El señoritismo franquistón de las marquesas de Serafín llama “populismo” a la democracia representativa, más incontrolable, ay, que este Estado de partidos o partidocracia que “entre todos nos hemos dado”.

Por si ayudara a ver la diferencia, compárese la nadería del juicio a Mas (desobediencia en vez de sedición) con la grandeza de un juez federal suspendiendo una orden ejecutiva del presidente de los Estados Unidos, cosa que ya narró un maravillado Tocqueville en “La democracia en América”.

Lo de Mas lo despachó Eisenhower (el gobernador de Arkansas se negaba a cumplir una orden de la Corte Suprema contra la segregación racial) enviando a Little Rock a la 101 Aerotransportada.

Pero el espectáculo democrático supremo (¡el sueño de Madison!) está en la lucha a muerte entre los dos poderes (que un poder vigile al otro poder, y el ciudadano dormirá tranquilo), con los jueces de árbitros del reglamento constitucional.

 

El juez de Seattle que suspendió la orden ejecutiva de Trump no es un juez Marshall o un juez Holmes, aquel amigo de nuestro Santayana que, dueño de un majestuoso bigote rubio, “se hacía el soltero” en Boston (no le gustaba pasear en Beacon Street: cada puerta le parecía la lápida de un amor muerto), pero en esa modestia está la moraleja.

La obstrucción judicial a la política (es decir, a la lucha por el poder) forma parte del juego, que no hay que confundir con el cinismo de los gigantes de Silicon Valley y su demagogia (protestantismo intelectual) con la inmigración.

El NYT tira de un profesor de Derecho en Berkeley, John Yoo, que cree que la orden de Trump “cae dentro de la ley”, aunque le afea los modales, que Yoo achaca… ¡a Hamilton!, cuyo musical, por lo visto, está haciendo más daño cultural que el “Reinas” de Moreno.

Seguí los pasos de Hamilton (!), para quien el buen gobierno y la energía iban de la mano, y apoyé al presidente Obama cuando se basó en esta fuente de poder constitucional para sus drones.

Señor, Señor.

 

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