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Lo Dialéctico

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La Transición consistió en un proceso de cambio político de la Dictadura. Ese cambio se concretó finalmente en una Constitución del Estado de partidos, bajo forma monárquica. Conocemos bien el punto de partida y el de llegada. Pero se sigue ignorando, porque es difícil de conocer y no se desea saber, la intimidad de aquel proceso. Hemos examinado, desde perspectivas interesantes para el conocimiento de lo acontecido, los aspectos visibles y las dimensiones ostensibles de la obra constitucional producida, pero aún no hemos mirado, en la obscura interioridad del proceso de su producción, la naturaleza del propio movimiento transitivo y al modo de acontecer y suceder el cambio.

Durante el auge cultural del marxismo se impuso la creencia de que la realidad social, siempre cambiante, era en sí misma de carácter materialmente dialéctico. Es decir, se creía que la historia estaba determinada, en última instancia, por leyes que regían los movimientos de oposición, lucha y superación de los contrarios sociales. La lucha de clases no sólo era concebida como motor universal de la realidad realizada, sino como el movimiento más actual y profundo de la realidad realizante. Se creía, también, que la única manera de ver, pensar y conocer la realidad social tenía que ser forzosamente dialéctica. La crisis cultural del marxismo se produjo mucho antes de que los partidos socialistas abandonaran la ideología del materialismo histórico. Pues tuvo lugar cuando, separando teoría y práctica, el marxismo occidental hizo del método dialéctico una disciplina especial de la lógica del cambio, para conocer y explicar la realidad, y no una guía intelectual de la praxis, para cambiarla.

Como mi cultura no es profesoral, nunca me he obsesionado por las cuestiones de método. Pues todo método es una forma de pensar que viene determinada por el interés, el tema y el propósito de cada pensador frente a la naturaleza de cada objeto de investigación o de reflexión. En este sentido perifilosófico, soy aristotélico y antihegeliano. Y distingo, como fenómenos sociales diferentes, entre movimiento, cambio, desarrollo, crecimiento y devenir.

La Transición española tuvo una primera fase dialéctica, donde la acción civil o ciudadana, guiada por el principio rector de la Ruptura democrática, se opuso de modo irreconciliable a la acción estatal de la Reforma. Y una segunda fase mecánica, donde esa acción estatal absorbió a los partidos ilegales para poder autoconstituirse, sin oposición, en un nuevo Régimen liberal de Constitución oligárquica. Por este antagonismo entre las dos fases, me parece natural que la primera requiera ser comprendida y explicada mediante una combinación de análisis y de dialéctica, de inducciones y de intuición. Mientras que la segunda pida modos de pensar de tipo sintético y logístico, deductivo y formal. Lo dialéctico es, en la realidad social, una cualidad intrínseca a la libertad de acción; y en la reflexión sobre la realidad, una oscilación permanente de la libertad de pensamiento. Donde no hay libertad no puede haber dialéctica. Ni en el ser pensado, ni en el ser pensante. Y donde hay consenso no puede haber más que un desarrollo mecánico, sin incertidumbre ni dialéctica.

Las tres leyes básicas de la dialéctica estuvieron presentes y gobernaron la idea y la acción de la Ruptura democrática. Pues ésta negó la negación de la dictadura hecha por los reformistas; convirtió en constructiva, con el solo aumento de la cantidad de oponentes, la oposición destructiva realizadas hasta entonces por los partidos clandestinos; y proponía integrar a los contrarios políticos en la nueva síntesis democrática. Pero los dos partidos principales del marxismo renegaron de la dialéctica, para hacerse acólitos de la mecánica del Poder y oligarquizar la dictadura.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 19 de febrero de 2001.

Lo Devenido

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El constitucionalismo político plantea un serio problema a la fluidez permanente de las cosas sociales. Constituirlas en un momento de su constante evolución, darles un estado definitivo, parece atentar a las leyes íntimas de su naturaleza cambiante. Lo acabamos de ver en la gran tensión creada en las elecciones presidenciales de EE UU, donde normas electorales anacrónicas han impedido que la Corte Suprema decidiera, con criterios jurídicos dignos de este nombre, el conflicto surgido entre los candidatos a propósito del recuento de votos. Si el progreso de la técnica o la evolución de los valores sociales chocan con la rigidez de la norma constitucional, está garantizado como primer efecto el desprestigio de las leyes y de las instituciones judiciales. El recurso a las Enmiendas o Reformas de la Constitución no ha sido un remedio eficaz, a causa de los extraordinarios requisitos que necesita cumplir para emprenderlas. El origen del mal está en la contrariedad -a veces contradicción- que supone para el devenir todo lo devenido de un consenso particular o de un movimiento parcial de la libertad. Lo devenido inmoviliza el devenir de la libertad constituyente. La anonada. Los derechos constitucionales son los dorados epitafios de la lúgubre losa donde yace sepultada la libertad política.

Pese a esta reflexión, no comparto el anticonstitucionalismo del pensamiento político inglés. En repetidas ocasiones, he explicado los motivos de mi admiración por la obra constitucional de los padres constituyentes de EEUU, y las razones de mi desprecio por el constitucionalismo europeo que la imitó sin comprenderla. La contrariedad existente entre lo devenido y el devenir, entre los derechos constituidos y la libertad constituyente, desaparece tan pronto como pongamos en la Constitución no la tutela de derechos personales o sociales, sino exclusivamente la garantía de nuestra libertad política. O sea, tan pronto como expulsemos de su texto todo lo que, por naturaleza, sea regulable con leyes de contenido material (derechos subjetivos), y lo reduzcamos a todo lo que es constituible mediante leyes de contenido puramente formal (orden en el Estado y libertad en la sociedad). Si comprendemos bien la diferencia abisal que existe entre las normas constitutivas y las regulativas, no encontraremos dificultad en averiguar la clave constituyente de la democracia formal o política. Pues esa clave es exactamente la misma que la de las reglas constitutivas de un juego. Como las de ajedrez, las reglas de la democracia no deben regular las jugadas, sino constituir el juego. Sólo así pueden ser invariables y no estar sujetas al devenir de los jugadores.

Lo devenido en la Transición, el Estado de partidos, procede de un consenso particular que, en un momento determinado, tuvo miedo del devenir de la libertad política y lo entregó, en secuestro compartido, a los partidos de la coyuntura constituyente. Para dar apariencia democrática y amparo popular a la Constitución de una oligarquía partidista, que había privado de su devenir a la libertad en la Sociedad a fin de poder colocar a los partidos en el Estado, éstos tuvieron que someterla al incierto devenir de ideas y valores sobre derechos humanos y aspiraciones de auxilio social. Es decir, la hicieron regulativa y demagógica.

Frente a la dialéctica del devenir, los partidos de la izquierda integrada en el consenso constituyente abandonaron el marxismo antes de saberlo. Renegaron de su pasado y, sin negación de esta negación, que es el principio de la dialéctica de los contrarios, pusieron fin a la Transición con las dos formas platónicas de devenir mejor y más: una alteración cualitativa en su existencia legalizada (cambio) y una traslación cuantitativa a su nuevo poder estatal (movimiento). No generaron nada beneficioso. No destruyeron nada perjudicial. Ni siquiera osaron ser dialécticos actualistas del susto como el Rey, Suárez y Fraga.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 15 de febrero de 2001.

Lo Emergente

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Parece obvio que la Transición, contemplada como cambio político, ha constituido la fase final de la evolución de la dictadura. El hecho de que esta última fase haya legitimado libertades públicas y derechos políticos personales, prohibidos en la fase anterior, no supone necesariamente que la continuidad evolutiva del Régimen de Franco quedara interrumpida con una ruptura de su esencia. La ruptura pactada no fue más que una cínica falacia argumental de los partidos de izquierda, para engañar a sus bases militantes y a los que habían combatido por la ruptura democrática. En las evoluciones orgánicas, y orgánica era la dictadura, se pueden producir tipos de cambio cualitativo, por la emergencia de nuevas cualidades o singularidades abruptas, donde el continuismo sigue siendo compatible y congruente. Ferrater Mora lo explica, en «De la materia a la razón» (1979), con la doctrina del evolucionismo emergentista anglosajón.

La Monarquía del Estado de Partidos, el sistema constitucional, es emergencia abrupta en el continuismo de la misma substancia de poder que la inicial Monarquía dictatorial. Su primordialidad estatal, su negación de la libertad política indiscriminada, la falta de control parlamentario del poder y su irresponsabilidad judicial no cambiaron. Los partidos son órganos del Estado. Los diputados de lista no representan a los electores, sino a los partidos estatales. El Poder Legislativo y el Judicial dependen absolutamente del Ejecutivo. El consenso suplanta a la libertad de pensamiento y de expresión. El pluralismo de la oligarquía de partidos afecta sólo a los sujetos del poder, no a las opciones de gobierno ni a las ideas políticas. El sistema actual participa rigurosamente de la substancia política de donde emergió. Hasta tal extremo que más bien parece desprendido de la Dictadura, al modo como de las flores emanan y se separan los olores. Si no fuera porque la emanación es un proceso tranquilo y la emergencia una «peripecia transitoriamente dramática», la relación de la Dictadura con el actual Estado de Partidos podría explicarse como la emanación del mundo en la teología panteísta.

El evolucionismo emergentista afirma que cada nivel del ser es emergente respecto al nivel anterior. La hipótesis del Big-Bang originario del Universo es una suposición emergentista. Como la del origen de la vida y de la humanidad. Desde esta perspectiva, el proceso de la Transición produjo tres emergencias dramáticas, tres cambios cualitativos en la substancia y la forma del poder de la Dictadura. La peripecia de Junta democrática provocó la emergencia del asociacionismo de Arias-Fraga. La peripecia de la Platajunta indujo la emergencia de la Reforma política de Suárez. La peripecia del escrutinio proporcional por listas de partido, exigido por el PSOE como condición «sine qua non», fraguó la emergencia definitiva del consenso constitucional. Se cumplió así en nuestra transición política lo que Stuart Mill había previsto en su «Lógica», al tratar de las leyes heterogéneas en las causas plurales y combinadas del cambio («leyes heteropáticas»). Por lo general, esas causas confluyentes producen los mismos efectos que cuando actúan separadas, pero en puntos particulares, en eso que llamo aquí «peripecias transitoriamente dramáticas», las leyes del proceso cambian durante la transición, produciendo una serie completamente nueva de efectos, que los incultos dirigentes de los partidos de oposición no pudieron concebir o prever. Animados por su ambición de poder, sin intuición de las consecuencias de un pacto secreto con el Gobierno de la Dictadura, basado en la ausencia de libertad política y de oposición, los hombres del consenso trovaron «su» democracia en la continuidad de un mismo tipo de poder sin control. Y con la emergencia de la oligarquía de partidos emergió el salto cualitativo del terrorismo y de la corrupción.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 12 de febrero de 2001.

Lo Puesto

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La Transición realizó, mediante la Reforma, una síntesis política entre lo dado de modo inmediato por la dictadura a la conciencia ingenua del poder -común a gobernados y clase dirigente a causa de la falta de libertad de pensamiento-, y lo puesto de modo deliberado por la conciencia reflexiva de los hombres del Estado y de los partidos ilegales de la oposición. Más profunda y menos consciente, la conciencia ingenua se reflejó y cristalizó en el Consenso político. Mientras que la conciencia reflexiva lo hizo en la Constitución. Como ésta derivó de aquél, lo dado o impuesto por la situación anterior comunicó su esencia constitutiva a lo puesto con una Constitución construida, en nombre de la libertad, sobre el suelo firme de la dictadura.

La Reforma desorganizó la forma del Estado autoritario que la engendró, pero respetó los fundamentos antidemocráticos del poder estatal. Por su parte, el Consenso confundió en un abrazo a los antiguos adversarios mediante una síntesis ingenua y emocional que, en lugar de superar la contrariedad radical existente entre ellos, con una nueva tesis opositora de contrarios, transformó llanamente la anterior oposición al poder sin control, en una posición compartida de poder incontrolado. Lo puesto por la Constitución resultó ser así, como no podía ser de otro modo, una nueva posición o colocación de los partidos en la estructura de poder del Estado. De esta manera brutal, pero eficaz, lo opuesto a la posición estatal de los partidos sólo podría ser ya, como en la dictadura, lo puesto por el terrorismo o la subversión.

Desde el punto de vista del poder político, la Transición no ha realizado un cambio de naturaleza sustancial en las relaciones de mando gubernamental, y de obediencia gobernada, pero sí un movimiento traslativo de los partidos constitucionales desde la Sociedad al Estado. El cambio político en la Sociedad civil sólo afectó a las relaciones jurídicas nacidas de la conversión de las libertades personales en derechos subjetivos. Por eso, lo puesto por la Transición en la Sociedad tiene carácter verdaderamente liberal y progresista. Mientras que lo puesto en el Estado, la oligarquía de partidos, es antidemocrático y reaccionario. La ignorancia de lo que es libertad política colectiva, junto a la propaganda democrática del Estado de partidos que se construyó accidentalmente en los países europeos, como emergencia de la derrota bélica del nazifascismo y la previsión de guerra fría, han permitido que las libertades civiles califiquen de democracia política a la oligarquía de partidos estatales vigente en Europa. El precio que se está pagando en corrupción y desesperanza, por mantener esta ficción política, que sin guerra fría ha dejado de ser utilitaria, es demasiado alto.

Sin oposición, las cosas naturales tienden a ponerse en su lugar propio. Las de la ambición, a poner o sentar un nuevo mundo al que ocupar. Sin oposición, la ambición de partido consiste en ponerse básicamente a sí misma como existencia constituyente del mundo político, en autoponerse como necesidad constitutiva de la única realidad política. El sentimiento de esa necesidad es el de su libertad, negadora de cualquier otra libertad distinta de la de partido. Al ponerse a sí misma sin oposición, la esencia de partido implica la imposición de una vida política coercitiva a la existencia individual y la ponencia de una visión partidista a la existencia colectiva. Lo puesto con el Consenso extirpó de raíz toda posibilidad de ponencia y de ser ponente en la persona individual; negó la ponencialidad de la conciencia que, al decir de Ortega, «es lo más constitutivo de toda conciencia». Lo puesto en el Estado por la Transición implicó lo impuesto, es decir, lo no puesto, a la Sociedad. Libertad de ponencia en la vida pública y personalidad moral.

*Publicado en el diario La Razón el 5 de febrero de 2001.

La Síntesis Eucarística

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Por muchos análisis que se hagan de la Transición de la Dictadura al Estado de partidos, este fenómeno político no se comprenderá hasta que seamos capaces de aprehender de golpe, en un sólo acto de conocimiento, todas las contrariedades o contradicciones, las diversidades que la libertad ha introducido en la continuidad de una misma unidad de poder estatal incontrolado. El análisis es un punto de vista que puede ser completado o anulado desde otra perspectiva. Y la serie de análisis parciales nunca es completa. La visión del mundo, de cada todo social, requiere ser sintética. En términos kantianos, conocer es «sintetizar representaciones». La síntesis de la Transición consiste en la «vinculación de una pluralidad de libertades públicas a la unitaria continuidad del poder estatal incontrolado», sin necesidad de dictadura.

Estamos tan habituados a vivir sin conocer el sentido de la vida, tan acostumbrados a estar acomodados en las cosas culturales sin comprenderlas, tan inmersos en la parcialidad de las existencias individuales, que parece una odisea embarcarse en las aventuras del pensamiento sin fronteras, para llegar al conocimiento de lo global a través de la experiencia de lo particular o lo cercano. Más que en cualquier otra época anterior, el mundo político está determinando las formas culturales de su expresión. Y menos que antes podemos conocerlo de modo inmediato por intuición. Sabemos mejor lo que pasa en las estrellas y en la jungla animal que el acontecer en nuestras propias cosas de amor, de trabajo, de ocio y de Estado. Allí simplificamos y aquí complicamos. A medida que avanza la complejidad en las relaciones sociales, y la riqueza de sus análisis descompositivos, retrocede la posibilidad de su conocimiento sintético.

La síntesis que yo propongo para la Transición -«vinculación de las libertades públicas a la continuidad de un poder estatal sin control»- presenta como única dificultad la comprensión de lo que quiero decir con la palabra «vinculación». Pues nadie de buena fe podrá negar que la Transición colocó y dispuso las libertades personales en un sistema de poder estatal que no está, ni puede estar, controlado por la sociedad civil. El problema consiste en conocer la naturaleza de esa vinculación que, a simple vista, ya parece accidental y contradictoria. ¿Es una mera yuxtaposición de relaciones de libertad personal sobre una posición invariable de poder político? ¿O se trata, más bien, de una real y original composición de poder y libertad en recíprocas relaciones de influencia o de determinación? La síntesis primordial, la que captan los gobernados, la que espontáneamente une las libertades públicas al poder político sin control, no puede responder a esas cuestiones inaccesibles a las primeras intuiciones.

Solamente el análisis de lo que, en las uniones o combinaciones de elementos distintos o dispares, se presenta a la existencia social como dado por la situación o como puesto por la voluntad (distinguiendo lo impuesto de lo contrapuesto, lo compuesto de lo dispuesto), permitirá alcanzar la visión de la naturaleza y el sentido de la vinculación, existente en el Estado de partidos, entre libertades públicas y poder estatal incontrolado. Haré el análisis de ese vínculo (que nadie ha osado en Europa, pese a la influencia que tuvo en la cultura moderna el Curso conimbricense de los jesuitas discípulos de Suárez), de esa transubstanciación del poder partidocrático en libertad política, de eso que, sin escándalo intelectual, permite llamarle democracia. Así se podrá llegar a una ulterior síntesis de la Transición que defina la relación de las libertades públicas con un poder no determinado ni controlado por ellas. Una síntesis que permite conocer el gran misterio de la eucaristía política.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 1 de febrero de 2001.

Debate de la 1 (TVE): «¿Qué fue del franquismo?»

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El 13 de noviembre de 1997 Antonio García-Trevijano participó en el programa del «Debate de la 1» (TVE) titulado como «¿Qué fue del franquismo?» y que fue dirigido por Luis Herrero:

Jesús Quintero entrevista a Antonio García-Trevijano en la radio

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Antonio García-Trevijano Forte.

Esta entrevista fue realizada el 3 de marzo de 1995 en la radio por el conocido periodista Jesús Quintero a Antonio García-Trevijano. Dicha entrevista fue grabada por el repúblico Vicente Dessy Melgar, quien nos escribe las siguientes palabras:

«CONFESIONES DE LA VERDAD EN RADIO

La epifanía de D. Antonio tuvo lugar en el programa de la La Clave titulado “Democracia”, en 1979. Después vino su intervención en el 91 (“500 Claves de la Transición”), en el 92 (“¿Hay democracia?”) y en el 93 (“Juan III”). Con ellas, quedó derribado el tabú de que en España había democracia y quedó al descubierto la ficción-mentira de la Transición, el pacto de reparto bastardo que mató la representación del elector y entronizó la integración del hombre- masa en el Estado de partidos con la complicidad de las cátedras y de los no juristas y leguleyos orgánicos de los altos cuerpos de funcionarios del Estado.

D. Antonio desenmascaró a todos describiendo solamente la verdad de la realidad. La verdad y la realidad en política suelen converger cuando se busca con buena fe intelectual. Esas intervenciones en TV y otras que vinieron después, antes en el tiempo que la edición del Diario Español de la República Constitucional, sembraron a los cuatro vientos del suelo español la simiente de la ecuación libertad, lealtad, verdad.

Menos conocidas hoy día son sus intervenciones en programas de radio. Entrevistas más íntimas donde el maestro, posiblemente en proceso mental creativo, ya intuía y fundamentaba su futura aportación a la teoría política que esta generación educada en la mentira no le reconocerá: la libertad política colectiva. Idea para la acción que por ser verdadera verá la luz en España.

Dejo estos pequeños fragmentos de una entrevista que D. Antonio concedió a Jesús Quintero el 3/3/95».

Trevijano presenta su libro «Discurso de la república» en Antena 3

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En 1994 Antonio García-Trevijano presentó su libro «Del hecho nacional a la conciencia de España o el Discurso de la república» en Antena 3:

La patria no se hace, la democracia sí

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A fuerza de no entender la naturaleza íntima de la cuestión nacional, ha llegado a creerse que un conflicto político de orden particular, basado en último término en la diferencia idiomática, puede resolverse con una fórmula indiferenciada de orden general. Sea la solución autonómica o la federal. El prejuicio uniformador del Estado opera como en la dictadura, pero al revés. Antes que admitir el hecho de, y el derecho a, la diferencia políticade una comunidad lingüística, ese prejuicio prefiere desconocer, con su grosera generalización de las excepciones, la realidad y la idea histórica de España. El fracaso de la solución autonómica en la amortiguación de las aspiraciones nacionalistas extiende la opinión, más ingenua que perspicaz, de que el conflicto sólo se apaciguará con la administración única en las autonomías o con la división de la soberanía en un Estado federal. Es revelador que esas dos ideas generalizadoras no surjan del nacionalismo lingüístico, y que nadie esté en condiciones de fijar las competencias necesarias para colmar el techo autonómico, o los Estados subnacionales que se precisan para recomponer un Estado federal. ¿Tantos como autonomías? La confusión en este terreno llega a ser tenebrosa.

La raíz de tanto desvarío político se halla en la culpable persistencia cultural del concepto subjetivo y prefascista de nación. Un concepto que Ortega importó del plebiscito diario de Renan, con su bella tontería del «proyecto sugestivo de vida en común», y que José Antonio consagró en su hitleriana «unidad de destino en lo universal». Concepto voluntarista de un hecho existencial, como el de la familia o el paisaje donde nacemos, que lo mismo sirve de pretexto al imperialismo de los «destinos manifiestos», que a la multiplicación de puestos de mando para las élites provincianas capaces de hacer creer que la patria es un lugar que «se hace» y no el nicho histórico donde se nace. La investigación del nacionalismo en la moderna historia comparada ha destruido la hipótesis romántica de la identidad nacional. Y ha probado que la manipulación del sentimiento nacional, en las comunidades lingüísticas reprimidas, sólo es una de las formas políticas, más movilizadora que las basadas en sentimientos de clase, de luchar por el poder en el Estado o frente al Estado. A partir de ahí, sólo disponemos de una regla para medir el carácter progresista o reaccionario de la administración única, la federación o la autodeterminación de las nacionalidades. La regla de la democracia y de los derechos humanos.

Este patrón no coincide necesariamente con el criterio marxista de apoyar la libre determinación de los pueblos con clases dirigentes más avanzadas que las del centro político dominante. Pero antes de mirar la situación del poder autónomo respecto a la democracia, en comparación con la del Estado, debemos dar por descontado que la autodeterminación sólo ha podido realizarse, como hecho y no como derecho, cuando a una tercera potencia internacional le ha convenido. Y si nuestro nacionalismo periférico afirma, como si fuera un derecho natural, que nadie le ha preguntado si quiere estar o no en el Estado español, y bajo qué modalidad, está diciendo una obviedad que podemos repetir al pie de la letra los demás españoles. La pertenencia al Estado de los pueblos que alcanzaron la unidad nacional antes de la revolución francesa no es el resultado voluntario de un pacto entre gobernantes locales, ni de un plebiscito entre gobernados, sino un hecho involuntario de la existencia colectiva que fue históricamente determinado por las luchas de poder en Europa. Pero la forma del Estado, que no es un hecho existencial ni un producto de principios permanentes, puede y debe ser variada para asentar la relación de poder entre los pueblos de España en la democracia, y no, como ahora, en el inestable equilibrio de oligarquías nacionales y locales.

*Publicado en el diario El Mundo, el lunes 21 de febrero de 1994.

LA CLAVE (Antena 3): «Elecciones 93»

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Este programa de LA CLAVE se titula: «Elecciones 93». Se debate sobre cuestiones políticas con la gran corrupción del felipismo de fondo. Se abordan cuestiones políticas a pocos días de las votaciones. Participan Antonio García-Trevijano, P.J. Ramírez, I. Sotelo, A. De Miguel, Calvo Ortega, F.J. Losantos y el representante del partido “Los verdes” Francisco Garrido. A pesar de que el debate tuvo lugar hace 20 años tiene vigencia para las circunstancias actuales. Escándalos de corrupción,  crisis económica  y la imperiosa necesidad de que el sistema político cambie: o que sea simplemente democrático, puesto que no lo es de hecho ni de derecho (ésta es la tesis del abogado Antonio García Trevijano). Trevijano afirma que el felipismo es producto del régimen y la corrupción es posible porque hay una oligarquía de partidos. El franquismo sigue vivo y en vigor. 
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