Antón Chéjov El amor y el odio o la alegría y la tristeza que albergamos no llegan a nuestra conciencia con toda la gama de matices y resonancias que hacen de esos sentimientos algo exclusivo u original. Nuestros estados de ánimo se nos escapan en lo que tienen de intransferible, captando sólo el aspecto impersonal, general, que el lenguaje ha recogido para el conjunto de los hombres. Si no fuese así, todos seríamos artistas.   Sin llegar a penetrar las pasiones ajenas sólo percibimos de ellas ciertos signos exteriores que interpretamos por analogía con lo que hemos experimentado. Algunos personajes de ficción nos causan una fuerte impresión de vida a causa de la excepcional capacidad del poeta o el novelista para entrar en comunicación directa con las cosas y con ellos mismos, profundizando en su interior, multiplicándose (“Madame Bovay soy yo”), extrayendo virtualidades de la veta de la realidad.   Uno de los más grandes autores de cuentos de todos los tiempos, luchó a lo largo de su vida contra el autoritarismo, que ya en su infancia estuvo representado por la tiránica figura del padre, desde cuya tienda asistía a un desfile de tipos humanos que le servirían más tarde de modelos. Antón Chéjov seleccionaba fragmentos de la realidad con la frialdad de un observador científico, y sin la menor tentación de exhibir ringorrangos retóricos, escribía de manera concisa y depurada, acerca de tres o cuatro detalles sobre los que giraría el simbolismo de la narración. Si otra narradora extraordinaria, Isak Dinesen, decía que todas las penas se pueden sobrellevar si las pones en un cuento, Chéjov creía que no había nada en la vida que no pudiera ser al mismo tiempo triste y jocoso o ridículo y patético.   En un reportaje sobre la cárcel de la isla Sajalín, Chéjov confiesa que a lugares tan tenebrosos como ése, los rusos tendrían que ir en peregrinaje: “Hemos dejado pudrir en prisiones a millones de hombres, sin ninguna razón, de manera bárbara” y los responsables no son los guardianes “sino cada uno de nosotros”. El autor de La gaviota o Tío Vania no llegó a conocer las cotas que alcanzaría el horror penitenciario en su tierra.

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