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sábado 20 diciembre 2025
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VERDAD = LIBERTAD

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El sentido común y el pensamiento tradicional se resisten a creer que sea posible identificar la verdad con la libertad. No sostengo aquí que la equiparación de estos dos valores, de diferente campo de aplicación, tenga dimensión ontológica o universal. Me limito a examinar esa cuestión en la esfera de lo político y de la política. Y ahí he llegado a descubrir con alegría que la verdad, en la relación de poder entre gobernantes y gobernados, entre Estado y Sociedad, está en la libertad que la fundamenta.

Verdad política y libertad política son una sola y misma cosa. Lo cual implica que si a la verdad se llega por el conocimiento de la inteligencia, a la libertad también. Esto es más revolucionario que cualquier ideología de la voluntad de poder. El problema consiste en cómo hacer posible que la sociedad acceda al conocimiento de la verdad política, del mismo modo que llega a las verdades científicas. Y es aquí donde la unidad de conocimiento, llamada epistemológica, se hace condición de la verdad y de la libertad. La oposición al conocimiento unitario de la verdad política la constituyen las ideologías, en tanto que son veladuras de la objetividad y visiones parciales de la totalidad social.

El idealismo griego identificó las nociones de verdad, belleza, bondad y libertad, en la suprema expresión del orden cosmético del universo y en la esencia de lo humano. Pero la radical separación del empirismo entre naturaleza y moralidad, junto al dualismo cartesiano (mente-mundo exterior), dejaron a la libertad colectiva de la humanidad, salvo en la ética de Spinoza, sin fundamentos en la naturalidad.

La verdad de la inteligencia cognoscitiva de la materia era el espejo mental de la Naturaleza. La libertad de la voluntad electiva del espíritu era la fuente de la moralidad. El pensamiento materialista, incluso el marxista, no podía unir la libertad política a la verdad social. Si ésta se determinaba en última instancia por las relaciones de producción, aquélla solo podía ser ilusión colectiva y privilegio real de los señores del mercado.

La filosofia ha tratado de buscar la virtud trascendental que realice, en la vida práctica, la identificación de la verdad con la libertad. Platón y Aristóteles la encontraron en la nobleza del hombre sabio, justo y honrado, en la síntesis ética-estética que realiza la unión de lo bello y lo bueno (kalokagathía), en cuya virtud el poder se justifica por su función educativa en la verdad y no en la obediencia. En esa unión encontraron los griegos “el principio supremo de toda voluntad y de toda conducta humanas, el ultimo motivo que actúa movido por una necesidad interior y que es al mismo tiempo el móvil de cuanto sucede en la Naturaleza, pues entre el cosmos moral y el cosmos físico existe una armonía absoluta” (Jaeger).

El “hiperhombre” de Luciano y el “superhombre” de Zaratrusta, aunque sean, a mi parecer, tipos ejemplares derivados de la “kalokagathía”, no sobrepasan la dimensión personal de aquella virtud ideal griega, como tampoco la supera el ideal de vida auténtica en la filosofía existencial, salvo en la noción de libertad del último Heidegger, que la fundamentó en la verdad (“De la esencia de la verdad”, 1943), cuando dejó de estar obsesionado con el Dasein existenciario, con el hecho irremediablemente dado de estar-en-el-mundo.

Más que en la correspondencia entre la mente y la cosa, la verdad consiste, como pensaron los griegos, en un descubrimiento. En la cosa social existe verdad y falsedad. Mientras esta encubre la degeneración en el estado del ser social, aquella la descubre. Y lo descubierto permite que se descubra porque la cosa social está abierta, mucho más que la Naturaleza, al conocimiento de la verdad, por su homogeneidad con la libertad del espíritu que la encuentra. Un conocimiento creador, pues la libertad de pensamiento que descubre la verdad la convierte en verdadera, es decir, en verdad realizable en el mundo, al modo como la verdad científica se verifica como verdadera en la ciencia aplicada y en la tecnología. Pero la verdad política solo se puede patentizar como verdadera si la libertad de expresión la difunde en su integridad, tal como es, haciéndola presente y, en consecuencia, deseable.

Heidegger pensó que la verdad es la libertad, porque veía en la apertura de la cosa a su conocimiento una cierta liberación, una entrega previa de la materia social a la esencia de la verdad. Lo cual presupone la existencia de un tipo de libertad que no expresa decisiones de la voluntad. Un tipo de libertad que no posee el hombre, sino que lo posee.

Pero el pensamiento de Heidegger no podía identificar la verdad política con libertad política. La idea de liberación -en la apertura del ser social al conocimiento de la verdad- presupone una acción, voluntaria o intencional de la libertad que, por la lógica del consecuente, es posterior al conocimiento de la verdad.

Mi investigación sobre la identidad de la verdad con la libertad ha tratado de evitar el escollo psicológico y aristocrático de fundamentarla en alguna virtud trascendental, como los griegos, y el círculo vicioso de situarla en una previa y ontológica libertad objetiva del ser social, como Heidegger.

El fundamento de la identidad de verdad y libertad lo he buscado en un principio universal, que no es el de la utilidad a la especie humana, como creyó Nietzsche, sino el de la lealtad de la Naturaleza a lo natural, expresada en la homogeneidad de la forma con la materia a que inhiere, y en concreto, en la forma republicana que constituye con la libertad constituyente la materia política de la Sociedad y del Estado.

La verificación de este fundamento de la verdad política en la libertad política, la consideración de este tipo de libertad colectiva como lo único que es verdadero en la relación de poder, lo busqué en la experiencia histórica. Tanto en la del triunfo de la libertad (EEUU, Suiza), como en la de su fracaso español y europeo.

Y la trascendencia de la igualdad verdad-libertad está en que la realización de lo verdadero y lo libre depende más de la unidad de su conocimiento social, por medio de la difusión de la verdad descubierta, que de la voluntad de liberación de los que siendo siervos voluntarios se creen libres.

MITO DE LA UNIDAD

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El drama de la Libertad siempre ha tenido sus cantores fúnebres. Pero más fundamento histórico que la queja postrera de Madame Rolland, tendría el quejido de la ambición de unidad del poder político: ¡Unidad, Unidad, cuantos crímenes se han cometido en tu nombre!

La filosofia no se ha ocupado de analizar el fenómeno universal de la preocupación de unidad organizativa en las aspiraciones de poder de los partidos o movimientos políticos. Ha creído que ese tipo de unidad, eminentemente práctico, no es susceptible de ser teorizado o ideado, por depender de las circunstancias concretas que dictan, en cada caso, las estrategias unitarias. La reflexión política, limitada a distinguir entre unidad de organización y unidad de acción entre distintas organizaciones, ni siquiera ha vislumbrado que lo cuestionable no es el modo de conseguir la unidad, sino la unidad misma en tanto que bien político deseable.

Salvo en el conocimiento de la realidad (unidad epistemológica), en las movilizaciones bélicas defensivas (unidad ontológica) y en la ordenación de las fases y elementos de la acción emprendida (unidad lógica o congruente), ninguna experiencia histórica ha demostrado que la unidad de organización haya sido condición necesaria para lograr el propósito colectivo perseguido con ella. Lo que nos enseña la historia, el horror de la unidad totalitaria y el fracaso de la unidad consensuada, es que ambos tipos de unidad exigen el sacrifico de la libertad política.

La unidad política es un crimen o un fraude. El pluralismo no puede ser suprimido con la unicidad de los actores, ni siquiera en la fase constituyente de la libertad política. La Constitución del consenso predetermina la no libertad en lo constituido. Un prejuicio vulgar, como el de los mitos fundadores, considera que la unidad constituyente, la que fija las reglas del juego de poder de la libertad, al dar existencia libre al cuerpo político, alcanza la categoría de unidad ontológica, como en la unidad nacional determinada por la historia. Pero la comparación es incongruente.

La unidad nacional es una especie de unidad epistemológica, pues se deriva del conocimiento verdadero de la historia. No está ligada a la voluntad de hacer la nación, como pretenden todos los nacionalismos, sino a la inteligencia de entenderla y aceptarla como algo dado por una historia común. Mientras que la unidad de organización, en materia de poder, no es fruto de la inteligencia de un universal concreto, partido o movimiento, sino de la voluntad de suprimir las diferencias ideológicas, por miedo a la libertad política, mediante la equiparación de lo Uno al Todo. Una equiparación que siempre ha de ser forzada por la violencia institucional o por el fraudulento ardid del consenso.

El origen del mito de la unidad está en el inmovilismo y la permanencia de la realidad en la metafísica de Parménides. Quien opuso la verdad y certeza de lo Uno a la ilusión de lo Múltiple, que es el reino de lo opinable. Este mito conservador se repite en el idealismo platónico, donde se halla la reflexión que permite comprender el totalitarismo de la unidad: la idea realiza la unidad de lo múltiple, pues recoge y concentra la multiplicidad. Pero la dialéctica de la unidad en materia política no ha podido salir de ese círculo viciado, sin prescindir de la libertad. Por eso, aunque la idea de unidad política proceda de la experiencia, la experiencia de la historia reciente ha dejado de justificarla y la condena.

La fuerza psicológica del mito de la unidad es tan grande, tan extendido el principio indeterminado de que la unión hace la fuerza, que incluso llega a plantearse, de momento con timidez, en un movimiento político tan inteligente y generoso como el joven y esperanzador “Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional” (MCRC).

¿Debemos los repúblicos procurar la unión de los republicanos y los demócratas para alcanzar la potencia exigida para la apertura de un periodo de libertad constituyente? La respuesta parece obvia y no lo es. Pues sería inconcebible que para llegar a esa unión, el MCRC tuviera que transigir sobre los principios y valores que dan carácter científico a la única fórmula constitucional que garantiza la democracia y la libertad política.

Y si no transige, ¿cómo esperar, con ingenua inexperiencia de lo otro, que otras formaciones con ideas políticas diferentes, cuando no contrarias, renuncien a las diferencias que les dan significado distintivo y existencia vital?, ¿cómo pedirles que dejen de ser lo que son, aunque para nosotros sean ilusiones irrealizables?

En el concepto de unidad política hay que distinguir entre la unidad de los gobernados, y la unidad de los gobernantes. La primera exige la máxima aceptación por la sociedad civil de la forma de Estado y de Gobierno. Y esa es la preocupación fundadora de un MCRC, que se ha comprometido a no formar parte de la clase gobernante.

Como veremos en mi siguiente análisis, sobre el tipo de unidad política que tenemos el deber de procurar, la estrategia unitaria y las tácticas de unión ciudadana, en tanto que inspiradas en la libertad política de los gobernados, sin ambiciones de poder, dependen de la clase de referéndum popular que haya de elegir, y no solo ratificar, la Constitución de la forma de Estado y de Gobierno.

INICIATIVAS REPUBLICANAS

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Se acumulan noticias en los medios, sobre actuaciones del poder estatal y municipal, que quiebran la extendida ilusión de que la Monarquía de Partidos es defensora, cuando no promotora, de la libertad de expresión. La realidad del poder político que la sostiene niega de modo sistemático esta vulgar y falaz creencia.

Lo acontecido con la revista “El Jueves” y la emisora radiofónica de Cártama (Málaga), levanta los párpados de hierro de los que dormitaban el sueño de la encantación monárquica. Lo cual no significa que sea el despertar de la conciencia colectiva a las evidencias de la realidad política, pero sí el final de una ilusión, como diría Freud si no fuera interesada, mezquina y egotista.

Los Estatutos nacionalistas, la negociación gubernamental con ETA -sobre el derecho de autodeterminación del pueblo vasco- y la gran abstención electoral, comenzaron a erosionar la autoridad moral de una Monarquía que, habiendo sido impuesta por un dictador nacionalista, ni siquiera es capaz de garantizar la unidad de la conciencia nacional de España.

En mi discurso de abril de 2006, en el Ateneo de Madrid, afirmé que la cuenta atrás de la Monarquía había empezado, pero también advertí de que la futura República ya no advendría improvisadamente, para llenar el vacío monárquico, sino que vendría premeditadamente, cuando existieran republicanos capaces de idearla en la sociedad civil -fuera de los partidos estatales subvencionados por la Monarquía-, como solución definitiva al problema de España y de la libertad política.

Desde entonces, impulsé la creación del MCRC. Un movimiento de ciudadanos que me ha inspirado la formulación teórica de la República Constitucional, única forma de Estado derivada de la libertad política, y que se ha concretado en la formación de un sólido equipo de repúblicos capaces de emprender la difusión de esta nueva idea de la República, con un Diario digital, y dirigir todas las fases del proceso de construcción republicana.

Las noticias sobre otras iniciativas republicanas las juzgamos y valoramos en función de su valor destructivo de la ilusa ficción monárquica, o de su utilidad para desencadenar el inicio del proceso de construcción republicana en el seno de la sociedad civil. Un proceso demandado con apremio por la necesidad de garantías institucionales para consolidar la unidad nacional y la libertad política de todos los españoles.

Dentro del PC, un partido casi testimonial que apenas pasa del cinco por ciento de los votos expresados, o sea, un poco más del dos por ciento del censo electoral, se está formando una fracción, no sabemos si discrepante o concordante con la dirección del partido, para promover en la sociedad civil la sustitución de la Monarquía de Partidos por una República Federal de signo socializante.

Lo verdaderamente significativo del panfleto de los Ayuntamientos andaluces controlados por el PC, es que ni una sola vez menciona la necesidad de libertad política. Lo que indica la conformidad del PC con la oligarquía del Estado de Partidos, que desearía ver reproducida y acentuada con el predominio absoluto de las oligarquías financieras, comerciales, industriales y mediáticas en cada Estado de la Federación republicana. Y en cuanto a la demagogia igualitaria de la Constitución, se queda corta, en comparación con la que sirvió de anzuelo a la izquierda convencional para ser pescada por la Monarquía franquista.

Lo que importa de la propuesta republicana del PC no es el análisis de su contenido, a todas luces reaccionario por la pretensión de volver al pasado, sino la valoración política que merece para los verdaderos republicanos. A este fin debemos ponderar los elementos positivos y negativos que contiene, desde el punto de vista de la unidad de España, a la que desea romper definitivamente; de la libertad política, a la que ignora y teme; de la apertura de un periodo constituyente de la forma de Estado mediante referéndum popular, a la que apoyamos; y de la falta de pronunciamiento sobre la forma de gobierno, lo que implica su ratificación de la partitocracia en cada Estado federado.

Pero estaríamos ciegos ante la realidad del momento y situación de la Monarquía si, más allá de lo que dice o contiene el arbitrista panfleto de los once ayuntamientos comunistas, no viéramos o no calibráramos su trascendente función fraccionalista del PC, cuyo valor para el Régimen monárquico no viene de sus escasos votantes, sino de su aceptación por la gran burguesía como referencia última y legitimadora de la izquierda social. Sin el concurso del PC no habría sido posible la Transición, ni la consolidación del Régimen monárquico.

La dirección del PC es consciente de que a la Monarquía y al PSOE no les conviene que el partido comunista (IU) no alcance la cuota electoral que le permita ser un partido parlamentario. Pero se alarmó ante la posibilidad de que la reforma electoral que promueve el PP lo dejara fuera del Parlamento y de las subvenciones estatales.

Este temor explica la doble finalidad del panfleto. Cosechar los votos republicanos refugiados hoy en la abstención, para que IU supere la posible subida del listón, y asustar al “establecimiento” del Régimen monárquico ante el peligro de que el PC quede excluido del Parlamento. No importa saber si Alcaraz contó o no con la conformidad de Llamazares. Tanto en una hipótesis como en otra, la publicidad y el compromiso de los firmantes del panfleto republicano hacen inevitable la fracción del PC.

El MCRC rechaza todo el contenido del panfleto republicano, salvo la apertura de un periodo constituyente que defina con libertad política tanto la forma de Estado como la de Gobierno. Y en esa fase constructiva de la República no habrá una sola iniciativa política capaz de competir y vencer a la fórmula democrática y unitaria de la Republica Constitucional que presentará el MCRC. Mientras tanto bienvenidos sean todos los hechos, actos y acontecimientos que entrañen erosión de la Monarquía y la partitocracia.

PARTIDOS IN-EXISTENTES

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Desde el final de la guerra mundial, y en virtud de factores exógenos, los partidos políticos dejaron de ser lo que hasta entonces habían sido: elementos constituyentes de la sociedad política. Esta era la entidad intermediaria entre la sociedad civil, a la que los partidos interpretaban, simplificando aspiraciones colectivas de libertad y justicia, y el Estado, donde se incorporaban de modo transitorio, a través de su participación periódica en gobiernos y parlamentos. Su estudio no era materia de la teoría del Estado, sino de la sociología política.

Pero la concepción, naturaleza y función de los partidos ha cambiado por completo. Toda la excelente bibliografía del XIX sobre partidos políticos no tiene más utilidad que la de seguir empolvándose en las bibliotecas. Ni una sola de sus interesantes reflexiones es aplicable ya a los partidos actuales.

Al incorporarse de modo permanente al Estado, los partidos concibieron el mundo desde la única perspectiva que les permite contemplar su nueva situación de poder estatal. Transformando su naturaleza originaria, han devenido órganos funcionariales del Estado. La función política que antes desempeñaban la realizan los medios de comunicación y las empresas de encuestas sociales.

La antigua sociedad política, que no se puede confundir con el Estado, como hizo la filosofía marxista, ha sido suplantada por una sociedad mediática, que es la que hoy interpreta y simplifica necesidades o conveniencias de la sociedad civil.

Los medios de comunicación y las encuestas sociales son la única universidad de los partidos. Esa es la fuente de su cultura y de su programa de actuación política. Lo que no existe en la prensa o en la encuesta no existe en la realidad política que cuenta para los partidos. No se trata de una relación de jerarquía, sino de una simbiosis del poder partidista con las fuentes de la nueva riqueza mediática. Los medios de comunicación se enriquecieron desde que los fines del Estado pasaron a ser fines de los partidos.

Siempre se ha sabido que en determinados propósitos de acción continuada, los medios se transforman en fines. Sin esta especie de ardid de la razón capitalista no se habría producido, por ejemplo, la acumulación de capital industrial por los que dejaron de concebir su trabajo como medio de vida, convirtiéndolo en fin de su empresa.

Pero lo que ha sucedido a los partidos estatales no es la simple conversión del partido-medio (instrumento de la sociedad o de algunas de sus categorías sociales), en partido-fin de si mismo. Pues, enquistados en el Estado, los partidos no pueden perseguir finalidades que no sean las del orden estatal, del que son inevitablemente sus instrumentos ciegos.

La ley de la heterogonía de los fines, descubierta por Wundt en el campo de la psicología, ha sido aplicada a la moral y a la historia, para explicar como surgen nuevos fines en el curso de la realización de propósitos o de procesos que no los contemplaban. En concreto, esta ley justifica la divergencia entre los propósitos de los electores y los resultados que obtienen. Ante la escandalosa corrupción de Felipe González, una millonada de votantes continuó identificándose con los fines estatales del PSOE.

Esta ley nos hace comprender el extravagante fenómeno de que los partidos, al convertirse en estatales y vivir en el Estado, creyendo lograr así sus fines propios, han realizado la proeza ontológica de llegar a ser algo tan “inesse” como in-existente, desde el momento en que son accidentes de la sustancia estatal, donde viven enquistados, y entidades que no están en sí ni para sí, sino en y para la entidad estatal que les da sentido. Como, paradigmáticamente, le ocurre a la policía.

Los partidos estatales son tan ignorantes de sí mismos que aún no han percibido que además de ser in-existentes por contenido (Occam), han llegado a serlo por in-existencia intencional (Brentano). Son inconscientes de lo que realmente son. Puros instrumentos accidentales del Estado.

PROCESO REPUBLICANO

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Cuando tratamos de la materia civil y la forma política de la República Constitucional, lo hicimos desde un punto de vista estático. El esquema y el proceso republicanos consideran esos asuntos desde la perspectiva dinámica de los cambios sociales. Pero no al modo brusco o subrepticio de los golpes de estado o pactos de gobierno. La mal llamada Transición española no fue un proceso, sino un golpe incruento de poder, que pasó de la dictadura a la oligarquía de partidos con libertades otorgadas.

Las verdaderas transiciones, relativamente lentas, son procesos impulsados por las derivaciones de un principio rector que las pone en marcha en el seno de la sociedad. Al ayudar el proceso a la polaridad ideal que lo crea, se ayuda a sí mismo, para eliminar, evitar o paliar los choques que la implantación de un nuevo poder produce en su conflicto con las estructuras del poder establecido, o sea con la polaridad contraria. La II República no llegó como final de un proceso, sino como ocupación repentina del vacío de poder ocasionado por la precipitada huída del Rey.

Los procesos políticos son progresivos o regresivos, según sea la naturaleza liberal o reaccionaria de los mismos. La Transición fue progresiva en materia de libertades personales, y regresiva en la conciencia de unidad nacional de España. Y no en virtud de un proceso civil, dirigido por el principio rector de la libertad, sino por un proceso estatal dictado desde arriba a los gobernados.

El proceso consiste en las derivaciones sucesivas de lo principiado en virtud de la acción de un principio. El obrar sigue al ser (“operari sequitur esse”). El modelo es el proceso judicial, que arranca con una petición de justicia. Mientras que en lo procesionario, como la Transición de la dictadura al Estado de partidos, el ser siguió al obrar (“esse sequitur operari”). Lo fundamental en ella no han sido los principios, sino los agentes individuales de poder sobre cosas y personas, así como la discontinuidad de la acción. Precisamente, lo que define la procesión de autoridades y no al proceso civil de la libertad.

El fundador de la filosofía de procesos, Whitehead, unificó en la teoría de las entidades actuales los dos tipos de proceso. El que va de lo actual a lo meramente real, fenómeno de concreción del poder, como el proceso estatal de la Transición española, y el que va de lo real a lo actual, fenómeno de transición a la virtualidad de lo real (libertad), como el proceso republicano. Solo en este último tipo de proceso se produce un cambio de estado en relación con la situación de poder anterior.

A diferencia de lo que sucede en el campo de las cosas, donde la destrucción es mas fácil que la construcción, en virtud del poder universal de la entropía, las sociedades humanas encuentra menos resistencias en el proceso de construir, que en el de destruir lo prejuicios e intereses de la actualidad meramente real, siempre realimentada por su capacidad de generar energía (negantropía).

Gramsci fue consciente de este peculiar fenómeno de las estructuras de poder no derivadas de la libertad política. Sin ser leninista, ante los acontecimientos de la ocupación obrera de las fábricas, concibió el doble poder, en competencia con el estatal, como principio rector del proceso que unificaría el poder social y el poder político en un futuro Estado socialista. Las enseñanzas negativas del leninismo y del gramscismo evitan que la izquierda del siglo XXI pueda caer en el error de sustituir, por el de igualdad social, el principio de libertad política, como único rector del proceso republicano. El esquema que orientará el proceso republicano garantiza, tanto en su fase destructiva de la servidumbre voluntaria, como en la constructiva de la libertad constituyente, la lealtad a este principio rector de la libertad.

Por esta razón, la teoría pura de la República Constitucional se ha basado en la distinción radical entre el problema de la libertad política, que la democracia representativa resuelve a plena satisfacción, y los conflictos ideológicos que la procuración de la igualdad social hace surgir en las clases y categoría sociales opuestas, y cuyas mitigaciones o soluciones parciales son asuntos que corresponde tratar según los programas de cada gobierno de mayoría absoluta.

ESQUEMA REPUBLICANO

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Las personas que se proponen emprender el desarrollo de una acción, si ésta no se consume en un solo acto, sienten la necesidad de imaginar un esquema previo que la configure, conforme a la idea que se hacen de ella y a la naturaleza del proceso que ha de realizarla. Parece algo elemental y sencillo, pero es una tarea compleja y difícil. Pues ese esquema, posterior a la idea y anterior a su puesta en marcha, es el puente que permite pasar de la teoría a la acción, sin que esta la deforme, traicione o fracase.

La importancia del esquematismo está reconocida en la teoría del conocimiento, especialmente en el “esquema trascendental” que Kant ideó para explicar como es posible que los conceptos puros puedan aplicarse a la experiencia. Pero el pensar esquemático, o “pensar figurativo” como lo llamó Eugenio D’Ors, no ha sido tratado en la filosofia de la acción política, donde adquiere una dimensión ontológica, pues de la intermediación del esquema imaginado depende que la acción realice lealmente la teoría, dándole existencia real, es decir, re-creándola en la realidad.

El esquema ya no es producto de la razón incorporada a la teoría política, sino de la imaginación intuitiva que ha de realizarla, mediante la acción procesal adecuada a la circunstancia temporal y espacial para la que ha sido concebida.

Por ser intermediario entre la razón y la realidad, el esquema debe ser más razonable que racional. Por ser de orden prescriptivo y no descriptivo, como le sucede a las leyes, el esquema establece principios generales para el proceso de realización de la idea, sin entrar en particularidades. Y por ser temporal, el esquema ha de prefigurar dicho proceso, en todas sus fases, hasta que, constituida la teoría política como norma estatal en el espacio nacional, comiencen las rutinas de repetición y conservación de la idea transformada en realidad política. Por eso, el MCRC nace bajo la condición resolutoria de disolverse cuando la libertad política, la democracia formal, sea una realidad garantizada con las instituciones de la República Constitucional.

Los principios generales que el esquema ideal impone al proceso de la acción política, como los que el fin ordena a los medios, se pueden reducir a tres: continuidad, homogeneidad y retroacción. Pues la horizontalidad o verticalidad del esquema depende del principio de homogeneidad en cada fase del proceso.

La fase de difusión de la idea política, que ha de vencer en las conciencias la resistencia de la forma partitocrática del poder estatal que se opone a la forma constitucional de la República, se debe realizar conforme a un esquema horizontal y universal, que no discrimine a los destinatarios. Los principales instrumentos de esta fase instructiva de la sociedad civil, y deslegitimadora de la sociedad estatal, son un Diario nacional y la desobediencia pasiva, especialmente la abstención electoral.

Mientras que la fase de la acción constructiva, dirigida a las categorías sociales más elevadas de espíritu y de carácter, debe obedecer a un esquema vertical, cuya funcionalidad permita movilizar y dirigir al tercio laocrático de la sociedad, hacia la libertad constituyente de la democracia, mediante consignas de acción elaboradas por el grupo inteligente y dinámico que se haya destacado por sí mismo, durante la campaña de difusión de las tres ideas-fuerza de la teoría de la libertad política.

El principio de continuidad se refiere a la necesidad de no detener en el tiempo del proceso, ni separar en el espacio nacional, las acciones emprendidas en cada fase, para conseguir de este modo tanto las inercias de la acumulación de fuerzas sociales, como la uniformidad en los ritmos de maduración de conciencias y voluntades en la sociedad civil, especialmente en las categorías profesionales.

El principio de homogeneidad se explica por si mismo. Los medios de acción deben ser de la misma naturaleza, pacífica e inteligente, que la de los fines perseguidos. Y el principio de retroacción esquemática del proceso, permitirá incorporar a las acciones posteriores las enseñanzas y correcciones que las anteriores introduzcan en el esquema original del proceso.

POTENCIA REPUBLICANA

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La mente común arrastra la creencia secular de que una cosa es la teoría de un nuevo ideal político -en nuestro caso la República Constitucional- que siendo racional sería irrechazable, y otra muy distinta la posibilidad de que su puesta en práctica mantenga y ratifique la integridad sistemática de la teoría, incluso en el caso de que su potencia venciera la resistencia del régimen de poder establecido -en nuestro caso la Monarquía de Partidos.

Lo que se admite en las ciencias aplicadas, en las empresas tecnológicas, en los juegos constitutivos de sus propias reglas y en las obras geniales de arte, se rechaza en la política. Donde se piensa que lo bien concebido en teoría se realiza mal en la práctica, por las exigencias de su traducción y adaptación a la realidad de la condición humana. Por eso se temen los cambios.

Sin teoría alguna de la libertad y la democracia, sin esquema de acción inteligente, los autores de la Constitución justifican las incoherencias, incongruencias y contradicciones de la misma, asegurando que hicieron lo mejor de lo que se podía hacer, y no lo que se debía hacer por la libertad política, en la circunstancia excepcionalmente favorable de la muerte de un dictador.

Polybio solo convirtió en lógica lo que solo era historia. La de una antigüedad carente de teoría política de la República. Su creencia de que a las dictaduras suceden las oligarquías, era una construcción mental a posteriori de los hechos, como también lo son todas las teorías políticas de la modernidad, concebidas con talento descriptivo, a toro pasado.

Ninguna de ellas ha sido concebida para que, en lugar de justificar los hechos del pasado (legitimismo) o del presente (situacionismo), imagine los acontecimientos que puedan ocurrir en el futuro, y los encauce en la dirección que les permita realizarse, en la historia procesual de las realidades políticas, mediante el esquema de acción colectiva que se derive o deduzca de la potencia de una idea política, fundamentalmente realista.

Mi reflexión actual continúa desarrollando las que expuse en los ensayos sobre materia y forma de la República, editados en este blog el 2 de noviembre y 30 de octubre de 2006, respectivamente. Pues tanto la materia como la forma republicanas son potencias. Potencia material, en tanto que posibilidad lógica o ideal. Potencia espiritual, en tanto que capacidad real, hiperactiva y dinámica de actualizarse y ser ratificada por los actos.

La verdadera potencia no es una posibilidad. Como dijo Leibniz, “siempre hay en ella tendencia y acción”. En virtud de esa tendencia, he considerado que la potencia republicana, la de su materia civil y la de su forma constitucional, constituyen verdaderas ideas-fuerza o, como lo expresó Descartes, “poder suficiente de la potencia dispuesta a la acción”. La conocida objeción de Hume (nada hay que facilite la idea de poder en el antecedente para producir el consecuente) quedaría superada, si la inteligencia y la intuición del espíritu republicano deducen, de la potencia o idea-fuerza que lo produce, el esquema dinámico de la acción a la que tiende y reclama.

Se puede afirmar que la potencia es la única invariante en las fluencias de lo real. Su operatividad unifica los acontecimientos en el sentido de la tendencia que la define, no como complemento de fuerzas subjetivas voluntariosas, sino como principio de actuación y de actualización de la realidad intuida que contiene.

A diferencia de las potencias mecánicas, las espirituales no unifican las acciones como el motor causa y uniforma los efectos que produce, sino como el imán atrae a las partículas inmóviles que, permaneciendo diferentes, caen en el campo de su imantación. La difusión de la idea constitucional de la República irá removiendo las conciencias y orientando los intereses conforme a la atracción de ese imán constituido en cada mónada.

El esquema de acción política se integra, pues, en la teoría pura de la República, como última reflexión del intelecto republicano y primer guión intuitivo de la acción para la operatividad y eficacia del movimiento de ciudadanos hacia la República Constitucional.

IMPOTENCIA MONÁRQUICA

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Desde que la idea mítica o divina de los reyes se esfumó en la noche de los tiempos, las monarquías perdieron su potencia. Pero en algunos pueblos europeos, con preponderancia religiosa protestante, conservaron el poder residual de las funciones que teóricamente hoy las justifican: representación simbólica de la unidad nacional y ocupación permanente de la jefatura del Estado, para evitar que se la disputen los partidos estatales de las oligarquías y se pueda romper el equilibrio siempre inestable de la partitocracia.

Aparte del caso singular de la Monarquía tampón belga, España es el único país católico de Europa que tiene Rey. Esto se olvida cuando se resalta la coincidencia de que sean Monarquías las naciones más ricas y civilizadas de Europa. Aparte de que la excelencia en todos los aspectos corresponde a la República Helvética, no han sido las monarquías, sino la libertad de conciencia y el espíritu laborioso de los pueblos protestantes (Max Weber), lo que los elevó, en economía y civilización, por encima de los católicos. Y los países de nuestro entorno histórico cercano, con los que nos podemos y debemos comparar, Francia, Portugal, Italia y Alemania, son Repúblicas.

En el ridículo y artificial debate parlamentario sobre el estado de la Nación, del que me ocuparé cuando tenga lugar, ningún partido abordará el tema primordial de la situación precaria de la Monarquía, a pesar de que asuntos de actualidad lo exijan.

Las conciencias no deterioradas y la opinión pública silenciosa esperan una reacción política ante el crecimiento espectacular de la abstención electoral; la negociación Zapatero-ETA, con la autodeterminación vasca como base de la misma; el Estatuto Catalán, discriminatorio de lo español; la realidad nacional en el Estatuto andaluz; la tensión nacionalista en la perspectiva de un gobierno de coalición, que excluya al partido más votado en Navarra; la permanencia de la corrupción y el indisimulable desconcierto sobre el rol del Príncipe de Asturias y su esposa.

Algunos espíritus poco penetrantes, pero atentos a las nuevas perspectivas que el tiempo y el dinamismo de las sociedades abren a las situaciones establecidas, creen de buena fe que la Monarquía de Juan Carlos desempeñó un papel imprescindible en la Transición de la dictadura a las libertades personales, para asegurar la paz civil entre los españoles, pero que aquella utilidad coyuntural se ha evaporado al mismo tiempo que el consenso fundador y sustentador de la Constitución del Estado de Partidos.

Esa creencia es falsa. La Monarquía de Franco fue sin duda un instrumento político oportuno y, como en muchos matrimonios, de conveniencia. Pero no para la sociedad española, necesitada con urgencia de libertad política, sino para la pequeña oligarquía franquista, los partidos clandestinos y la tradicional visión miope de EEUU en política internacional. Eso no he tenido que estudiarlo, meditarlo, ni aprenderlo de nadie. Forma parte de mi experiencia vital. Por ello no es algo que yo crea, o en lo que pueda creer. Simplemente, lo sé.

Es más. Me atrevo a sostener que, para la oligarquía de entonces, la Monarquía era menos útil que ahora lo es, para proteger el mundo de bastardía sin honor, crecido al compás de la deslealtad a Franco y a la sucesión dinástica, bajo un manto de armiño que tapa la corrupción política -como antes el crimen de Estado-, la desnacionalización de España y el despilfarro de la hacienda pública en Autonomías tan centralistas como el Estado dictatorial.

La falta de potencia monárquica fue suplida entonces con la falta de resistencia de los partidos que en la clandestinidad defendían la libertad política. Tal vez porque no sabían lo que era. La impotencia de la Monarquía se manifiesta ahora con sus escandalosos silencios ante la dificultad de ser que aqueja a España, como habría dicho Benjamín Constant. Los defensores de la Constitución, papel mojado para los partidos que llenan el Parlamento de mandatos imperativos, sostienen que el Rey no puede hablar de política. Pero ninguna ley le obliga a no dimitir, si los partidos le obligan a refrendar crímenes de lesa patria.

TRES IDEAS-FUERZA

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La expresión idea-fuerza está muy divulgada en la literatura periodística. Como casi nadie ha estudiado el origen y la esencia de ese concepto filosófico, casi todos creen que se trata de una mera adjetivación que atribuye a una idea específica la cualidad de ser central o importante para el discurso lógico que la sostiene, o para la acción práctica que la supone.

Ese no es su significado. El sentido de idea-fuerza no equivale al que pueden tener las ideas con fuerza, dentro de cualquier proposición teórica o práctica.

La potencia encerrada en la noción de idea-fuerza es una novedad del pensamiento, creada a finales del siglo XIX por A. J. E. Fouillée. Esto no quiere decir que lo así sintetizado no hubiera constituido antes el fundamento de concepciones del mundo, como las de Platón, Descartes, Kant, Adam Smith, Hegel y Marx; de teorías de la acción humana, como la praxiología de Von Mises; o de teorías de la acción política, como la de libertad-igualdad en la Revolución Francesa y la del doble poder en la consigna revolucionaria de Lenin.

Las ideas-fuerza son formas mentales o de conciencia que no solo tienen fuerza externa incorporada, sino que ellas mismas constituyen una fuerza de comunicabilidad social, en virtud de su especial intensidad y la unión de la razonabilidad ideal con la energía de la moralidad. En palabras de Fouillée: “la revelación interior de una energía y de su punto de aplicación, de una potencia y de una resistencia”, capaz de erigir una ética y una acción, donde la idea-fuerza, vinculada al primado de la conciencia de sí, es capaz de crear y jerarquizar valores objetivos.

Las ideas-fuerza dejaron de interesar al pensamiento europeo cuando, agotadas las que nacieron con las revoluciones de la libertad y la igualdad, se crearon los Estados de Partido para impedir que de la sociedad civil pudiera surgir la idea-fuerza de la democracia representativa. No es por azar que, sin muro de Berlin, se difunda la noción de pensamiento débil.

Y tampoco es un azar que ahora, ante el espectacular hundimiento de los Estados de Partidos en la corrupción, como el de la Unión Europea en la inoperancia del mercantilismo, surja la nueva idea de la República Constitucional, que ningún país europeo tiene ni ha tenido, como único modo político de devolver a la sociedad civil la conciencia de sí misma, y la de su potencia para controlar el Estado, a través de la sociedad política que ella cree, y a ella represente en las instituciones estatales.

La teoría pura de esta República, ideal y realizable, ha sido elaborada, y difundida al mismo tiempo, desde esta plataforma reservada a la libertad de pensamiento, mediante la síntesis armónica de tres ideas-fuerza: unidad nacional, sistema electoral representativo de los electores y separación radical, en origen y ejercicio, de los tres poderes clásicos del Estado.

No hay necesidad de volver a describir la particularidad de estas tres ideas-fuerza, puesto que todos mis lectores las conocen. Lo que ahora me importa es señalar donde radica o está la fuerza intrínseca, la potencia lógica y psicológica, de estas tres ideas fundantes de la democracia representativa.

Aparte de por lealtad a nuestra historia común, la unidad de España es una condición requerida para que todos los españoles participen por igual en la libertad política, que es colectiva y, por ello, territorialmente indivisible. De otro lado, ningún sistema proporcional de elecciones puede ser representativo de los electores, de ahí la necesidad de adoptar el sistema de mayoría absoluta, para no caer en la paradoja de Arrow y dar a la sociedad civil el control de la sociedad política. Por fin, la separación de poderes estatales solo la puede garantizar el sistema de gobierno Presidencialista, con una sola Asamblea legislativa.

Son tres ideas-fuerza porque no hay conciencia moral ni capacidad mental que, sin mala fe o sin estar inmersas en la corrupción, puedan negarlas o rechazarlas, una vez que se las descubran desde el exterior, o se revele, en el interior del corazón o la mente, la energía irresistible que comportan.

LA DERECHA ESPAÑOLA

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En La Monarquía de Partidos no tiene cabida el liberalismo, que sería ideología natural de la derecha, si no hubiera mediado la experiencia del Estado fascista. Su ausencia de las estructuras de poder de la Monarquía no es debida a la circunstancia de haber sido excluida (Acción Republicana) de los pactos originales de la Transición, sino a su apartamiento de la oposición activa a la dictadura, que legitimó a los partidos clandestinos, incluidos los de la derecha nacionalista vasca y catalana.

La esencia de la ideología liberal, incluida la radical que se consideró de izquierdas por razones éticas, impide a los partidos liberales transformarse en órganos estatales, como pueden hacer con impunidad ideológica los partidos de izquierda cobijados bajo las antiguas siglas del PSOE y del PC.

Como lo describió Gramsci, los partidos socialistas se formaron y organizaron a imagen y semejanza del Estado, a quien lo prefiguraron para adelantar el proceso de estatalización de la sociedad civil. Aunque quisieran, y la ley de hierro de Michels no lo impidiera, los partidos de la izquierda igualitaria nunca podrán ser internamente democráticos. Porque mejor y más que ambición de gobierno tienen vocación estatal.

La derecha liberal o democrática no tiene representación en la Monarquía de Partidos ni la podrá tener. La derecha social no identificada con la partitocracia ni con la oligarquía, carece de conciencia de su orfandad política, porque la síntesis de su interés económico, profesional, cultural y religioso está siendo definida por el PP. El partido procedente del franquismo que ha sabido realizar, mejor que Gil Robles, la fusión de la derecha dictatorial con la surgida de la sociedad civil, desde el desarrollo económico, bajo el paraguas de la oligarquía financiera y mediática. Y nadie ha explicado todavía a esta derecha social que sus intereses empresariales y culturales no solo son distintos, sino contrarios a los de la oligarquía financiera y mediática.

En el tercio del censo electoral que no vota por sistema a la partitocracia, y en ese largo diez por ciento abstencionario que se aleja de las urnas para “ir a la playa”, como dice con despreciativo cinismo el poltrón de la Generalitat, hay tantas mentalidades de izquierda como de derecha.

Pero la decepción de los que antaño metían papeletas de partido en las urnas es más fácil de prender en los votantes de siglas de izquierda que en los del PP. La razón es sencilla. Son pocos los que votan a este partido creyendo que es liberal. Lo dejan de votar por sus simplezas como partido de la oposición y por los terribles errores de Aznar, de los que no solo no se arrepiente, sino que se muestra orgulloso de haberlos cometido.

En cambio, son todavía legión los que sostienen al PSOE (de IU ni merece la pena hablar) creyendo que es de izquierda porque favorece a los homosexuales, el feminismo de cuota, el derecho de autodeterminación para el pueblo vasco, la negociación con ETA, la inmigración masiva, el anticlericalismo del siglo pasado y la causa palestina contra Israel.

Espero que mis lectores comprendan que en este espacio tan corto no pueda resumir siquiera, como hice con la citraizquierda, la carencia de fundamentos intelectuales y morales de una derecha autoritaria que no ha dejado de estar incorporada al Estado desde 1939, y que aun continúa siendo la médula que vertebra al PP. La figura de Aznar simboliza este predominio de los valores autoritarios de la tradición católica y nacional en el actual partido de la oposición.

Pero no terminaré esta ligera reflexión, sin recordar que tanto Aznar como Rajoy declararon, al unísono con Cebrián y Pedro J. Ramírez, que nada tenían que oponer a la independencia de Euzkadi, si el derecho de autodeterminación del pueblo vasco se negociara y se ejerciera en un escenario de paz. Lo denuncié en mi artículo de la Razón contra el señoritismo de esos oportunistas directores de prensa. Volveré a tratar de la derecha española.

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