Nacional. La operación que dirigía para desarticular la trama de extorsión de la banda terrorista ETA fue malograda por un chivatazo de la propia policía judicial en época en que las negociaciones con el gobierno estaban muy avanzadas y una acción así podría desbaratarlas. Era el denominado caso Faisán, al que daba nombre el bar donde se cobraban las cantidades exigidas en concepto del denominado «impuesto revolucionario».
Una vez saltó del juzgado al ministerio, simplemente utilizó su experiencia como juez traicionado.
Sin contrapesos entre los poderes del Estado que garanticen el control de los poderosos, el monopolio estatal de la violencia se utiliza, o para los fines propios de quienes ostentan su mando bajo la excusa última de la razón de Estado, o directamente para la brutalidad arbitraria. Para que el control judicial de la actividad criminosa del poder político sea real y no mero papel mojado o simple declaración de buenas intenciones, se hace indispensable la existencia de una auténtica policía judicial dependiente tan sólo de jueces y magistrados para la investigación judicial del delito, sufragada por el presupuesto de un órgano de gobierno de la justicia separado de los poderes políticos del Estado tanto económica, como organizativa y funcionalmente.
Sin auténtica policía judicial, la investigación de los delitos de la clase gobernante, está condenada a una irremisible impunidad. Nadie en su sano juicio puede considerar si quiera la posibilidad de que los mandos policiales nombrados por el Ministerio del Interior (poder ejecutivo) y adscritos sólo formalmente a las mal llamadas unidades de policía judicial, investiguen los crímenes de sus superiores jerárquicos o de quienes nombraron a su vez a éstos.
Por otro lado, y no menos importante, los datos objetivos que el instructor judicial obtiene de una policía gubernamental como instrumento de la investigación penal son fácilmente cercenados o dirigidos a orientar las decisiones judiciales en el sentido que interese y ordene la cadena de mando policial, con una visión parcial de los hechos que provoca irremisiblemente el error judicial en el sentido deseado.
La inexistencia de separación de poderes distingue sólo nominalmente por su adscripción formal (división funcional) la labor de prevención, represión y persecución del delito, de típica atribución al ejecutivo (Ministerio del Interior), de su investigación una vez llegada la notitia criminis a sede judicial. Esta última, de valor meramente auxiliar de la labor instructora del juez y con su estricto límite, precisa de funcionarios estatales que con la referida dependencia orgánica de la justicia actúen con inmediación jerárquica y económica de ésta.
De paso, se conseguiría la mejora en la eficacia de su funcionamiento dado que la directa trasmisión de órdenes e información reducirían al mínimo errores lamentables derivados de la pluralidad actual de mandos, ficheros y protocolos, con la consiguiente descoordinación entre la autoridad administrativa y la judicial.
Una Policía Judicial en suma, que ajena a la razón de Estado no fuera brazo ejecutor ni represor, sino linterna de la actuación investigadora en cuanto la autoridad judicial sospeche la existencia de delito. Independientemente de razones coyunturales de política criminal que, por criterios de orden público, manden mirar a otro lado, o aún peor, convertir al policía en cómplice del delincuente.
Nuestro profesor de Derecho desconoce que la utilización de los cuerpos policiales dependientes de Interior y asignados a juzgados y tribunales como herramienta de la instrucción penal es, más al contrario, un útil instrumento para orientar, manejar o directamente obstaculizar la investigación instructora según convenga. Porque lo que se llama ahora policía judicial, no son sino unidades del cuerpo dotadas económicamente y dependientes orgánicamente del mismo Ministerio del Interior que ordena sus destinos y ascensos.





