En la vistilla de Palma triunfó el amor. Igual que en la vistilla de Vistalegre del otro día, con Pablemos, ese Macías puesto ahí por el marianismo para, a cambio de una nómina del Estado, tener metida en casa a la gente que antes iba a pegar voces a la Puerta del Sol.

Este runrún del amor se ve en cómo florecen los almendros y fungen (“fungir” es verbo muy Cebrián) los restaurantes. En el Monte caen los empeños porque en los bancos el crédito vuelve a correr.

En Sevilla, cuando la crisis, a un inquilino suyo que se quejaba del alquiler porque los gastos eran los mismos y los comensales cada noche menos, dijo Lopera:

Si la gente no sale a cenar no es porque no tiene dinero; es porque no tiene de qué hablar.

Dinero vuelve a haber, aunque sea prestado. Y para temas de conversación, ahí están los amores de las vistillas, sin desmerecer a ese Observatorio de la Ensaladilla Rusa de cuya existencia en Sevilla me entero por Rosa Belmonte.

En Madrid, por la plaza de toros, un bar de los 90 hizo su “sanisidro” ofreciendo en su menú “Ensaladilla CEI”, que no tuvo éxito, porque ¿qué clase de enemigo es algo que atiende por CEI?

El gran negocio de la Guerra Fría recuperó en seguida el nombre de Rusia, donde hoy sitúa al enemigo el progresismo mundial, de cuyo furioso macartismo no creo que se libre ni la ensaladilla rusa, a sabiendas de que sólo es una pose.

Si creyéramos en la Rusia que nos pintan los medios, haríamos cola para alistarnos en los centros de reclutas, si bien en una encuesta reciente sólo 16 de cada 100 españoles se mostraban dispuestos a empuñar las armas para defender España de una invasión. Hecha la salvedad, 16 españoles de cada 100 tomarían el Cetme, pero los otros 84 correrían al banco para confiar sus ahorros a la Otan de Trump, que anda, el hombre, como nuestro Felipe III, con imperio (trufado de moriscos), pero sin nación… y sin dinero para administrar la decadencia de tanta paz (“quietud”, decía nuestro rey).

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