Según desveló José Mª. de Areilza en su diario, el Rey habló por teléfono con Giscard d’Estaing y Walter Scheel, presidentes de Francia y de la República Federal de Alemania, y con Henry Kissinger, el ministro de Exteriores de Estados Unidos, para ofrecer explicaciones acerca del nombramiento de Arias Navarro como Presidente del Gobierno. Que el Jefe del Estado acudiera presto a rendir cuentas a tan sonados líderes occidentales, muestra a las claras cómo el posfranquismo asumió que el remozado de la monarquía habría de satisfacer una exigencia foránea. Así lo atestigua el viaje de Adolfo Suárez a París, sustituto del defenestrado Arias, apenas una semana después de su nombramiento. El primer número del diario EL PAÍS (4 de mayo de 1976) nos había revelado más del asunto, al titular a tres columnas: “El reconocimiento de los partidos políticos, condición esencial para la integración en Europa”. Pero, su editorial del 2 de julio de 1977, resulta contundentemente definitivo: “(…) el tema del ingreso español en la CEE, tema que a partir de ahora es posible, pues con las pasadas elecciones -las generales a Cortes del 15 de junio- nuestro sistema político es homologable al que rige en los países de la Comunidad.” Dicho y hecho, el 29 de julio, el ministro Oreja realizaba la solicitud formal de adhesión, y el 21 de septiembre de aquel año, el Consejo de Ministros de AA.EE. de la CEE concedía el “sí” a la negociación, admitiendo con ello nuestra equiparación política.   El elevado designio de la Transición por fin se había logrado. Faltaba un pequeño detalle sin importancia: ¡no había constitución! ¿Cómo era entonces posible convalidar el “sistema político”? ¿Acaso no corrieron un riesgo las altas instancias europeas por no esperar la respuesta de los españoles? Ciertamente no. España ya era un Estado de partidos por la unanimidad de estas fuerzas; y éstas podrían discutir de lo que quisieran, pero, fuera cual fuese la letra de la futura constitución otorgada, las instituciones políticas continuarían siendo las mismas: las del Estado de partidos, o sea, sustancialmente un gobierno elegido en una cámara cuyos asientos se reparten, en proporción a los votos obtenidos, entre las listas de los partidos subvencionados por el Estado, con cuantías también en similar proporción.   Finalmente y más de un año después, el 6 de diciembre de 1978, el pueblo español, auténtico protagonista del cambio político, refrendó, con libertad dentro del camino acotado, la Constitución de los partidos; contradiciendo, con semejante muestra de madurez democrática, el sondeo que publicara EL PAÍS en vísperas de las elecciones de junio del año anterior, el cual arrojó el sorprendente dato de que solamente el 26 por 100 de los encuestados sabía para qué votaba.

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