La censura consiste en la actividad estatal de control previo o de supresión posterior de contenidos publicados por cualquier medio de comunicación con motivo de lo expresado. Es por tanto un ejercicio de puro imperium del Estado.

No ya la democracia, sino ningún sistema de libertades es compatible con ninguna forma de censura purificadora por la que el poder político se erija como guardián de la verdad y del alcance de la libertad de expresión, aunque sea otorgada.

La absurda distinción entre «democracia tolerante» y «democracia militante» sirve para cercenar la libertad de expresión, cuando lo que no existe es democracia formal. Y no lo decimos quienes sostenemos esa falta de democracia como reglas de juego, sino incluso el propio Tribunal Constitucional de esta monarquía de partidos, cuando en su sentencia 6/1988 dijo ya que «las afirmaciones erróneas son inevitables en un debate libre, de tal forma que, de imponerse la verdad como condición para el reconocimiento del derecho, la única garantía de la seguridad jurídica sería el silencio».

No existe, por tanto, un bien jurídico superior que justifique la censura. Es injustificable. El esfuerzo y recompensa de identificar la mentira y la verdad, saber discriminar entre medios fiables o no, es algo tan personal como la elección de la pareja o de la dieta. Tanto como las consecuencias de esa elección.

Ahora bien, y hay que distinguirlo, otra cosa distinta que se suele confundir con una acción puramente estatal como es la censura, es la negativa de ciertas empresas, ya sean editoras o titulares de redes sociales y medios de comunicación, a publicar contenidos con los que no se esté de acuerdo o que incumplan las normas que ellas mismas ponen o aplican, aun arbitrariamente.

En este último caso de medios particulares que deciden no publicar ciertos contenidos por su propia decisión o «políticas», no puede hablarse de censura, sino de la vis negativa del derecho a la libertad de expresión como voluntad de no divulgar opiniones contrarias a la propia. Como dijera Ayn Rand: «La libertad de expresión de los particulares incluye el derecho a no estar de acuerdo con sus antagonistas, a no escucharlos y a no financiarlos».

Por tanto no hay censura cuando alguna red social no publica o elimina contenidos que un usuario pretende compartir, a no ser que sea por orden de la autoridad.

Cuando el juez Pedraz acordó bloquear Telegram, podría en principio considerarse un acto de censura, en tanto que la justicia es Estado. Merece la pena recordar en este punto que la justicia no es un poder político sino una función estatal, la jurisdiccional, y que solo coloquialmente puede llamarse «poder». Los poderes políticos son únicamente el legislativo y el ejecutivo. La justicia no ha de ser un «poder». Lo que tiene que ser es independiente.

Teniendo claro que la justicia es parte del aparato estatal, en el caso concreto de Pedraz hay que tener además en cuenta que su decisión inicial no consistía en el cierre o limitación de un medio por lo que dice, sino por su conducta omisiva al desobedecer una orden suya sobre la facilitación de datos que atañen a una investigación judicial en curso.

Los que estamos en el día a día de la práctica del derecho procesal, bien sabemos el efecto que la desconsideración de los requerimientos judiciales por las partes o terceros obligados a colaborar con la administración de justicia tiene en jueces y magistrados. Más aún como se las gastan en un órgano tan particular como la Audiencia Nacional, auténtica hoguera de las vanidades judiciales, donde el engolamiento de los jueces estrella es estratosférico. De ahí la reacción de Pedraz, desde luego desproporcionada pero ajena a cualquier voluntad censora, sino de simple autoafirmación del principio de autoridad. Cuando el calentón por el orgullo herido del eminente instructor al no hacerle caso el requerido remite, recula. Simplemente.

Lo llamativo es ver como los youtubers entran al trapo llenándoseles las bocas de lesión de libertades otorgadas porque la decisión afectaba a su negociete, en tanto que Pedraz adoptaba una medida que favorecía a su competencia, los medios tradicionales. Los paladines de la libertad de expresión monetizada defienden también lo suyo, es natural. Del mismo modo que las empresas de comunicación con las que rivalizan en audiencia. El maravilloso mundo de los youtubers, ya se sabe…

Sin embargo, esta actitud que deviene de unos intereses económicos en liza, no sería peligrosa, no pasaría de la simple demagogia de quien pretende ganarse el pan como puede —o como sabe—, si no fuera porque generalmente va acompañada de la invocación de la reforma legal o institucional para acabar con la censura. De la misma forma que si se piensa que esto es una democracia se colige que la democracia no funciona, si pensamos que estamos ante un caso de censura solucionable mediante la reforma, se tendrá por libertad de pensamiento lo que es sólo libertad de expresión.

La libertad de expresión concedida, no sirve para nada sin libertad de pensamiento. Y esta última, inexistente en este régimen de libertades otorgadas, es imposible con la reforma. La reforma supone la aceptación mediante el consenso sobre el resto.

Ahí radica el peligro de la confusión entre lo que es censura y lo que no lo es. El tocomocho de que reformando este régimen en el que tenemos libertad de expresión sin tener libertad de pensamiento, podemos salvar la primera reformándolo sin alcanzar la segunda.

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