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Cincuenta años de Monarquía (o más)

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Es el Derecho una regla necesaria para la convivencia humana, y sin él no cabe mantener el mundo de lo social, que exige siempre un mínimum de organización y disciplina. Por eso los golpes de Estado, las Revoluciones, y en general todas las manifestaciones de ruptura violenta con el Ordenamiento jurídico avanzan hasta donde es necesario, pero de ahí no pasan. La consecuencia es que subsisten, intocados, cuerpos legales e instituciones que no se hallan en pugna flagrante con la nueva cosmovisión que los acontecimientos traen consigo.

NICOLÁS PÉREZ SERRANO[i].

Introducción.

Próximo el medio siglo desde 1978, aniversario el de seis de diciembre que emerge de entre las festividades anuales señaladas, ya lo ha cumplido la restauración de la línea de sucesión borbónica –después del interregno posterior a la Guerra Civil–. Los actos conmemorativos de hace apenas un par de semanas introducen los años venideros de conmemoraciones de la cincuentena[i].

La estrategia retrospectiva del cambio nominal («cambio» porque así se autodenomina) emplea el elemento discursivo de la dialéctica de la exclusión: es «Monarquía» porque no es «Dictadura». Y si el fin de la cronología de la dictadura es (de forma confusa) el 20 de noviembre de 1975, en adelante ya no lo es. Si no lo es, será «Monarquía».

Pudiera parecer una banalidad, mera sucesión de días en el calendario. La construcción cronológica de la Transición comienza y radica ahí. No es el inicio histórico (objeto de estudio de la historiografía), sino que la reconstrucción discursiva toma ese origen y formaliza la estructura conceptual de sinónimos que nos es tan conocida: «Transición», pacto / consenso y «Democracia».

Jefatura del Estado.

El Estado en España –tanto su formación institucional como su historiografía– es una de las cuestiones más problemáticas de nuestra historia[ii]. Recuérdese la cita de Francisco Javier Conde en «La utopía de la ínsula Barataria»: «¿Ha sido España alguna vez un Estado moderno?»[iii].

No es menos problemática la cuestión de la forma del Estado. Es bien sabido que la opción entre Monarquía y República, principio de tradición y materia de Constitutional Engineering (ingeniería constitucional entendido como diseño institucional en perspectiva técnica), es en España un problema propiamente político, partidista e, incluso, ideológico –de asociación y, sobre todo, exclusión–. Así, pues, el continente de la forma de Estado se representa para muchos con un contenido a priori, deseable o indeseable.

En este contexto, la perspectiva que sigue pretende abstraerse (como siempre he pretendido) de filiaciones políticas y partidistas. No es este un alegado. Es una nota sinóptica de la forma del Estado después de la guerra civil.

Tipologías de dictadura y el franquismo.

La dualidad inmanente a la concepción occidental del poder político se reduce, «naturalizada»[iv] en el Estado, a dos: dictadura o democracia. Ha sido relegada la distinción tripartita de los clásicos: monarquía (como autocracia o monocracia), aristocracia (como oligocracia) y democracia.

El olvido durante la edad media de la institución romana[v] que era la dictadura es un rasgo que enfatiza su carácter. Solo a partir del siglo XVIII ha adquirido el vocablo connotaciones negativas y sustituiría en significante a «tiranía». La plenitud concentrada de la potencia del poder era el mecanismo extraordinario frente a situaciones de excepción (anormalidad): Salus populi suprema lex est[vi]. Empero, la principal garantía era su duración de seis meses, con posterioridad de un año. La extensión indefinida –en los casos de Lucius Cornelius Sulla Felix (Sila) y Gaius Iulius Caesar (Julio César)– fue el abuso «tiránico» de esta magistratura. Y, según Giovanni Sartori, ambas (la delimitación temporal y la tendencia «democratica» de la Res publica romana) las causas de su desaparición[vii].

No obstante, la precisión conceptual del término implica que una teoría general debiera considerar todas sus tipologías[viii]. Así, Carl Schmitt[ix] diferenció entre Kommissarische Diktatur (dictadura comisaria) –aquella en la que, en una situación extraordinaria de emergencia, un poder constituido instituye un dictador (persona) con un mandato delimitado de actuación temporal (comisión), ergo extraordinario y con el objetivo de restablecer la «normalidad»– y Souveräne Diktatur (dictadura soberana) –aquella en la que se suspende el ordenamiento, la Constitución o la Grundnorm vigente «para la producción de un orden completamente nuevo»[x]–.

En un Estado, esta (la Souveräne Diktatur) puede consistir en (a) el monopolio concentrado del poder estatal «sin barreras jurídicas» de un poder constituido que se atribuye poderes constituyentes, «cuando el orden hasta entonces existente es suprimido y mientras no entre en vigor una nueva Constitución [u otras formas de Grundnorm, en su caso]»; o (b) que un partido, movimiento o facción social o estatal «se haga con el poder estatal apelando a la verdadera voluntad del pueblo, de un modo, ciertamente, provisional, es decir, hasta que se llegue a una situación donde el pueblo pueda ejercer libremente su voluntad (claro que es él mismo [aquel partido, movimiento o facción social o estatal] el que decide cuándo se ha llegado a esa situación])»[xi].

Caudillo y «teoría del caudillaje».

El franquismo –término que simplifica y comprende varias perspectivas– fue una Souveräne Diktatur del segundo tipo: el caudillaje. Si bien, por su propia conceptualización (concepto propio de España y del Caudillo, excepcional, individual e «irrepetible»[xii]) se diferencia en parte de esa forma de dictadura. En parte mítica –«nuevo y gran Cruzado», «el hombre de la providencia, el general victorioso, el salvador de España, el estadista excepcional, el conductor y guía de los españoles»–, en parte «semidivina» –«personificación misma de la causa “nacional”»–[xiii].

Además, la historiografía divide el período histórico en diversas fases, en función de las potestades normativas del Jefe del Estado. Miguel Ángel Giménez Martínez diferencia «cinco etapas definidas»[xiv]: (1ª) desde el Decreto de la Junta de Defensa Nacional de 29 de septiembre de 1936 (artículo primero) «hasta» la Ley organizando la Administración Central del Estado (de 30 de enero de 1938) «el “caudillo” es [era] asistido por la Junta Técnica del Estado, órgano que tenía un carácter exclusivamente consultivo» («cesada en sus funciones» en el artículo transitorio, párrafo I de la Ley de 30 de enero de 1938); (2ª) de la Ley de 30 de enero de 1938 a la «promulgación» de la Ley de 8 de agosto de 1939 modificando la organización de la Administración Central del Estado establecida por las de 30 de enero y 29 de diciembre de 1938, en la que «la voluntad legisladora del jefe del Estado no tiene [tenía] más limitación que la previa deliberación del Gobierno y la propuesta del ministro del ramo»; (3ª) de la Ley de 8 de agosto de 1939, que normativizaba la potestad del Jefe del Estado para «dictar» Leyes y decretos sin previa deliberación del Consejo de Ministros «cuando “razones de urgencia” así lo aconsejen» (artículo séptimo), a la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado (de 26 de julio de 1947) (quinta Ley Fundamental); (4ª) esta, que no alteraba la situación jurídica (y política), estableció la obligación de «audiencia preceptiva [no vinculante] del Consejo del Reino en determinados casos»; y (5ª) «inaugurada» con promulgación de la Ley Orgánica del Estado, núm. 1/1967, de 10 de enero, diferenciaba la posición vitalicia del «Caudillo de España» (Francisco Franco) en la Jefatura del Estado y «se marca[ba] su término en el momento en que se cumplieran las “previsiones sucesorias”, esto es, en el momento en que accediera a la Jefatura del Estado un rey» que requiriera «para todos sus actos del refrendo de las instituciones».

De un «Reino» sin Rey, diríase del curioso caso de una «Monarquía» sin monarca.

La Ley Fundamental de Sucesión en la Jefatura del Estado, fechada el 26 de julio de 1947, modificaba la continuidad del caudillaje. Este era, desde entonces, «una de las tres modalidades en que podía presentarse la Jefatura del Estado», junto con la Regencia y la Monarquía (artículos tercero, séptimo, octavo y noveno)[xv]. Se correspondían con «tres momentos del proceso instituyente del nuevo Estado, es decir, tres momentos posibles de la continuidad del régimen»[xvi].

Su artículo primero manifestaba que: «España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo, que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino» (la cursiva es mía). La definición de España se completa con la primera parte del Principio I de la Ley Fundamental de 17 de mayo de 1958 por la que se promulgan los Principios del Movimiento Nacional: «España es una unidad de destino en lo universal.» Pareciera tomarse la definición normativa de la falangista de Raimundo Fernández-Cuesta Merelo: «existe una Nación, cuando un destino histórico, individualizado en lo universal, recae sobre un grupo humano, que para su realización cuenta con un instrumento, que es el Estado.»[xvii]

El Principio VII, declarando que el «pueblo español, unido en un orden de Derecho, […] constituye el Estado Nacional», establece que «[s]u forma política es, dentro de los principios inmutables del Movimiento Nacional y de cuanto determinan la Ley de Sucesión y demás Leyes fundamentales, la Monarquía tradicional, católica, social y representativa [«representación corporativa», vid. el Principio VIII, párrafo I].»

Estos principios eran «por su propia naturaleza permanentes e inalterables» (artículo primero de la Ley Fundamental de 17 de mayo de 1958). Por tanto, lo era también la «constitución» en Reino: «El Estado español, constituido en Reino, es la suprema institución de la comunidad nacional» (artículo primero, I de la Ley Orgánica del Estado). Pareciera que la «forma política» del «Estado Nacional» (forma supervive del «Estado Nuevo») era la «Monarquía» («tradicional, católica, social y representativa») continuada en la constitución de «Reino» (Título I de la Ley Orgánica del Estado).

La discontinuidad terminológica –semántica– es la formalización de la continuidad del poder dictatorial (Souveräne Diktatur) del Caudillo. Esta manifestada en las sucesivas Leyes Fundamentales. Y, como estaba previsto, en el nombramiento de su sucesor (artículos sexto, noveno y undécimo de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947).

De una sucesión prevista realizada.

«Por todo ello, estimo llegado el momento de proponer a las Cortes Españolas como persona llamada en su día a sucederme, a título de Rey, al Príncipe Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, quien, tras haber recibido la adecuada formación para su alta misión y formar porte de los tres Ejércitos, ha dado pruebas fehacientes de su acendrado patriotismo y de su total identificación con los Principios del Movimiento y Leyes Fundamentales del Reino» (párrafo III de la introducción de la Ley 62/1969, de 22 de julio, por la que se provee lo concerniente a la sucesión en la Jefatura del Estado).

El párrafo IV continúa: «[l]a designación de sucesor comporta su previa aceptación y, de acuerdo con lo establecido en el artículo noveno de la Ley de Sucesión y cincuenta de la Ley Orgánica del Estado, disponer lo concerniente a la fórmula y demás circunstancias del juramento que habrá de prestar ante las Cortes precisándose asimismo el Título que ha de ostentar, sus deberes y derechos.» Incluso el párrafo V se refiere a la sucesión del nombrado sucesor (la sucesión, en su caso, de Don Juan Carlos de Borbón y Borbón). Todo ello, en virtud de las «facultades» adquiridas en tanto que Caudillo (párrafo V): artículos «sexto de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado [de 26 de julio de 1947]», «diecisiete de la Ley de treinta de enero de mil novecientos treinta y ocho [«organizando la Administración Central», vid. supra] y «séptimo de la Ley de ocho de agosto de mil novecientos treinta y nueve [«modificando la organización de la Administración Central del Estado», vid. supra]».

Era preceptivo el juramento de lealtad a los Principios del Movimiento Nacional y las restantes Leyes Fundamentales (artículo noveno de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947) en un acto ante las Cortes junto al Jefe del Estado (artículo 50. a de la Ley Orgánica del Estado). El resultado no podría ser otro: «Sí, juro lealtad»[xviii].

En el discurso de juramento, el propuesto sucesor (Don Juan Carlos de Borbón y Borbón) afirmó que: «acabo de jurar, como Sucesor, a título de Rey, lealtad a Su Excelencia el Jefe del Estado [Francisco Franco], y fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y Leyes Fundamentales del Reino. Quiero expresar, en primer lugar, que recibo de Su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo Franco la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936 (Fuertes y prolongados aplausos de toda la Cámara), en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos, tristes, pero necesarios, para que nuestra Patria encauzase de nuevo su destino[xix] Destáquese tanto la «legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936» como la «necesidad» de que «nuestra Patria encauzase de nuevo su destino».

Y su destino de Reino: «La Monarquía puede y debe ser un instrumento eficaz como sistema político, si se sabe mantener un justo y verdadero equilibrio de poderes y se arraiga en la vida auténtica del pueblo español»[xx]. «Puede y debe ser» previa a 1978. Prosiguió: «Mi General: Desde que comencé mi aprendizaje de servicio a la Patria me he comprometido a hacer del cumplimiento del deber una exigencia imperativa de conciencia. A pesar de los grandes sacrificios que esta tarea pueda proporcionarme, estoy seguro de que mi pulso no temblará para hacer cuanto fuere preciso en defensa de los Principios [del Movimiento Nacional] y Leyes [Fundamentales] que acabo de jurar.»[xxi]

El 22 de noviembre de 1975: cincuenta años del juramento y proclamación del Rey.

Poco menos de seis años y medio después –el 22 de noviembre de 1975–, fenecido dos días antes el Jefe del Estado que había propuesto a las Cortes su sucesor «a título de Rey», se celebró una «Sesión Extraordinaria y Conjunta de las Cortes Españolas con el Consejo del Reino, para recibir juramento y proclamar Rey a S. A. R. Don Juan Carlos de Borbón y Borbón»[xxii].

De nuevo procedió con el mismo juramento: «Juro por Dios y sobre los Santos Evangelios cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional.» A continuación, el señor Presidente del Consejo del Reino (Alejandro Rodríguez de Valcárcel y Nebreda) respondió: «Si así lo hiciereis, que Dios os lo premie, y si no, os lo demande. En nombre de las Cortes Españolas y del Consejo del Reino manifestamos a la nación española que queda proclamado Rey de España don Juan Carlos de Borbón y Borbón, que reinará con el nombre de Juan Carlos I. Señores Procuradores, señores Consejeros, desde la emoción en el recuerdo a Franco: ¡Viva el Rey! ¡Viva España!.»[xxiii] «Manifestamos a la nación española», véase comunicamos que «reinará».

No obstante, el contenido inicial de su discurso, en referencia a su legitimidad, varió respecto del proclamado el 22 de julio de 1969: «Rey de España, título que me confieren la tradición histórica [la «Monarquía española, depositaria de una tradición universalista centenaria» diría después[xxiv]], las Leyes Fundamentales del Reino y el mandato legítimo de los españoles […]». Aunque la referencia al predecesor perecido se produjo a continuación: «El nombre de Francisco Franco será ya un jalón del acontecer español y un hito al que será imposible dejar de referirse para entender la clave de nuestra vida política contemporánea. […] Su recuerdo constituirá para mí una exigencia de comportamiento y de lealtad para con las funciones que asumo al servicio de la Patria.»[xxv]

También anunció lo venidero: «Que todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional.» Reveló su posición: «deseo ser capaz de actuar como moderador, como guardián del sistema constitucional y como promotor de la justicia.»[xxvi] Del «sistema constitucional» de las Leyes Fundamentales y de los Principios del Movimiento Nacional que había jurado hacía escasos minutos.

Insinuó la problemática del artículo 2 de la «Constitución Española [de 6 de diciembre de 1978]»: «Un orden justo, igual para todos, permite reconocer dentro de la unidad del Reino y del Estado las peculiaridades regionales, como expresión de la diversidad de pueblos que constituyen la sagrada realidad de España.»[xxvii] ¿«Unidad del Reino y del Estado» como «indisoluble unidad de la Nación española»? ¿«Diversidad de pueblos» como «autonomía de las Nacionalidades y regiones»?

Declaró «entender», como «deber fundamental», «el reconocimiento de los derechos sociales y económicos, cuyo fin es asegurar a todos los españoles las condiciones de carácter material que les permitan el efectivo ejercicio de todas sus libertades.» Aún más: «hoy, queremos proclamar, que no queremos ni un español sin trabajo, ni un trabajo que no permita a quien lo ejerce mantener con dignidad su vida personal y familiar, con acceso a los bienes de la cultura y de la economía para él y para sus hijos.»[xxviii]

¿También pretendía que el Estado español conformara la denominada «integración europea»?: «La idea de Europa sería incompleta sin una referencia a la presencia del hombre español y sin una consideración del hacer de muchos de mis predecesores. Europa deberá contar con España y los españoles somos europeos. Que ambas partes así lo entiendan y que todos extraigamos las consecuencias que se derivan, es una necesidad del momento[xxix]

Como sugerían los comunistas austríacos de principios del siglo XX: ¿reforma o revolución? La respuesta fue «Transición».

NOTAS


[i] Vid. 50 años de monarquía: las fotos de los actos en el Palacio Real y el Congreso.

[ii] Da buena cuenta de ello Dalmacio Negro Pavón en su intervención del día 20 de enero de 2004 en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, titulada «El Estado en España» (Anales de la R. A. C. M. y P., N.º 81, 2, 2004, pp. 295-333) y después revisada, modificada y publicada en formato libro (Sobre el Estado en España, Madrid, Marcial Pons, 2007).

[iii] Escorial, n.º 7, 1 de mayo de 1941, pp. 169-201, cita en la p. 201.

[iv] Juan Pro Ruiz, La construcción del Estado en España: Una historia del siglo XIX, Alianza, Madrid, 2019, «Introducción», p. 29. La cita completa, que reproduzco por su claridad expositiva, es la siguiente: «El Estado es una realidad de nuestro tiempo. Es incluso una realidad naturalizada, asumida de forma colectiva como inevitable. […] Una perspectiva histórica un poco más amplia evidencia que esto no ha sido siempre así. El Estado es una configuración histórica relativamente reciente, que tiene un período de vigencia concreto.»

[v] Vid. «Dictator» en William Smith, D. C. L., LL. D. (ed.), A Dictionary of Greek and Roman Intiquities, John Murray, London, 1875, pp. 404-408, aunque emplea el término State para referirse a la forma de lo político romana, es una descripción histórico terminológica concisa; y «Dictātor», en Harry Thurston Peck (ed.), Harper’s Dictionary of Classical Antiquities, Harper & Brothers Publishers, New York, 2ª edición, 1898, pp. 509-510.

[vi] Conocida cita de Marcus Tullius Cicero (españolizado «Marco Tulio Ciceron») en De Legibus, III, III, VIII (hay ed. esp. bilingüe de Álvaro d’Ors y Pérez-Peix: Las Leyes, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1953, última edición del CEPC del año 2000).

[vii] «Dittatura» en su Elementi di teoria politica, Il Mulino, Bologna, 1987, Capitulo 3, pp. 51-85 (hay ed. esp. de M.ª Luz Morán: «Dictadura» en su Elementos de teoría política, Alianza, Madrid, 1992, pp. 63-88).

[viii] Cfr. Carl Schmitt, Die Diktatur: Von dem Anfängen des modernen Souveränitätsgedankens bis zum proletarischen Klassenkampf, Duncker & Humblot, Berlin, 1921 (hay ed. esp. de José Díaz García: «La dictadura: Desde los comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta la lucha de clases proletaria», en sus Ensayos sobre la dictadura, 1916-1932, Tecnos, Madrid, ed. de José M.ª Baño León y Pedro Madrigal Devesa, Capítulo III, pp. 49-293); y Giovanni Sartori, «Dittatura», Opus cit..

[ix] Carl Schmitt, Die Diktatur…, Opus cit., Capítulos 1 y 5; e Ibid., «Diktatur», en Günther Maschke (ed.), Staat, Großraum, Nomos: Arbeiten aus den Jahren 1916-1969, Duncker & Humblot, Berlin, 1995, pp. 33-37 (hay ed. esp. de Pedro Madrigal Devesa: «Dictadura» en sus Ensayos sobre la dictadura…, Opus cit., Capítulo V, pp. 351-359).

[x] Ibid., «Diktatur», Opus cit., IV, en la versión española p. 356.

[xi] Ibid., IV, p. 356.

[xii] Torcuato Fernández-Miranda Hevia, El hombre y la sociedad, Doncel, Madrid, 1960, p. 11.

[xiii] Miguel Ángel Giménez Martínez, «Del Caudillaje a la “Monarquía del 18 de julio”: Perfil jurídico-político de la Jefatura del Estado español durante el Gobierno de Francisco Franco», III, p. 442, Revista de Estudios Histórico-Jurídicos, XXXVI, pp. 437-466.

[xiv] Ibid., I, p. 440. También es autor de una obra de referencia en la materia: El Estado franquista: Fundamentos ideológicos, bases legales y sistema institucional, CEPC, Madrid, 2015.

[xv] Ibid., IV, p. 446.

[xvi] Torcuato Fernández-Miranda Hevia, El hombre…, Opus cit., p. 11.

[xvii] «El concepto falangista del Estado», IV, p. 376, Revista de Estudios Políticos, Núm. 13-14, 1944, pp. 355-382.

[xviii] Boletín Oficial de las Cortes Españolas (B. O. C. E.), legislatura 1967-1971, núm. 1061, 22 y 23 de julio de 1969, p. 25903 (B. O. C. E., núm. 1061, 22 de julio de 1969). https://www.youtube.com/watch?v=Od01GvIdS_s.

[xix] Ibid., p. 25904. También incluido en el fragmento en formato vídeo. La cursiva es mía.

[xx] Ibid., pp. 25904-25905.

[xxi] Ibid., pp. 25905.

[xxii] Boletín Oficial de las Cortes Españolas (B. O. C. E.), legislatura 1971-1977, núm. 21, 22 de noviembre de 1975, pp. 1-7 (Diario de las Sesiones del Pleno, núm. 21, 22 de noviembre de 1975).

[xxiii] Ibid., p. 2. La cursiva es mía.

[xxiv] Vid. p. 5

[xxv] Ibid., p. 3.

[xxvi] Ibid., p. 3. La cursiva es mía, destaco los términos que son tan reiterativos en la actualidad.

[xxvii] Ibid., p. 4. La cursiva es mía.

[xxviii] Ibid., p. 5.

[xxix] Ibid., p. 5. La cursiva es mí

El escaño de Ábalos

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En la taberna o La orgía. William Hogarth. 1736. Museo Soane, Londres,

El 27 de noviembre pasado, el Tribunal Supremo decretó prisión provisional comunicada y sin fianza para José Luis Ábalos en el marco del caso de corrupción conocida como «caso Koldo», donde se le imputan graves y múltiples irregularidades en contratos públicos. Ábalos —que tras abandonar el Grupo Socialista pasó al Mixto del Congreso de los Diputados— no ha renunciado a su acta.

Según el reglamento del Congreso —en concreto el artículo 21.2— cuando un diputado es sujeto de prisión preventiva con auto de procesamiento (o análogamente, de transformación en procedimiento abreviado), queda suspendido de sus derechos y deberes parlamentarios: pierde voto, voz y percepciones económicas. Pero no el acta. Se trata pues de una suspensión  temporal que no implica pérdida del escaño, hasta que medie sentencia firme o un procedimiento específico declare su vacante. En consecuencia: el escaño queda «congelado». Conserva su condición, pero no ejerce funciones, no cobra y no puede participar en comisiones ni plenos.

Así las cosas, imaginemos por un momento que las instituciones representaran directamente a los gobernados, y no sirvieran de armazón para que las cúpulas partidistas gestionen sus intereses, sus escándalos y sus silencios. En ese marco, que un diputado en prisión siguiera formalmente ocupando un escaño violaría el sentido no solo moral sino práctico del mandato: Ese escaño ya no representa a nadie porque sencillamente no serviría a su función. ¿Acaso puede un ciudadano estar representado por quien está encarcelado? Ya no se trata de que quede inhabilitado moral y políticamente, que también, sino que carecería de toda posibilidad de cumplir su cometido.

Tampoco la suspensión de derechos parlamentarios restituye facultad alguna a la ciudadanía. El escaño queda blindado dentro de la estructura de poder. Este mecanismo protege al sistema de partidos evitando vacantes y sustituciones, preservando su poder ante la opinión pública y ante escándalos futuros. Ese es el pecado mortal de la partidocracia: los partidos son los dueños reales de los escaños.

La consecuencia inmediata es que las mayorías parlamentarias en el Estado de partidos pueden verse afectadas: aunque Ábalos no participe, su escaño debería seguir computándose, desnudando así la esencia de un régimen en que los partidos deciden por encima de los intereses de los gobernados. No estamos ante un desajuste puntual, sino una falla estructural. Decir «democracia», cuando los supuestos representantes no pueden ser revocados por su circunscripción o distrito ni quedan inhabilitados y sin reemplazo, sino simplemente suspendidos, es una farsa.

El caso Ábalos no es un escándalo más de corrupción. Es una revelación del mecanismo institucional que protege, preserva y reproduce privilegios. Como ante todo régimen decadente, la solución no está (solo) en castigar individualmente al corrupto, sino en desmontar las reglas que hacen posible la corrupción y la impunidad. Únicamente hay un camino: dotar de poder a los ciudadanos, arrebatándolo a las élites partidistas. Eso implica, más que replantear las garantías, instaurar un sistema auténticamente representativo.

“Lo malo no es robar, es que te pillen”

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Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 289 de «La lucha por el derecho» analiza dos noticias, la primera relacionada con el escaño que deja José Luis Ábalos al entrar en prisión y sus consecuencias en la relación de poder. La segunda, una entrevista al rey emérito Juan Carlos I en una televisión francesa.

Os recordamos que el próximo 7 de diciembre volverá a representarse la obra de teatro Patología de la Transición, en el teatro Victoria de Madrid a las 19:00h. Podéis comprar las entradas en el siguiente enlace con código de descuento (código=DEMOCRACIA YA): https://www.giglon.com/todos?idEvent=patologia-de-la-transicion#cookies-display/0

Cero financiación estatal a los partidos

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Los partidos deben vivir exclusivamente de las cuotas de sus afiliados. El Estado debe facilitar sus medios para igualar las oportunidades de los diferentes candidatos de cada partido.

Interviene Víctor de Madrid y como presentador Alberto Iturralde.

Fuentes del audio:

Radio libertad constituyente: https://www.ivoox.com/rlc-2018-01-26-piensa-veras-audios-mp3_rf_23386869_1.html

Música: Allegro. BWV 1062. J.S.Bach.

La condena de García Ortiz y el teatro del Estado de partidos

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La condena del fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, anunciada precipitadamente por el Tribunal Supremo antes de que la sentencia estuviera redactada, constituye un episodio que desnuda —con la crudeza habitual— los mecanismos de poder del Estado de partidos. No es un simple asunto penal, sino una pieza más en la arquitectura política que gobierna la Justicia en España. El espectáculo no puede sorprender a quien conozca las dinámicas internas de este sistema, pero sí merece ser diseccionado para comprender la magnitud de la mentira institucional que representa.

Para empezar, conviene resaltar que el Tribunal Supremo (TS) ha vuelto a emplear una técnica ya conocida: anunciar el fallo sin publicar la sentencia completa, retrasando el acceso a su contenido mientras el impacto mediático y político acaece sin restricción alguna. No es una novedad. La hemos visto en resoluciones de enorme relevancia, como el anticipo del fallo de la sentencia del procés o las decisiones sobre la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). En todos esos casos, la prisa por trasladar un resultado —no una argumentación jurídica— cumplió una función extrajurídica: dirigir el clima político antes de exponer la motivación judicial. Tan claro es esto, que los partidos de los dos polos partidocráticos se han apresurado a aplaudir o criticar la decisión sin conocer sus fundamentos jurídicos ni la valoración probatoria sobre los hechos probados.

A continuación, no puede obviarse que García Ortiz fue nombrado por el Gobierno. Esa dependencia estructural no es un mero detalle: forma parte de la lógica del Estado de partidos, donde los cargos institucionales de la Justicia se reparten por cuotas. El fiscal general no es un agente jurídico independiente, sino una figura inserta en la cadena de dependencia del Ejecutivo. El Gobierno lo designa. A partir de ahí, cualquier actuación del Ministerio Fiscal queda inevitablemente impregnada de su origen político y obedece a los intereses políticos del partido gobernante.

El Tribunal Supremo, por su parte, arrastra su propio sesgo: la composición de su Sala Segunda refleja mayorías nacidas de décadas de influencia de la oposición, que ha dominado históricamente las estructuras del poder judicial y del CGPJ que lo nutre. No se pierda de vista que la Presidencia del CGPJ y del TS la ostenta la misma persona. La pugna no es entre derecho y delito, sino entre bloques políticos que instrumentalizan el poder judicial y el Ministerio Fiscal según sus intereses estratégicos.

Es así como debe leerse la condena: no como un reproche penal aislado, sino como un movimiento dentro del tablero del poder institucional. La acusación de revelación de secretos —identificada en una nota de prensa que filtraba sin disimulo las negociaciones sobre la conformidad sobre un delito fiscal de la pareja de Díaz Ayuso— ha sido construida como un acto político, con intención de perjudicar a un particular íntimamente vinculado a un dirigente de la oposición. La lectura política es evidente: no se juzga solo la acción, sino al actor y al escenario institucional en el que actúa.

La mentira reside no tanto en la falsedad puntual, sino en el relato completo. Se juzga a García Ortiz por lo que es en realidad: un mandado del Ejecutivo, igual que en otros momentos se ha juzgado a determinados magistrados como símbolos de la oposición. En ambos casos, la Justicia funciona como un instrumento de guerra política, nunca como árbitro neutral.

La condena del Supremo, al provenir de su propia Sala Penal, no es apelable. España ha sido criticada duramente desde distintos organismos internacionales por no garantizar el principio de doble instancia en casos como este, problema salvado por nuestra jurisprudencia aludiendo al carácter privilegiado del aforamiento ante el mismísimo y más alto tribunal, del que carece el común de los mortales. Amén. Siendo así, la única alternativa es el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional.

Pero aquí se desencadena otra paradoja del Estado de partidos: el fiscal general, dependiente del Ejecutivo, debe pedir amparo a un Tribunal Constitucional que también está dominado por el Ejecutivo. O sea, si la oposición condena; el bloque gubernamental puede amparar. De nuevo, la Justicia queda reducida a un circuito cerrado donde ningún órgano puede ser considerado independiente por su diseño constitucional. El amparo, por tanto, no es una garantía de derechos fundamentales, sino el último escenario de la contienda política.

Lo que el caso García Ortiz revela —con claridad casi pedagógica— es la esencia del sistema: En primer lugar, un Ministerio Fiscal orgánicamente subordinado al Gobierno. En segundo, un poder judicial moldeado por cuotas partidistas. En tercer orden, un Tribunal Constitucional convertido en árbitro último no del derecho, sino del equilibrio de fuerzas entre partidos. Y, por último, un gobernado que no sabe si la sentencia castiga un delito o ejecuta una estrategia.

En mi obra La Justicia en el Estado de partidos sostengo que este sistema no busca la imparcialidad: busca la administración del conflicto político mediante estructuras institucionales. No resuelve problemas jurídicos; los redistribuye. Por eso, la condena de García Ortiz no fortalece la Justicia: exhibe su vulnerabilidad. No depura responsabilidades: desvela una lucha de poder.

En resumen, si el fallo se adelanta sin sentencia, si los bloques partidarios reaccionan antes que los juristas, si la vía de revisión depende del tribunal afín al Ejecutivo y si el delito importa menos que la identidad del acusado, entonces estamos ante un episodio puramente político. Hasta que no se acabe —a través de instituciones inteligentes— con esta lógica de bandos e instituciones capturadas, cualquier conflicto de alto nivel —sea penal, constitucional o administrativo— será interpretado, resuelto y comunicado en clave política por criterios de oportunidad, nunca jurídica según criterios de legalidad.

Los jóvenes se radicalizan

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Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 288 de «La lucha por el derecho» nos habla de la condena al fiscal general del Estado y la apelación al miedo por parte del régimen del 78.

Os recordamos que el próximo 7 de diciembre volverá a representarse la obra de teatro Patología de la Transición, en el teatro Victoria de Madrid a las 19:00h. Podéis comprar las entradas en el siguiente enlace: https://www.giglon.com/todos?idEvent=patologia-de-la-transicion#cookies-display/0

Las listas electorales de los partidos políticos

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¿CÓMO SON ELEGIDOS

LOS DIPUTADOS?

¿QUIÉN

REALMENTE

LOS ELIGE?

¿A QUIÉN  REALMENTE REPRESENTAN?

¿A QUIÉN REPRESENTAN?

¿AL CIUDADANO O AL JEFE DE PARTIDO?

REPRESENTAN

A QUIEN DISEÑA LAS LISTAS.

¿QUIÉN LAS DISEÑA?

EL JEFE DEL PARTIDO POLÍTICO.

EL CIUDADANO

VOTA UNA LISTA DE PARTIDO

 pero

NO PUEDE ELEGIR A NADIE.

EL QUE ELIGE

QUIEN VA A ESTAR

EN LA LISTA DEL PARTIDO POLÍTICO

ES

 EL JEFE DEL PARTIDO,

por lo tanto,

LAS PERSONAS ELEGIDAS EN ESA LISTA

REPRESENTAN

A QUIEN LES PONE EN LA LISTA.

EL CIUDADANO

 SOLO ES UN CONVIDADO DE PIEDRA,

 UN SIMPLE VOTANTE

QUE SE LIMITA

 A METER EN LA URNA ELECTORAL

UNA LISTA DE PERSONAS

DISEÑADA

POR EL JEFE DEL PARTIDO,

A QUIEN REPRESENTAN ESAS PERSONAS

 ES

AL JEFE DEL PARTIDO.

EL CIUDADANO

ESCOGE

UNA LISTA

DE UNA ORGANIZACIÓN POLÍTICA,

 POR AFINIDAD IDEOLÓGICA,

PERO NINGUNA

 DE LAS PERSONAS QUE VAN EN LA LISTA

 LE REPRESENTAN.

A QUIEN REPRESENTAN ES AL JEFE DEL PARTIDO

Y

A ÉL

SE DEBEN

Y

 DE ÉL

DEPENDERÁN.

Y,

 A ÉL

TENDRÁN QUE OBEDECER,

TENDRÁN QUE VOTAR

 TODO

 LO QUE EL JEFE QUIERA QUE VOTEN.

TODAS LAS LEYES QUE VOTEN LO HARÁN

POR ORDEN

DEL JEFE DEL PARTIDO,

POR  MANDATO IMPERATIVO

(que además está prohibido en la Constitución Española).

DEL JEFE DEL PARTIDO,

PORQUE A ÉL SE DEBEN,

A ÉL

LE DEBEN SU ESCAÑO.

EL PRINCIPIO REPRESENTATIVO

 SE ESTABLECIÓ

PARA

QUE REPRESENTARA AL CIUDADANO,

NO

 A LA CÚPULA DEL PARTIDO,

NO

AL JEFE DEL PARTIDO.

ES UN PRINCIPIO TRAÍDO DEL DERECHO,

QUE ESTABLECE QUE LA REPRESENTACIÓN

NUNCA

 DEPENDERÁ DE UNA ORGANIZACIÓN,

 SINO DE UNA PERSONA,

por lo tanto,

ES FALSO

QUE EL SISTEMA ELECTORAL PROPORCIONAL

DE LISTAS DE PARTIDO

 REPRESENTE AL CIUDADANO.

ENTONCES,

¿QUÉ SON LOS DIPUTADOS

 DE LISTAS DE PARTIDO?

REPRESENTANTES

 EMPLEADUCHOS

 A LAS ÓRDENES DE SUS JEFES DE PARTIDO,

QUE

APROBARÁN,

POR CONSENSO,

REUNIDOS EN SUS DESPACHOS,

LAS LEYES

QUE LUEGO ORDENARÁN

QUE VOTEN

SUS DIPUTADOS, SUS REPRESENTANTES

EN EL CONGRESO.

LOS DIPUTADOS EN EL CONGRESO

NO DEBATEN NADA;

SOLO RECIBEN ÓRDENES DE SUS JEFES DE PARTIDO,

LIMITÁNDOSE

 A VOTAR

LAS LEYES QUE LES ORDENAN QUE TIENEN QUE VOTAR.

En pocas palabras:

EN ESPAÑA,

EL SISTEMA ELECTORAL DE LISTAS DE PARTIDO

IMPIDE LA

REPRESENTACIÓN DEL CIUDADANO,

OTORGÁNDOSELA

A LOS JEFES DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS,

por lo que

EL PODER LEGISLATIVO

ESTÁ EN MANOS DEL PODER EJECUTIVO

Y

DE LOS JEFES PARTIDOS POLÍTICOS,

convirtiendo

EL SISTEMA POLÍTICO

EN UN RÉGIMEN OLIGÁRQUICO,

estableciéndose

UNA OLIGARQUÍA POLÍTICA,

SIENDO

LOS JEFES DE LOS PARTIDOS

LOS OLIGARCAS QUE GOBIERNAN ESPAÑA.

El buenismo

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El expresidente Zapatero como ejemplo de socialdemócrata buenista. El buenismo es una degeneración de la socialdemocracia.

Interviene Antonio de Granada y como presentador Alberto Iturralde.

Fuentes del audio:

Radio libertad constituyente: https://www.ivoox.com/rlc-2018-01-26-piensa-veras-audios-mp3_rf_23386869_1.html

Música: Allegro. BWV 1062. J.S.Bach.

Garantía de los derechos fundamentales, determinación de la separación de poderes y control del poder

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«Toute société dans laquelle la garantie des droits n’est pas assurée ni la séparation des pouvoirs déterminée, n’a point de Constitution.»
Déclaration des Droits de l’Homme et du Citoyen, XVI (1789).


1. Podría parecer, bien a una inteligencia media, bien a un lego en derecho, que la proverbial mitología constitucionalista —desprovista de contenido sin un sistema conceptual coherente y completo—, confunde la garantía de los derechos y su propia institución como formulaciones lingüísticas equiparables (si no sinónimas). Máxime si la diferenciación ontológica entre ser y el uso corriente de existir se asimila a reconocer (que implica un reconocedor y un reconocido).

Son, por tanto, ontológicos los derechos fundamentales (droits de l’homme et du citoyen). La sustantividad humana del concepto no es una abstracción. Es indisociable el droit de l’homme: citoyen. Derecho en «el hombre» (persona). Ciudadano en tanto que derechos. Su oponibilidad y capacidad de defensa es su vigencia, no su existencia.

La generalización «humanitaria» de los denominados «derechos humanos» es propia del contexto geopolítico jurídico posterior a la Segunda Guerra Mundial. La formulación originaria —y ontológica en cuanto fundamento intelectual—, son los Natural Rights. Y estos, por su nature, como esfera individual frente a un poder político no juridificado, no «regulado» (en términos iuspositivistas). No iusnormativizado. Su transcripción es una fórmula solemne de declaración de vigencia, ergo, suposición implícita de oponibilidad.

2. En el sistema teórico del iusnaturalismo racionalista, todo ser humano (con las especialidades bien sabidas que eran constitutivas de la sociedad hasta finales del siglo XX en Occidente) es titular por su propia «naturaleza» de derechos inalienables, oponibles erga omnes. En su contexto, frente a agregados de otros individuos, grupos, unidades sociológicas o políticas que pretendan subyugarle. Y en origen la «vida», la «propiedad» y la «libertad». Empero, no son derechos de un conjunto numerus clausus, su principio de conformación es expansivo, tanto más cuanto el poder del que se protege.

Estos derechos «naturales» son intrínsecos (después denominados «derechos humanos»). La perspectiva no es propiamente individual —no es un moralismo individualista—, sino el ámbito reservado —y requerido de reserva— frente a la tendencia expansiva de un poder en potencia arbitrario, despótico y opresivo. En su sociología invasivo, acaparador, de vocación omnicomprensiva.

Aunque la retórica y el imaginario revolucionario frente al Ancien Régime —que requería, como toda pretensión de acción política, de dirección y consignas que movilicen, posicionen y legitimen— debe tomarse con las cautelas propias del estudio historiográfico. El Medioevo y el Antiguo Régimen no fueron lo que, en comparación con el resultado de la revolución, describieron los ilustrados.

3. La Petition, Bill, Déclaration como formulación solemne reviste apariencia absoluta. No sería tanto el fundamento como la formalidad, pues los rights son preexistentes. La doctrina del iuspositivismo obvia la diferenciación, como si el derecho fuera una abstracción lógica que con la norma adecúe la realidad. Pudiera transformarla, no tanto por su positivación como por su eficacia obligacional. La coacción en su mitología política secularizada no requiere de constante amenaza expresa. Un insufflo intelectivo moraliza.

No es, pues, ontológica cualquier apariencia de manifestación de derechos. No es lo mismo (ni puede serlo), como resulta obvio en los propios términos, ser sujeto o titular que «garantizar», y la garantía (garantie) no es su reconocimiento u otorgamiento. No es equivalente terminológico —ni conceptual— «garantizar» que «reconocer», «garantizar» que «otorgar». Los términos y su consecuente desarrollo conceptual son el fundamento, la formulación y la coherencia que exige el conocimiento social o humanístico.

4. Como vía de construcción de una religion civile, el monopolio normativo del derecho en el Estado, simultáneo a la neutralización y despolitización de la (una) religión cristiana, ha desnaturalizado ésta como fuente de la moral (y de la ética), sustanciando el deber ser en la norma estatal. La formulación abstracta de normatividad (el deber ser de la norma), concretada en el sistema de normas denominado ordenamiento, determina —ya— el ser de las expectativas de conducta.

Lo que deber ser es; la conducta de los individuos se adecua por sí (en sí) a las normas determinadas de la «regulación» de cada área del ordenamiento. No cabe, pues, hacer algo que no se deba sin reproche. Es indeseable aquella acción que no se adecúe a la norma. En consecuencia, mala. Por tanto, reprimible.

La identificación ordenamiento–Estado ha copado la propia del Estado total: sociedad–Estado. Todo el «derecho» (como sistema y conjunto normativo agregado) es estatal; toda actividad del Estado tiende a ser iusnormativa. Por tanto, la autoidentificación sociedad–Estado está mediada por el dispositivo de poder estatal que concentra su potencia: derecho. No hay (ni puede haber) pues, área, esfera o ámbito social no mediado, no «regulado». Esta es la forma de «Estado Minotauro».

5. La pretensión de juridificación del poder estatal en una forma suprema de ordenación (de lo existente) y organización (planificadora) es una experiencia revolucionaria, propia de la «cultura constitucional» europea de finales del siglo XVIII. No reformadora de las relaciones de poder del Ancien Régime. Una teoría, sistema y forma positiva, ideada y calculada, adecuada a la forma de lo político que es el Estado. La carencia es el presupuesto, por su complejidad contextual: lo constituyente. Escasas son las «experiencias». Menores los resultados.

La historia constitucional británica —sin historia del constitucionalismo— es el origen remoto de la cultura constitucional. Equívoca equiparación. La Carta Magna o Magna Carta Libertatum (John I, 1215) es la referencia en la historiografía por su peculiaridad en el continente del derecho común. Ha persistido la denominación sustraída de su contexto, ante el rigor de la Constitución. Es manifiesto que el Instrument of Government (1653) no ha tenido la misma consideración terminológica.

Las diversas formas de un concepto que aún no ha encontrado término se han sucedido: Carta General, Carta Otorgada, Estatuto, Estatuto Fundamental, Carta Fundamental, Carta Constitucional, Ley Constitucional, Ley Fundamental. Todos, como sinónimos conceptuales de Constitución, son un fracaso jurídico, político e intelectual en el desarrollo intricado del constitucionalismo. De ahí su incapacidad, impotente por la contradicción de los conceptos en sus términos. Debiera abstraerse el nomen iuris de su facticidad, donde los presupuestos son políticos.

6. Quizá, el término genérico más apropiado —alternativo al excepcional «Constitución»— es la Grundnorm (norma básica o fundamental) kelseniana. La función de strukturelle Kopplung (acoplamiento estructural) en la integración intersistémica del Rechtssystem (sistema jurídico) —como Rechtsordnung (ordenamiento jurídico, que presupone Estado de Derecho)— y el politisches System (sistema político) es más funcionalista (de la teoría de sistemas) que propiamente jurídico-normativa. Aunque, su capacidad integradora como primus inter pares (equiparando en posición en el sistema el jurídico y el político) presuma de la primacía de la Grundnorm.

Este no es concepto —siquiera término— de la cultura constitucional, sino de la sistematicidad abstracta de la normatividad del sistema jurídico propia del iuspositivismo; de la proyección analítica como sistema de normas, integrado como ordenamiento y atribuido de una lógica interna plenamente coherente. El significante revolucionario inició la conformación conceptual simultánea del término-concepto «Constitución», abstraída de su supremacía normativa —equívoca en los orígenes de la tradición europea— y consagrada como elemento simbólico revolucionario.

Tampoco el término kelseniano conceptualiza contenido. La prevalencia jurídica (o superioridad jerárquica) —en esta lógica iuspositivista— es su característica única y propia en el sistema jerárquico de normas, como válida e independiente por sí. No depende de otra norma; solo debe fundarse y fundamentarse en un supuesto: el poder constituyente. Insisto, supuesto excepcional. Y, aun así, la superioridad jerárquica inapelable de la Grundnorm es equívoca en los sistemas integrados jurídico–políticos. Quizá prevalece el poder soberano del Estado.

7. La doctrina de derecho constitucional occidental establece —véase la vaguedad— los elementos anteriores como conformadores de una Constitución: (a) «parte dogmática» (articulado de derechos fundamentales) y (b) «parte orgánica» (articulado de organización del poder del Estado). Sin parte dogmática —o sin parte orgánica— no hay Constitución. Quizá, tampoco, sin un poder con facultad constituyente, que suele suponerse e incluso a integrarse con el poder constituido.

La inclusión en el articulado de cualquier disposición y, en concreto, de los derechos, no los constituye. Es un principio formal, no material. Ni siquiera lo es una declaración en sí, que debe ser previa al período constituyente: declarativa de los existentes como concreción de la libertad política. La materialidad propia de las relaciones sociológicas del poder configura el contexto en el que se redacta un texto –en su caso jurídico–, de la declaración o del articulado de la Grundnorm. Si aquella es suficiente para formalizar ésta, tenderá a positivizar (y normativizar) su dominación, aun si su retórica apelara a otras consignas.

Esta es la diferencia conceptual y cualitativa entre Grundnorm y Constitución: formalismo normativo frente a sustantividad política y jurídico–positiva; procedimentalismo frente a poder constituyente fundado y fundamentado en la libertad política; normatividad formal frente a garantía (de los derechos fundamentales) y determinación (de la separación de poderes). Una exégesis de las tipologías de sus formas históricas debería considerar todos los casos como términos y conceptos disociados, ahondando en su materialidad y conformando una teoría general. No es suficiente el nomen iuris ni las clasificaciones bi o tripartitas, en función de criterios abstraídos de su contexto y aplicados por subsunción a la determinada forma para denominarla.

8. No cabe equiparar organización y ordenación del poder político del Estado a limitarlo. La positividad de las normas no es garantía de limitación (como monopolio de la fuerza, del poder legitimado y de la determinación del derecho). Quizá sí de previsibilidad, si se adecua la norma al funcionamiento organizativo; o viceversa: Estado de derecho.

El article XVI de la Déclaration des droits (1789) no se refiere a cualquier determination (iuspositiva), sino a la séparation des pouvoirs: «la séparation des pouvoirs déterminée». Y, de nuevo, no es sinónimo «determinar» de «mencionar», «declarar», «reconocer»… Cuanto menos de «omitir». Determinar es concretar con eficacia —articulación normativa— el concepto doctrinal de la separación de poderes (ejecutivo–legislativo). De poderes políticos, y no el denominado en la confusión «judicial», que es facultad estatal, no poder.

9. Las disquisiciones sobre mecanismos electorales y de control (entre otros elementos técnicos de la ingegneria costituzionale o constitutional engineering) se refieren al funcionamiento y rendimiento de las instituciones, su desarrollo y los efectos degenerativos de la anakyklosys. Empero, la representación y la separación de poderes son elementos constitutivos, necesarios y suficientes (en términos de lógica formal) de la Constitución. Sin garantía de los derechos (fundamentales), sin determinación (institucionalización) de la separación de poderes, no existe Constitución.

Reaccionamos a Rubén Gisbert sobre Trevijano y el MCRC

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Hoy publicamos un programa especial, donde Pedro Manuel González, Juanjo Charro, Carlos Santos y Alan Simón, responden a los últimos comentarios de Rubén Gisbert sobre el MCRC y Antonio García-Trevijano.

Os recordamos que el próximo 7 de diciembre volverá a representarse la obra de teatro Patología de la Transición, en el teatro Victoria de Madrid a las 19:00h. Podéis comprar las entradas en el siguiente enlace: https://www.giglon.com/todos?idEvent=patologia-de-la-transicion#cookies-display/0

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