Antes de empezar, aclaremos que no fue por sus ideología, ni por su pésima oratoria, y mucho menos por falta de coherencia –esto, en un hombre de estado, es pecata minuta, pues tarde o temprano se verá obligado a dar un golpe de timón que le permita sobrevivir a un cambio de viento-. Toda crítica que se le pueda hacer viene dada por lo que un presidente de gobierno, bajo cualquier régimen político, ha de tener para que la historia lo juzgue sobre una base de mínimos: competencia, sentido de estado, adaptabilidad, realismo y valor para tomar las decisiones correctas en el momento que haga falta. Aunque ello vaya en contra de sus principios ideológicos. Y aunque amenace, incluso, la propia subsistencia en el poder. Eso que llaman Zapaterismo, y cuyos protagonistas en un principio preferían denominar con el pomposo término de “Nueva Vía”, se gestó en casa de Trinidad Jiménez (que hoy se gana la vida como estratega de relaciones públicas de Telefónica) como un intento de respuesta, improvisado, de base y sin demasiado rigor doctrinario, ante la profunda crisis en que había dejado al socialismo la derrota de Joaquín Almunia en las Elecciones Generales del 2000. En aquellas reuniones tomaban parte algunos políticos jóvenes como Jesús Caldera y Pepiño Blanco, e incluso particulares sin carnet del PSOE como Miguel Sebastián. Sobre la marcha se decidió contrarrestar el panorama de aburrimiento y desmovilización dejado por los largos años del Felipismo a base de incorporar las inquietudes sociales y las tendencias neomarxistas que desde tiempo gozaban de popularidad en los medios: feminismo, memoria histórica, reivindicaciones LGTB, ecologismo e incluso fenómenos de moda como los góticos. En otras palabras: venta de humo.
En fin, sucedió que, contra todo pronóstico, por las razones que conocemos y no hace falta mencionar, de la noche a la mañana aquel pequeño y bien intencionado contubernio de diletantes progres terminó convirtiéndose en el puente de mando de toda la maquinaria del Estado, en uno de los períodos más movedizos de la historia. En 2004, con los comienzos del Euro, guerras en Oriente Medio y una burbuja inmobiliaria que se hinchaba a velocidad de vértigo, José Luis Rodríguez Zapatero accede al gobierno de la Nación del mismo modo que un modesto revisor de RENFE a la cabina de un maquinista que hubiera sufrido un infarto, sin tener ni idea de cómo se ha de conducir un tren ni cómo funcionan todos los sistemas que lo mantienen en marcha. Con una locomotora que va lanzada, cualquiera se sentiría abrumado por la tarea. Zapatero no. El se sienta alegremente en el puesto del conductor y se deja llevar, confiando en que su buena racha y el favor de los dioses, eso que él mismo llama “baraka”, llevarán al AVE sano y salvo a la estación. Saliéndonos de la metáfora, las cosas sucedieron de la manera más prosaica: cuando la economía iba bien, Zapatero, ignorante en estos temas, no sabía por qué. Simplemente se dedicaba a sus postureos presidencialistas y su demagogia sin preocuparse por nada más. Del mismo modo, cuando reventó el ladrillo y la coyuntura empezó a hundirse, Zapatero tampoco tenía la menor idea de por qué estaban sucediendo aquellas cosas tan terribles. Pensaba que se trataba de una corrección pasajera. No prestaba atención a los indicios de empeoramiento que se iban acumulando por todas partes. Tampoco escuchaba a sus asesores. Y como es de esperar en aquellos hombres que no han sido bendecidos con el don de la sensatez, ni siquiera se dio cuenta de que su buena racha se había terminado.
Igual que existen negacionistas del cambio climático, Zapatero era en 2008 negacionista de la crisis económica, pese a la evidencia masiva y telúrica de los fenómenos contractivos. Al presidente del gobierno español se le podría haber disculpado que mantuviese la ficción de bonanza hasta el mes de marzo para ganar las elecciones, o incluso hasta finales de año, cuando ya era más que patente lo que el colapso de los dos grandes bancos de inversión Bear Sterns y Lehman Brothers representaba para el sistema financiero mundial. Sin embargo, la negativa a tomar las medidas adecuadas que hicieran posible un ajuste de la economía española a las circunstancias de la crisis supuso no ya una mera pérdida de oportunidad; si la persona competente en la toma de tales decisiones no hubiese sido un completo irresponsable –como luego lo demostró mediante sus coqueteos con Podemos y el régimen bolivariano de Venezuela-, casi se podría hablar de un auténtico crimen de estado. Se entiende que Zapatero no quisiera decepcionar a su electorado, ni mostrarse incoherente con sus planteamientos izquierdistas. Pero a los presidentes de gobierno no se les elige para eso, sino para tomar decisiones impopulares cuando hace falta.
En esa tesitura estuvo Zapatero no un año, ni dos, sino cuatro, negándose a contemplar a la cara la mayor crisis económica desde el crack de 1929 y mareando la perdiz hispánica por un criadero artificial de brotes verdes. A su alrededor, el mundo entero se hundía. En vano las autoridades europeas instaban a la austeridad y el ajuste. Christine Lagarde le cortaba el paso durante las cumbres económicas, para decirle cosas que no quería oir. Los grandes fondos de inversión de Frankfurt y Wall Street, temiendo por sus abultadas carteras de deuda pública española, lanzaban cortos contra las empresas del IBEX con la esperanza de que la élite económica del país, viendo como se desplomaban las cotizaciones de Telefónica, Iberdrola y el BBVA, presionaran al presidente del gobierno para que hiciese lo que tenía que hacer. Zapatero, sin embargo, seguía pensando que España jugaba en la “champions league” y tenía el sistema financiero más sólido del mundo. Para ganar tiempo puso en marcha el famoso Plan-E, que costó a las arcas públicas bastante más que años después el rescate de Bankia. Una cosa buena tuvo aquella época. Y fue que por primera vez, al enterarse del trastorno de alcance mundial que nuestra quiebra del Estado podía llegar a tener, los ciudadanos de este país se dieron cuenta de que España era una nación más importante de lo que pensaban.
Ironías aparte, en aquellos tiempos estuvimos literalmente al borde de la quiebra y el abandono del Euro. La culpa no la tuvieron los mercados ni el sistema, sino el presidente del gobierno, por su indecisión y su reluctancia a asumir unas decisiones que, tarde o temprano, no había otro remedio que tomar. Finalmente, en la noche del 11 de mayo de 2011, tras una llamada personal de Obama, Zapatero se avino a razones. Al día siguiente, a través de su ministra de Economía Elena Salgado, anunció el brutal programa de medidas de ajuste necesario para restablecer la confianza de los inversores y evitar la salida del Euro: reducción del 5% del sueldo de los funcionarios, congelación de pensiones y un drástico recorte del gasto público. Con ello, Zapatero se suicidó políticamente, clausurando la “Nueva Vía” y dejando paso a una nueva era mediante un adelanto de las Elecciones Generales.
¿A cuento de qué vienen estas reflexiones sobre nuestra historia reciente? Ahora tenemos un nuevo presidente del gobierno. Hay un cambio generacional en marcha. El populismo y la demagogia gallean en todos los foros. Los pasillos del Congreso se han llenado de políticos y políticas jóvenes que están encantadas y encantados de haberse conocido y que en su inmensa mayoría no son más que una bola de analfabetos funcionales. Con este panorama, los problemas de la economía y la política internacional siguen siendo tan complejos como los de entonces, si no más. En sus épocas respectivas, Suárez, González, Aznar y Rajoy tuvieron sus cosillas y no fueron precisamente santos de la devoción de muchos –en ningún caso de la nuestra como militantes de un movimiento que niega vehementemente el sistema al cual sirvieron-. Cometieron sus errores. Fueron personajes corruptos. A todos les entró el mal de altura, y todos fueron nefastos para el país, aunque no más que el propio Régimen del 78.
Así las cosas, sin poder elegir un mundo ideal en que podamos instalarnos ideológicamente a nuestro gusto, hemos de decidir, y en esto hablo por los políticos electos que de aquí al verano hayan de encargarse de dirigir los asuntos públicos de la Nación española, cuál ha de ser el patrón de medida que conviene aplicar: la de los grandes mascarones de proa del Régimen, que se consumieron fáusticamente en el poder y tomaron decisiones capaces de mantener a flote el buque del Holandés Errante, aun a riesgo de quedar mal ante su decepcionada tripulación de espectros adictos a la votación compulsiva; o la de un maleta inculto y pretencioso como José Luis Rodríguez Zapatero, que no servía para gobernar, no dio el callo y ahora se dedica a hacer bolos en cafés teatro de extrema izquierda, cobrando un generoso sueldo como miembro vitalicio del Consejo de Estado. De modo que Pedro Sánchez ya puede ir tomando nota. Y con él sus extraños compañeros de cama, sean cuales resulten ser.

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