Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 188 de «La lucha por el derecho» nos explica por qué el fracaso del actual régimen político no se debe a que exista una democracia en España, sino a que hay un Estado de partidos.
¿Fracaso de la democracia?
El daño más grave que se causa a la democracia es decir que lo que ahora hay en España es eso, una democracia. De ahí fácilmente se colige que el fracaso del actual régimen es el de esa forma de gobierno.
La incapacidad manifiesta de la monarquía de partidos para resolver los conflictos de la ley con la política tiene su origen en la inseparación de poderes y en la falta de representación de los gobernados. Si añadimos al guiso el sometimiento de la justicia a la voluntad de los partidos como privilegiados agentes políticos sin intermediación alguna con la sociedad civil, el consenso entre estos es la única forma de solución al antagonismo institucional.
Cuando ese consenso, auténtica antítesis de la política, fracasa, se evidencia la precariedad de unas instituciones cuya inutilidad sólo es comparable a la falta de escrúpulos de quienes las ocupan para mantenerse en el poder.
Ha sido estallar la crisis institucional del Estado de partidos y comenzar el llamamiento de parte de la clase política al abrazo del texto constitucional del año 1978 o a su reforma como formas de garantizar la igualdad ciudadana y la integridad de España.
Propugnar la ruptura se asimila a proponer la desintegración nacional y disolución de los lazos entre compatriotas. Se parte así generalmente de la idea preconcebida de que la solución a los problemas nacionales se encuentra en la constitución vigente, sacralizándola y obviando que precisamente los más importantes tienen su origen en dicha norma. Se impone pues, necesariamente, su recusación en aras ya no a garantizar, sino a crear las condiciones indispensables para alcanzar la libertad política que falsamente se presupone que gozamos.
No puede ser la solución al problema nacional un código principal que partiendo de una ficción roussoniana en su artículo 1.2 señala que la soberanía nacional reside en el pueblo para luego y a la vez atribuir a los partidos políticos el monopolio de la acción política en división de funciones y potente unidad de poder. Así, los electores quedan reducidos a meros espectadores pasivos del juego político que legitiman con su voto cada cuatro años. De ahí la quiebra entre la clase política y una sociedad civil sin intermediación, privando a esta última de las facultades de control y reproche de la actuaciones de aquella imperando por el contrario la ambición de partido, convertida así en primera razón de Estado.
No es la solución invocar en aras a la unidad nacional la conservación de un sistema electoral que además de favorecer el proceso centrifugador del Estado que actualmente padecemos, discrimina a la ciudadanía como sujeto de sufragio en virtud de donde radique su residencia. Tampoco lo es mantener la existencia de un poder judicial que no resulta independiente ni siquiera titularmente, que se encuentra sometido directamente en gobierno y elección a los propios partidos políticos, y en el que además, el máximo responsable del Ministerio Público, activo para la defensa del derecho, resulta nombrado mediante designación directa por el partido en el poder.
Tales evidencias no son apreciadas por la mayoría por el efecto anestésico que tiene el sistema de libertades individuales y derechos sociales otorgados sobre la conciencia de si se vive o no en auténtica libertad política. Así se sufren sus consecuencias, y en clara paradoja, se acude al propio texto para su remedio. Es cierto que también se recusa la constitución del 1978 para propugnar la disgregación nacional y la desigualdad entre los ciudadanos, pero ello no es excusa para poner de manifiesto la necesidad de la ruptura en el sentido democrático, que precisamente tiene sus consecuencias contrarias.
Ruptura, con razones de pura democracia, que sirva para alcanzar una verdadera separación de poderes, y que necesariamente implica un ejecutivo electivo de forma directa por todo el cuerpo electoral y de mandato limitado separadamente al cuerpo legislativo. Solo así acabará para siempre la impenitente búsqueda de mayorías absolutas como única forma posible de gobierno, que se convierte así en segunda razón de Estado.
Lo que ya resulta no sólo paradójico sino insultante para los verdaderos demócratas, es que se trate de cargar sobre la idea republicana la nota separatista o desintegradora. Precisamente el actual sistema de jefatura de Estado no representativa, plasmada en un monarquismo basado en la elección del gobierno por un Parlamento que a su vez resulta elegido a través de un sistema proporcional de listas de partido, lleva inevitablemente a pactar con los nacionalistas, asegurando mayorías absolutas sin las cuales no se puede llegar a gobernar. Esta situación es la principal culpable de un irremisible proceso de centrifugación del Estado a base de continuos pactos de transferencias competenciales, ya sea por ley ad hoc o estatutariamente, en atención a conseguir la deseada e imprescindible «estabilidad de gobierno», tercera de las razones de Estado.
La unidad de España como garantía de la igualdad entre gobernados sólo se puede mantener cabalmente mediante un sistema de representantes elegidos mayoritariamente por los ciudadanos por el más elemental principio de «un hombre, un voto», independientemente del lugar donde residan, legitimando la integridad del Estado mediante una jefatura presidencial elegida en sufragio de todos los mayores de edad y mediante la aplicación de las normas por órganos judiciales realmente independientes de todo mandato político de los partidos.
A la UE no le importa España
A la UE no le importa el desastre económico de España, al revés, favorece que las empresas europeas puedan comprar a precio de saldo en España.
La UE debe pagar un precio político con un cambio en España de la partidocracia a la democracia.
Juan Martínez y Antonio García-Trevijano Forte, 24 de enero del 2012.
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Música: Jota. Canción popular. Manuel de Falla.
«Puedo prometer y prometo»
«Pero también puedo no cumplir»
A consecuencia de los acuerdos entre el PSOE y distintos partidos se ha producido la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno. Muchos se quejan porque el propio Pedro Sánchez ha hecho lo contrario de lo que prometía en la campaña para las votaciones del 23-J. Como si aún no se hubieran enterado de que eso es lo que hacen todos…
En efecto, durante toda la campaña y ya desde la precampaña, aseguraba el candidato —día sí, día también— que «negociar una amnistía es contrario a la Constitución». Como se puede comprobar, esto no es una opinión, sino que es algo que está demostrado: hechos, y lo hemos visto en todos los medios.
Indignarse por el hecho de que Pedro Sánchez no cumpla su palabra es no saber de qué pasta está hecho (al igual que lo están todos los políticos de este régimen; esta pseudodemocracia: una casta aferrada al poder del Estado, que ha convertido a la mayoría de los gobernados en aplaudidores a su servicio.
Muchos se indignan porque «hace lo que le da la gana». La razón de que esto sea así es sencilla: lo hace porque puede. Porque con vuestros votos, todos cuantos acudís a las urnas y depositáis la papeleta, le habéis dado ese poder. ¡Sí!, se lo habéis dado. Aunque muchos no lo sepáis, y aunque ésa no fuese vuestra intención.
Pero no vayáis a creer que ese poder se lo han dado sólo los que le han votado.
¡De ninguna manera! Ese poder cuasi absoluto se lo habéis dado todos cuantos vais a llenarles las urnas (apoyando a esta clase dirigente que tenemos en España), sin daros cuenta de que sólo estáis dando un cheque en blanco. Da igual a quién deis vuestro voto. Sí. El/los que más votos coseche/n, hará/n de su capa un sayo.
Y es así, porque —con este sistema proporcional de votaciones— con el voto nada se elige, sino que únicamente se corrobora lo que han determinado los que mandan en los partidos (que son los únicos que eligen) al hacer las listas.
De este modo, a los gobernados —cual si de individuos inmaduros se tratara, que necesitan ser tutelados— para emitir su voto, sólo se les permite corroborar una lista. Lista que ha sido elaborada por las élites de los partidos.
Es por eso que el voto (con este sistema proporcional) no es sino un cheque en blanco con el que quienes más votos cosechan (insisto) —sea uno o varios partidos— convertidos en manada del Estado, adquieren todo el poder. Y con ese poder conforman el Gobierno (poder ejecutivo), dominan el Parlamento (poder legislativo) y colocan a sus peones para tener la mayoría en los órganos de la Administración de Justicia (poder judicial). Para que luego nos hablen de separación de poderes.
En España no existe la separación de poderes. Existe, sí, una separación de funciones (igual que en el franquismo), pero un solo poder. De ahí que el/los que manda/n (al tener en sus manos todo el poder) se constituyen en un poder sin control posible.
Para que exista separación de poderes —y así se pueda controlar al poder—, es necesario que al Parlamento (poder legislativo), y al Gobierno (poder ejecutivo), se les elija de manera separada. Es la única forma de que ambos tengan la misma cantidad (y calidad) de poder y de que ninguno de ambos tenga poder sobre el otro (este concepto —descubierto por Montesquieu— lo desarrolla Antonio García-Trevijano en su obra magistral, Teoría pura de la república constitucional).
La mencionada separación de poderes se justifica en la necesidad de que uno de los poderes (el de hacer las leyes) pertenece a la nación —para poder ser un pueblo libre—, y el otro poder (el de hacer que las leyes sean cumplidas) se deposita en el Estado (conjunto de órganos y mecanismos que asumen la personalidad jurídica de la nación), cuyo brazo ejecutivo es el Gobierno.
Ambos, pues: Ejecutivo y Legislativo, han de ser elegidos (en origen, no de manera indirecta) por los gobernados, y de manera separada: por una parte, al Gobierno, y por otra a los diputados (Parlamento). Pero, para que dichos diputados sean —de verdad— nuestros representantes, es imprescindible que la elección sea por distritos. Un diputado por cada distrito (diputado de distrito). Esta es la única manera de que se cumpla el Principio de la Representación Política: el elector elige a una persona (y no corrobora una lista donde ya están todos elegidos).
En cuanto al tercero de los poderes del Estado: la Justicia, el poder de juzgar (y dictar sentencia) para que nadie escape al imperio de la ley (Montesquieu define este poder como presque nul, casi nulo), cuyo verdadero poder se concreta en ser independiente de los otros dos poderes.
Éstas son las condiciones que deben cumplirse para que un sistema pueda ser considerado democrático. Y como se ve, España adolece de estas condiciones. Por esta razón, asistimos a una degradación y a una decadencia sistémica, en la que el despotismo y la arrogancia de las clases dirigentes —las oligarquías— nos están subyugando bajo esta vergonzante tiranía de los partidos.
Y ahora muchos protestan contra la arbitrariedad que supone hacer una ley de amnistía —a la medida de sus intereses—, que no sólo perdona una retahíla de graves delitos (el perdón —en sí mismo— sería indulto), sino que se concreta en la extinción del propio delito; es decir, que cuando esos reos sean absueltos (ego, Estado, te absolvo) y vuelvan a hacer lo mismo —que lo volverán a repetir (sin duda)— ya no estarán cometiendo ningún delito. Por lo que no faltarán descerebrados que se apresuren a declarar nuestra (micro) república independiente. Imagínese el lector. Tras Cataluña, Murcia, Asturias, La Rioja, Extremadura, Madrid… ¡Qué alegría! ¿No?
De esa manera, España dejaría de existir. Y quién nos dice que a continuación, Marruecos —aprovechando la coyuntura— no pudiera reeditar La Marcha verde y apropiarse de Ceuta, Melilla, Canarias… Y ya puestos, ¿por qué no de Al-Andalus? (Téngase en cuenta que Al-Andalus llegó hasta más allá de Zaragoza).
El caso es que, ante la encrucijada en la que nos encontramos, algunos se harán la inevitable pregunta: qué hacer. Para responder a esta cuestión, lo primero que hay que comprender es que desde «el 78 para acá» cada proceso de votaciones (que no elecciones) ha llevado al poder a un presidente que (excepto para su parroquia) ha hecho bueno a su predecesor: González (con los GAL) hizo bueno a Suárez: nada más —¡y nada menos!— que el secretario general del Movimiento Nacional (el partido de Franco). Aznar (con la Guerra de Irak) hizo bueno a González; Zapatero (con el 11-M) hizo bueno a Aznar; Rajoy (con el 155) hizo bueno a Zapatero, y Sánchez (con la amnistía) ha hecho bueno a Rajoy. Conque, va a ser muy difícil imaginar cómo será el próximo (el que haga bueno a Sánchez). No sé, como no lo evitemos, sólo se barrunta un abismo.
Y comprendido esto, a ese qué hacer sólo puede responderse: dejar de apoyar. Basta con dejar de apoyar al tirano, para que —cual gigante con pies de barro— su poder se desvanecerá (Étienne de La Boétie, en el Discurso de la servidumbre voluntaria).
Sí. Si la mayoría se abstuviese de ir a llenarles las urnas, con una abstención activa que superase ampliamente el 50% del electorado, la sociedad civil (nosotros: la nación), conseguiríamos deslegitimar esta tiranía a la que nos está abocando la clase dirigente. Y —nosotros: la nación— estaríamos en condiciones de exigir que se vayan a su casa todos. Y poder iniciar el camino hacia una verdadera democracia.
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https://www.ivoox.com/rlc-es-posible-reforma-regimen-audios-mp3_rf_6588858_1.html
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