El constitucionalismo político plantea un serio problema a la fluidez permanente de las cosas sociales. Constituirlas en un momento de su constante evolución, darles un estado definitivo, parece atentar a las leyes íntimas de su naturaleza cambiante. Lo acabamos de ver en la gran tensión creada en las elecciones presidenciales de EE UU, donde normas electorales anacrónicas han impedido que la Corte Suprema decidiera, con criterios jurídicos dignos de este nombre, el conflicto surgido entre los candidatos a propósito del recuento de votos. Si el progreso de la técnica o la evolución de los valores sociales chocan con la rigidez de la norma constitucional, está garantizado como primer efecto el desprestigio de las leyes y de las instituciones judiciales. El recurso a las Enmiendas o Reformas de la Constitución no ha sido un remedio eficaz, a causa de los extraordinarios requisitos que necesita cumplir para emprenderlas. El origen del mal está en la contrariedad -a veces contradicción- que supone para el devenir todo lo devenido de un consenso particular o de un movimiento parcial de la libertad. Lo devenido inmoviliza el devenir de la libertad constituyente. La anonada. Los derechos constitucionales son los dorados epitafios de la lúgubre losa donde yace sepultada la libertad política.

Pese a esta reflexión, no comparto el anticonstitucionalismo del pensamiento político inglés. En repetidas ocasiones, he explicado los motivos de mi admiración por la obra constitucional de los padres constituyentes de EEUU, y las razones de mi desprecio por el constitucionalismo europeo que la imitó sin comprenderla. La contrariedad existente entre lo devenido y el devenir, entre los derechos constituidos y la libertad constituyente, desaparece tan pronto como pongamos en la Constitución no la tutela de derechos personales o sociales, sino exclusivamente la garantía de nuestra libertad política. O sea, tan pronto como expulsemos de su texto todo lo que, por naturaleza, sea regulable con leyes de contenido material (derechos subjetivos), y lo reduzcamos a todo lo que es constituible mediante leyes de contenido puramente formal (orden en el Estado y libertad en la sociedad). Si comprendemos bien la diferencia abisal que existe entre las normas constitutivas y las regulativas, no encontraremos dificultad en averiguar la clave constituyente de la democracia formal o política. Pues esa clave es exactamente la misma que la de las reglas constitutivas de un juego. Como las de ajedrez, las reglas de la democracia no deben regular las jugadas, sino constituir el juego. Sólo así pueden ser invariables y no estar sujetas al devenir de los jugadores.

Lo devenido en la Transición, el Estado de partidos, procede de un consenso particular que, en un momento determinado, tuvo miedo del devenir de la libertad política y lo entregó, en secuestro compartido, a los partidos de la coyuntura constituyente. Para dar apariencia democrática y amparo popular a la Constitución de una oligarquía partidista, que había privado de su devenir a la libertad en la Sociedad a fin de poder colocar a los partidos en el Estado, éstos tuvieron que someterla al incierto devenir de ideas y valores sobre derechos humanos y aspiraciones de auxilio social. Es decir, la hicieron regulativa y demagógica.

Frente a la dialéctica del devenir, los partidos de la izquierda integrada en el consenso constituyente abandonaron el marxismo antes de saberlo. Renegaron de su pasado y, sin negación de esta negación, que es el principio de la dialéctica de los contrarios, pusieron fin a la Transición con las dos formas platónicas de devenir mejor y más: una alteración cualitativa en su existencia legalizada (cambio) y una traslación cuantitativa a su nuevo poder estatal (movimiento). No generaron nada beneficioso. No destruyeron nada perjudicial. Ni siquiera osaron ser dialécticos actualistas del susto como el Rey, Suárez y Fraga.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 15 de febrero de 2001.

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