Hilas con una ninfa. John William Waterhouse. 1893. Colección privada.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo… puedo escribir, en realidad, lo que quiera. Puedo poner verde a la monarquía, desprestigiar al Gobierno… Y no habría consecuencias. Pero la razón no es que esté escribiendo en un medio minoritario, ni que yo no sea un peso pesado de la palabra escrita. No. La razón es la siguiente: no estoy mintiendo, y no soy una amenaza. Pero no sólo yo; ningún periodista lo es. Ningún medio, ni grupo de presión. Nadie. El statu quo está tan arraigado, son tan flagrantes sus fechorías, hay tan pocas consecuencias ante sus actos, que ni siquiera se toman la molestia de llamar la atención a quienes les critican o exponen sus falacias. ¿Alguien ha visto la película El Reino? Es española, creo que del año 2018. Trata sobre un político cualquiera miembro de un partido político cualquiera. No digo más por si a alguien le pica la curiosidad. No es que sea una gran película, pero expone la corrupción generalizada de forma bastante explícita. En una dictadura más burda que la que sufrimos habría sido objeto de censura. A ellos no les hace falta.

Hoy he salido a comprar. La tarde cálida reclamaba dejarse acariciar por la brisa en el rostro, respirar, observar los tonos rosados y anaranjados del día que tocaba a su fin. Un coche de la policía ha pasado a mi lado y he pensado que si quisieran podrían pararme y multarme, puesto que era mi barbilla la que iba cubierta. Mi nariz estaba muy ocupada oxigenándose. Y me ha entrado la risa al pensar que al día siguiente a la misma hora iba a ser perfectamente legal que mi rostro estuviese descubierto. Es decir, el virus no ha cambiado. Ni yo, ni las personas con las que me cruzo. Tengo las mismas probabilidades de contagiarme en un lapso de veinticuatro horas. Lo único que ha cambiado es la decisión arbitraria de los caciques de turno respecto a qué derechos tengo y cuándo puedo ejercitarlos. Y como soy esclava de la desinformación, a estas alturas sigo sin saber cuál de los bandazos a los que nos someten es el adecuado. Si tiene sentido coartarnos, si no lo tiene… Y por si acaso, me subo la mascarilla al compás de las sirenas. Por si acaso. Y en el supermercado guardo prudente distancia con el consumidor que me precede. Por si acaso. Pero no puedo evitar abrazar a mis amigas, o desinhibirme en una terraza con una caña delante. Incoherencias. Desinformación.

Estamos dejando que la clase política nos subyugue hasta ese punto. Nos tienen perdidos, dispersos, sin criterio claro. Por lo menos a mí me ocurre. Tal vez sea porque tengo en mi entorno a personas vulnerables, y considero que los experimentos mejor con gaseosa. Mujer prevenida vale por dos.

El corolario, no obstante, por lo menos el que yo extraigo, es el siguiente: somos marionetas bailando al son que nos marcan. Dejamos que jueguen con nuestros derechos fundamentales, e inherentes al ser humano, por lo menos tal y como yo los entiendo: nos marean con nuestro derecho de reunión, de expresión, y un largo etcétera. Un día somos proscritos y al siguiente ciudadanos de pro. Sin justificación o razón alguna. Pero luego nadie se sorprende cuando parece que no tienen potestad para hacer lo mismo con otras cuestiones. Que levante la mano quien siga sin resignarse a pagar esas desorbitadas facturas de la luz.

Nos dejamos mangonear. Es así de simple y de patético.

Dicen que son veintiún días los que dura el biorritmo emocional. Tres semanas es lo único que necesita nuestro cerebro para adquirir un hábito. Y entonces yo me pregunto. ¿Cómo nos funciona la mente tras tantos años de servilismo y sumisión? Que ya no son cuarenta, como marca la Constitución; ni los otros cuarenta anteriores. Que continuamos rebobinando y son muchos más. Son todos, son demasiados.

Y aun así el remusguillo de la inconformidad no nos abandona. Sentimos que las cosas no marchan bien. Algunos de manera abstracta; otros concretamos más y le ponemos nombre y apellido a algunos de los males que nos envenenan. Pero todos, o casi, sentimos que las cosas no son como deberían. En la conciencia de cada uno queda el saber qué hacemos al respecto. Porque si ni en veintiún días, ni semanas, ni años, ni lustros hemos claudicado, por algo será.

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