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lunes 22 diciembre 2025
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Política y moral: responsabilidad y veracidad

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En una sociedad donde reina la confusión entre moral y política, es necesario restablecer con precisión el significado de dos pilares del alma pública: la responsabilidad y la veracidad. Ambas se manifiestan en dos planos distintos —el moral y el político—, pero no por ello separados, pues existe entre ellos una tensión fecunda, una correspondencia que da sentido a la acción cívica del ciudadano consciente, lo que en rigor llamamos repúblico.

En la vida privada, la veracidad es una virtud individual. No responde a una obligación jurídica ni a un deber político, sino al ejercicio de la conciencia recta: la capacidad del individuo de asumir la verdad como forma de integridad. Esta veracidad moral nace de la responsabilidad que cada uno asume ante sí mismo y ante los demás, no por coacción externa, sino por fidelidad al propio juicio y a la palabra dada.

Pero esta responsabilidad, aunque digna, es frágil. Se mantiene por fuerza de carácter o educación, pero no encuentra respaldo institucional. Mantener la integridad moral en un régimen que normaliza la mentira convierte lo natural en excepcional. Lo que debería ser espontáneo —decir la verdad, obrar con rectitud— exige esfuerzo, y cuando se manifiesta abiertamente, incluso despierta extrañeza.

En el plano público, la veracidad no puede quedar reducida a una opción moral. En los regímenes de partidos —como el español— esta relación entre verdad y responsabilidad queda pervertida por la estructura misma del poder. La mentira no solo es tolerada: es funcional. No hay responsabilidad política porque no hay representación del ciudadano. Los partidos imponen sus listas sin control del elector, y el legislativo es una simple prolongación del ejecutivo. Gobernar consiste en ocultar, simular y negar. El sistema premia la obediencia interna al partido y castiga la sinceridad. La corrupción no es una desviación: es el metabolismo natural del Estado de partidos. El ciudadano, sin posibilidad de elegir a su representante ni de revocarlo, está excluido de toda capacidad de exigir responsabilidades.

Solo en la república constitucional puede la veracidad imponerse como regla de la vida pública. No porque los hombres se transformen, sino porque las reglas sí lo hacen. La separación de poderes en origen y la representación mediante elección uninominal obligan a los gobernantes a responder ante sus electores. Quien miente o traiciona, cae. La responsabilidad deja de ser un ideal moral para convertirse en una condición práctica de permanencia en el cargo. Esta estructura institucional no garantiza virtudes personales, pero crea incentivos para que sean las personas veraces las que accedan a funciones de gobierno. Y con ello, favorece que la veracidad natural —la que nace del orgullo de hablar con verdad— no quede ahogada por la impunidad.

La libertad política colectiva —cuando existe— crea las condiciones para que la veracidad se convierta en norma social y política. La libertad no sólo permite decir la verdad; obliga a ello. En un sistema de libertad política, donde el poder está separado en origen y el ciudadano elige a sus representantes en elecciones verdaderas (unipersonales, con representación, sin listas), la mentira sistémica no puede sostenerse como forma de gobierno. La verdad se vuelve práctica, no sólo ideal.

El egoísmo de la libertad

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La conclusión política a toda una vida entregada a la conquista de la libertad política colectiva.

Extraído de la conferencia en Gijón de marzo del 2016.

Referencia a Wilhelm Dilthey.

Fuentes:
Radio libertad constituyente: http://www.ivoox.com/rlc-2016-03-11-conferencia-gijon-brigadas-la-audios-mp3_rf_10765309_1.html

Música: Largo. Concierto para cuatro clavicordios. BWV 1065. J.S.Bach.

Carta X: Las raíces y los misiles

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Estimado lector:
‘Cartas persas’ se publica en la revista del MCRC Diario de la República Constitucional, fundada por Antonio García-Trevijano, arquitecto de la teoría pura de la democracia. Inspirada en Montesquieu ―cuya separación de poderes Trevijano llamó «alma de la libertad»―, esta columna presenta a un sheij iraní que observa Occidente con ironía coránica y rigor constitucional. Sus cartas, herederas del espíritu crítico de ambos pensadores, desvelan las falsas democracias donde el poder se disfraza de ley.

Sobre bibliotecas quemadas, presidentes asesinados y el aire envenenado que todos respiramos.

Querido Usbek, bajo el olivo que plantó Saadi en Shiraz:

Hoy, mientras cenizas de Natanz nublaban la luna, desenrollé un pergamino olvidado: el discurso de John F. Kennedy en la Universidad Americana (10 de junio de 1963). «¿Qué clase de paz busco? No una Pax Americana…». ¡Qué lejos está Occidente de estas palabras! Netanyahu —ese Herodes con cronómetro helvético— quema bibliotecas vivas mientras los neoconservadores brindan con champán. Kennedy comprendió lo que estos farangis desprecian: la quietud de los cañones no basta; se requiere el coraje de domeñar la arrogancia humana.

En este espejo roto de Kennedy y los asesores del abismo, recuerdo sus palabras grabadas con sangre tras Cuba: «Eviten confrontaciones que obliguen al adversario a elegir entre retirada humillante o guerra nuclear». Hoy, Israel arrincona a Persia: su «Operación León Ascendente» busca esa elección perversa. Mientras Salami y Bagheri yacen fríos, los halcones de Tel Aviv susurran: «¡Que Irán responda! Necesitamos mártires para recuperar nuestro manto de víctimas». El paralelo es atroz: como en Bahía de Cochinos, la CIA tejió esta farsa. Negociaciones en Omán (¡el domingo brindarían con Vitkov, enviado de EE.UU.!) fueron cortina de humo. Inspectores de la OIEA —arcángeles convertidos en buitres— certificaron «paz» horas antes de que las bombas-taladro colapsaran Natanz. ¡Hasta científicos en pijama fueron masacrados en sus lechos! Trump confiesa: «Nos avisaron…» (¡mentira de sastres!), mientras Graham tuitea «Recen por Israel». ¿Rezar por quien quema cunas?

En la sabiduría ahogada por el silencio europeo, Kennedy clamaba: «Examinemos nuestra actitud hacia la paz». Hoy, diplomáticos en Ginebra mascullan «desescalada», entre caviar, pero niegan el diálogo como herejía. ¿Cuándo llamó un canciller europeo a Teherán? Prefieren teatro: lágrimas de diseño en la ONU mientras vetan condenas con manos manchadas de petróleo. El presidente elogiaba al pueblo ruso: «Celebremos sus logros contra el nazismo». Hoy, Europa borra 27 millones de muertos soviéticos. Irán, tras matar a Soleimani, bombardeó una base vacía: gesto de caballerosidad. Israel convierte niños carbonizados en «daños colaterales». Kennedy advertía: «La hostilidad retórica es un lujo mortal». Europa responde con Guterres balbuceando «¡calma!» mientras los buitres preparan su veto.

Al contemplar el jardín de Kennedy con sus raíces arrancadas, recuerdo que en 1963, él y Kruschev firmaron la prohibición nuclear tras rozar el abismo y comprender que eran socios. Hoy, Netanyahu dinamita ese legado. Mientras misiles caen, Occidente repite: «Israel tiene derecho a defenderse». ¿De qué? ¿De las protestas en París y Roma que inundan sus pantallas? El presidente fue claro: «Al definir nuestro objetivo, damos esperanza». Los neoconservadores solo definen blancos: Irán era el «séptimo país de su lista». Convirtieron la tierra de Hafez en laboratorio de su suicidio. En Washington celebran: ¡Por fin su guerra! Olvidan: «Provocar elección entre humillación y aniquilación nuclear es desear la muerte del mundo».

En este epílogo del aire que nos envenenan, Kennedy decía: «Todos respiramos el mismo aire». Hoy, Occidente lo contamina con drones. Cuando el polvo se asiente, solo quedará:

Los pueblos que entierran a sus Kennedy,
se condenan a ser gobernados por Netanyahu.

«كُلَّ مُتَكَبِّرٍ جَبَّارٍ»
*(Toda arrogancia será humillada – Corán 40:35)*

Desde el jardín donde las raíces de Kennedy brotan entre escombros de misiles,
Sheij Rashid al-Hamadani.


Las opiniones aquí expresadas pertenecen al personaje ficticio, no a sus autores reales ni al equipo editorial. La ironía es un puente, no un muro.

Los fontaneros

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En esta monarquía de partidos, se llama fontaneros a esos individuos que, en la sombra, manipulan, reparan, desatascan y, sobre todo, encubren las actividades de estos, generalmente fuera de la ley. Son los técnicos del poder: operadores políticos cuya función no es servir al gobernado, sino mantener la ficción de legalidad y estabilidad de una arquitectura política que no es democrática.

En esta oligarquía donde el partido es parte del Estado, donde no hay elección de los titulares del poder sino una ratificación ciega de listas, la figura del fontanero se hace no sólo necesaria, sino estructural. El fontanero partidista es el agente del encubrimiento. Es el que filtra a los medios lo que interesa al aparato; es quien destruye documentos comprometedores; es el que negocia en reservados de restaurantes los pactos de impunidad entre formaciones que fingen enfrentarse en público pero son cómplices en privado. Es quien impide que afloren los escándalos cuando aún están en gestación, y cuando estallan, es el que controla la fuga para que el daño sea limitado, que no parezca sistémico.

Necesariamente, sus cualidades mejor valoradas deben ser la carencia de principios y la discreción. Su fidelidad es para la maquinaria del partido. Son la correa de transmisión en el engranaje del consenso, esa palabra sagrada del régimen que, lejos de significar acuerdo entre ciudadanos, implica pacto entre cúpulas para repartirse el botín del Estado.

La existencia y el poder de los fontaneros no es un accidente, sino una consecuencia inevitable de la falta de democracia. Porque donde no hay separación de poderes, donde no existe un poder legislativo independiente del ejecutivo, donde los diputados no responden ante sus electores sino ante su jefe de filas, el control del poder no se ejerce por los gobernados, sino por redes internas de fidelidades y chantajes. Es ahí donde el fontanero actúa: donde hay podredumbre estructural que requiere ser encubierta.

No es necesario que haya un nombramiento formal. El fontanero no tiene si quiera por qué estar apuntado al partido necesariamente. El régimen los selecciona de manera natural: son los fieles, los discretos, los inmorales útiles. Exministros reciclados, periodistas domesticados, exjueces entregados al partido, altos funcionarios que se deben al escalafón más que a la ley, o el más cutre fanático de base. Da igual. Pueden nadar tanto en una sede de partido como en despachos, consultoras, fundaciones, grupos de presión o en redacciones. Son la arteria oculta por la que fluye el verdadero poder, más allá de urnas y eslóganes. La prueba del nueve de su carácter institucional tácito es que los medios y políticos de la situación critican con falso escándalo sus actuaciones concretas cuando son descubiertas, no su existencia, que normalizan sin rubor. Es el clásico «robar no es malo, lo malo es que te pillen».

Carta IX: Cóctel Molotov con sombrilla de papel

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Estimado lector:
‘Cartas persas’ se publica en la revista del MCRC Diario de la República Constitucional, fundada por Antonio García-Trevijano, arquitecto de la teoría pura de la democracia. Inspirada en Montesquieu ―cuya separación de poderes Trevijano llamó «alma de la libertad»―, esta columna presenta a un sheij iraní que observa Occidente con ironía coránica y rigor constitucional. Sus cartas, herederas del espíritu crítico de ambos pensadores, desvelan las falsas democracias donde el poder se disfraza de ley.

A mi venerable hermano Sheij Yazid al-Rashid, que la sabiduría del Profeta ilumine tus reflexiones en Isfahán:

Desde el Café Pushkin de Moscú —donde el té hierve con más dignidad que los cancilleres occidentales— contemplo este circo apocalíptico. Un joven ucraniano, rostro ajado por la guerra, me susurró anoche: «Antes temía las bombas. Ahora temo los titulares». ¡Oh, noble Usbek! Occidente ha convertido la geopolítica en un reality show dirigido por dementes: celebran ataques a silos nucleares como si fuesen likes en Instagram, mientras entierran setenta años de diplomacia bajo el cemento de su arrogancia. Recordé entonces al sabio Ibn Khaldun: «Todo imperio cava su tumba con las uñas de su soberbia».

¿Qué genio perverso concibió atacar bombarderos estratégicos rusos —vigilados por satélites bajo viejos pactos— usando inteligencia occidental? La CIA y el MI6, esos payasos trágicos del siglo XXI, operan con la discreción de un elefante en una mezquita. Mientras, senadores como Lindsey Graham brindan con champaña y los medios corean: «¡Estrategia maestra!». Olvidan que la disuasión nuclear se sustenta en una regla sagrada: nunca profanar los arsenales del adversario. Al violarla, Occidente no solo incendia los últimos tratados (ABM, INF, New START), sino que lanza un mensaje demente: «La estabilidad global es un meme obsoleto». Rusia, herida en su santuario estratégico, evoca las palabras de mi abuelo pastor: «Provocar a un oso en su guarida solo tiene un final: o cenas con él, o él cena contigo».

Tras 1991, Washington se coronó dueño del cosmos. Abandonó pactos como niño rompiendo juguetes: guerras en Iraq, golpes en Latinoamérica, sanciones como confeti. Europa, su perro faldero con corbata, ladra a coro. El resultado es un pacifismo zombi que clama «¡paz mediante la rendición rusa!» —como si Avicena recetase lejía para curar el cáncer—. Macron, Scholz y Starmer —tres títeres cuyos índices de aprobación huelen a alacrán en zapato— imponen políticas que sus pueblos detestan. ¿La razón? El Deep State: hidra de tecnócratas, banqueros y generales que opera en las sombras. La CIA —auténtico Estado Islámico de Occidente— planea guerras mientras Trump mira en silencio, traicionando su promesa de “paz”.

Lo más grotesco es la demonización del diálogo. Ser “pro-Ucrania” exige aplaudir como foca amaestrada; criticar, te convierte en “traidor putinista”. Los medios repiten el síndrome de Múnich: «¡Diplomacia = apaciguamiento!». ¡Como si Kissinger fuese un influencer new age! Mencionar las preocupaciones de seguridad rusas —o iraníes, o chinas— es herejía. Occidente reduce la complejidad geopolítica a caricaturas: el Malvado de turno (antes Saddam, ahora Putin) debe ser aniquilado, nunca comprendido. Mientras, la teoría de juegos —esa sharia de economistas iluminados— justifica no hablar con el “enemigo”: «¡Basta calcular sus movimientos!». Ironía cruel: ese cálculo los lleva al precipicio mutuo.

El núcleo de esta demencia es una psicosis histórica: EE.UU. cree que la hegemonía es eterna. Heredó de Gran Bretaña el mito del «imperio donde nunca se pone el sol», pero añadiendo ojivas nucleares. Atacar las fuerzas rusas no es “valentía”: es prender fuego a la barba de un gigante dormido. Mientras, China e Irán observan, calculando que Occidente es un suicida con lanzallamas: peligroso, pero obsesionado con su autodestrucción. Los verdaderos sabios —los Kennan, los Gorbachov— fueron reemplazados por barbies y kens geopolíticos educados en TikTok. El resultado: el Reloj del Juicio Final marca 90 segundos para la medianoche, y en el Pentágono lo usan de salvapantallas.

Rumi escribió en El Masnavi: «Las hormigas no temen al elefante… hasta que pisa su hormiguero». Occidente baila sobre un volcán nuclear, convencido de su invulnerabilidad. Pero la historia enseña que los imperios mueren igual: ahogados en su soberbia. Cuando bombardearon a los aviones rusos, no hirieron a Putin. Hirieron al último guardián del tablero nuclear: el miedo mutuo que evitaba el fin. Ahora solo queda un camino: exigir que la diplomacia regrese de su exilio. O, como rezamos en Isfahán: «Que Alá nos proteja… especialmente de nuestros propios necios».

Que la paz sea contigo.
Sheij Ibrahim al-Hamadani.
Desde un banco en el parque Gorki, bajo cielos que aún recuerdan la sombra de Sputnik.

10 de Dhul-Hiyya, 1446.


Las opiniones aquí expresadas pertenecen al personaje ficticio, no a sus autores reales ni al equipo editorial. La ironía es un puente, no un muro.

Los fontaneros de los partidos

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Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 268 de «La lucha por el derecho» nos describe a los fontaneros de los partidos políticos.

Ortega y Gasset

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El MCRC tiene como finalidad que el pueblo español descubra y conquiste su propia libertad política.

El concepto subjetivo de nación del pensador Ortega y Gasset es culpable de la creencia de que la nación española sea un proyecto.

España sufre las consecuencias de no haber roto con el franquismo.

Fuentes:
Radio libertad constituyente: http://www.ivoox.com/rlc-2017-10-10-la-no-independencia-audios-mp3_rf_21378296_1.html

Música: Canto gitano, Capricho español, Rimsky-Korsakov

El MCRC vuelve a la Feria del Libro: ideas, entrevistas y debate ciudadano

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El pasado domingo 8 de junio, bajo el sol característico de este mes y con el bullicio habitual de la Feria del Libro de Madrid, el MCRC volvió a estar presente en la entrada del Parque de El Retiro, llevando una vez más su mensaje de libertad política a los asistentes del recinto.

La mesa informativa del MCRC fue punto de encuentro para muchos curiosos, lectores y ciudadanos interesados. Este año, además de repartir folletos y conversar con los transeúntes, se realizaron entrevistas en vídeo a personas del público, creando momentos de reflexión sobre temas clave sobre los que la ciudadanía necesita ahondar: la democracia formal, la representación política y la separación de poderes.

Durante el día, las conversaciones se mezclaron con las entrevistas y la promoción de los libros y la obra de teatro Patología de la Transición. Los asociados del MCRC, como siempre voluntarios, atendieron con cercanía y claridad a quienes se acercaban con preguntas o simplemente con ganas de hablar.

Agradecemos profundamente a todos los visitantes que participaron en las entrevistas o se detuvieron a compartir unos minutos de reflexión. También extendemos nuestro reconocimiento a los asociados que, con su esfuerzo y compromiso, hicieron posible esta jornada de siembra cultural e intelectual.

¡Nos vemos en las próximas actividades del MCRC!

Virilidad republicana

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En estos tiempos donde la confusión entre el rigor de los principios irrenunciables y las caricaturas reaccionarias se difunde con insólita facilidad, conviene rescatar conceptos fundamentales del ámbito moral y político, como la virilidad, despojándolos de la pátina machista que la sociedad degradada les ha impuesto. Lejos de ser una expresión de dominación masculina o una exaltación del género, la virilidad, correctamente entendida, es una virtud cívica. No pertenece al hombre por su sexo, sino al ser humano libre por su carácter.

La virilidad, en su acepción clásica, es el coraje para decir la verdad, la dignidad para mantenerse firme frente a la injusticia, y la energía para resistir el envilecimiento del poder. Esta virtud no es patrimonio de un género, sino de una voluntad que no se somete. Mujeres como Hypatia, Olympe de Gouges o Clara Campoamor han mostrado más virilidad que muchos generales envueltos en medallas de papel.

En la política de los pueblos esclavos —como España desde 1978, secuestrada por el consenso oligárquico de la monarquía de partidos—, la virilidad se ha confundido con la astucia del cínico, con el descaro del corrupto o con el grito del demagogo. Pero el político viril, en su sentido moral y republicano, no busca someter al adversario ni engañar al pueblo: busca la verdad, incluso cuando le perjudica.

No hay virilidad política donde no hay libertad constituyente. ¿Qué virilidad puede haber en un Parlamento que no legisla, sino que administra lo ya pactado por los partidos del Estado? ¿Qué virilidad cabe en una nación cuya ciudadanía ha sido reducida a clientela electoral? No es viril el político que acata el poder impuesto, sino el gobernado que lo enfrenta para construir una libertad colectiva.

Se equivoca el feminismo institucional cuando combate la virilidad como si fuera sinónimo de machismo, del mismo modo en que se equivoca el conservadurismo reaccionario al convertirla en símbolo de testosterona sin ética. Ambos polos ignoran que la virilidad auténtica —la que defendía Séneca, la que admiraba Cervantes en Don Quijote— es la fuerza interior que se alza contra la mentira y el conformismo.

El viril no es quien manda, sino quien no se deja mandar por lo innoble. Así, cualquier mujer, cualquier joven, cualquier ciudadano que decide no pactar con la mentira y vivir en la verdad política, ejerce esa virilidad ética que tanto necesita nuestra sociedad desmoralizada.

La república —la verdadera, la que no se proclama en banderas sino en actos de libertad colectiva— necesita de ciudadanos viriles. No de soldados ni de mártires, sino de hombres y mujeres que no teman a la soledad de la disidencia ni al desprecio del poder. Pues solo la virilidad entendida como virtud civil puede alumbrar una democracia, fundada no en cuotas de poder sino en la dignidad de la verdad.

Virilidad republicana

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Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 267 de «La lucha por el derecho» nos habla del concepto de la virilidad en el terreno de lo político y como virtud cívica.

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