Por fin actuó la justicia española, pero lo hizo tarde. ¿Por qué? He aquí la pregunta que debemos formularnos los españoles que hemos seguido de cerca el esperpento del “procés”. ¿Por qué la fiscalía no persiguió el delito de sedición que venían cometiendo desde hacía años las autoridades catalanas y sus socios? La respuesta es sencilla: porque en España no hay separación de poderes, ni independencia judicial. Semejante afirmación escandalizaría a muchos si se publicara en los periódicos de masas, pero no en este valiente medio.

Carles Puigdemont y sus cómplices sabían perfectamente de la inseparación de poderes y de la falta de independencia judicial que existe en España. También tenían claro que el régimen de 1978 es una oligarquía de partidos estatales, fundamentada en el pacto, el acuerdo entre los grandes partidos, el consenso político, roto en Madrid por Podemos y en Barcelona por el independentismo. Rajoy no es un presidente del gobierno, sino el jefe de una partidocracia elegido por sus diputados de lista tras la caída de Pedro Sánchez. Sin la abstención del PSOE Rajoy no sería “el jefe”. Carles Puigdemont confiaba en la naturaleza consensuada del estado de partidos para fracturarlo. Rajoy no se atrevería a dar el paso que no había dado en 5 años (ordenar al Fiscal General del Estado que persiguiera el delito), Rajoy no contaría con el apoyo del repuesto Pedro Sánchez. Rajoy tenía en frente a la aguerrida izquierda de Pablo Iglesias (por supuesto es ironía). La quietud de Rajoy había facilitado la venta del independentismo a un gran número de catalanes, que lo habían comprado porque se lo habían creído. Sí, era posible lo imposible, destruir una nación votando para crear otra nueva, sin violencia, sin respuesta por parte del Estado ni de la nación. Durante un tiempo no se equivocaron con el estado, pero sí con la nación.

En los últimos dos meses, la nación española, que parecía muerta, resucitó y salió a la calle en numerosas ocasiones sin el previo reclamo de los partidos estatales, cuyos jefes suelen colocarse delante de las manifestaciones con sus lemas condensados para disfrutar de la sensación de que son seguidos por millones de personas (ellos nunca lo son, sí la apariencia de poder). Ha sido la nación la que ha detenido el golpe. Y aquí me detengo para hacer un inciso. ¿Golpe de estado? Cuántas veces hemos leído y escuchado esta expresión en los medios de comunicación. No ha sido un golpe de estado. Los golpes de estado son acciones rápidas para hacerse con el poder en un estado. Cataluña no es un estado, sino una autonomía. Los “golpistas” no buscaban un poder que ya tenían, ni querían conquistar el poder en Madrid, sino destruir la integridad nacional para fundar su propio estado. Se ha tratado entonces de un atentado a la nación, y ha sido la nación la que lo ha detenido con su determinación. El estado se ha visto forzado y legitimado para aplicar la ley contra una facción estatal a la que hasta pocos días antes rogaba la vuelta a la ley, eufemismo de la vuelta al consenso.

Los sediciosos y rebeldes deben ser juzgados y condenados por sus gravísimos delitos. Pero su condena no acabará con el problema. Hemos sido testigos de la incapacidad y de la dejadez del estado ante una de las mayores crisis de existencia que ha sufrido España. El estado de partidos hace aguas. No hace falta ser muy listo para comprobar que el problema no son las personas, sino el régimen. Una vez restablecida la situación, una vez que la nación española ha recuperado su conciencia de unidad, debe ser la nación la que como sujeto constituyente propugne un sistema político representativo del votante, con separación de poderes e independencia judicial, para que nunca más un Rajoy y un Puigdemont nos lleven al borde del precipicio. ¡Viva la nación!

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