En estos tiempos donde la confusión entre el rigor de los principios irrenunciables y las caricaturas reaccionarias se difunde con insólita facilidad, conviene rescatar conceptos fundamentales del ámbito moral y político, como la virilidad, despojándolos de la pátina machista que la sociedad degradada les ha impuesto. Lejos de ser una expresión de dominación masculina o una exaltación del género, la virilidad, correctamente entendida, es una virtud cívica. No pertenece al hombre por su sexo, sino al ser humano libre por su carácter.

La virilidad, en su acepción clásica, es el coraje para decir la verdad, la dignidad para mantenerse firme frente a la injusticia, y la energía para resistir el envilecimiento del poder. Esta virtud no es patrimonio de un género, sino de una voluntad que no se somete. Mujeres como Hypatia, Olympe de Gouges o Clara Campoamor han mostrado más virilidad que muchos generales envueltos en medallas de papel.

En la política de los pueblos esclavos —como España desde 1978, secuestrada por el consenso oligárquico de la monarquía de partidos—, la virilidad se ha confundido con la astucia del cínico, con el descaro del corrupto o con el grito del demagogo. Pero el político viril, en su sentido moral y republicano, no busca someter al adversario ni engañar al pueblo: busca la verdad, incluso cuando le perjudica.

No hay virilidad política donde no hay libertad constituyente. ¿Qué virilidad puede haber en un Parlamento que no legisla, sino que administra lo ya pactado por los partidos del Estado? ¿Qué virilidad cabe en una nación cuya ciudadanía ha sido reducida a clientela electoral? No es viril el político que acata el poder impuesto, sino el gobernado que lo enfrenta para construir una libertad colectiva.

Se equivoca el feminismo institucional cuando combate la virilidad como si fuera sinónimo de machismo, del mismo modo en que se equivoca el conservadurismo reaccionario al convertirla en símbolo de testosterona sin ética. Ambos polos ignoran que la virilidad auténtica —la que defendía Séneca, la que admiraba Cervantes en Don Quijote— es la fuerza interior que se alza contra la mentira y el conformismo.

El viril no es quien manda, sino quien no se deja mandar por lo innoble. Así, cualquier mujer, cualquier joven, cualquier ciudadano que decide no pactar con la mentira y vivir en la verdad política, ejerce esa virilidad ética que tanto necesita nuestra sociedad desmoralizada.

La república —la verdadera, la que no se proclama en banderas sino en actos de libertad colectiva— necesita de ciudadanos viriles. No de soldados ni de mártires, sino de hombres y mujeres que no teman a la soledad de la disidencia ni al desprecio del poder. Pues solo la virilidad entendida como virtud civil puede alumbrar una democracia, fundada no en cuotas de poder sino en la dignidad de la verdad.

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