Es un hecho que nuestra calidad de vida depende de impersonales relaciones socioeconómicas que, en último término, se remiten al orden político. A su vez, éste se presenta como acorde a una mayoría social. Las personas que no consiguen mantener una existencia según cierta medida de dignidad terminan frustrándose, pudiendo llegar a convertirse, si existe la posibilidad de construir un referente público apropiado, en un peligro para la estabilidad institucional del poder.   En un momento de aguda crisis económica, alguna administración autonómica dedica dinero y tiempo a enseñar a masturbarse a los jóvenes. Ciertamente, en una región en la que la tasa de paro juvenil —esto la oficial, porque la real no hay quien pueda medirla— supera el 30 por 100, este es el tipo de trabajo manual que mayormente podrá desempeñar la nueva generación. La cuestión está en saber por qué en España se suceden las políticas en este sentido (que los “derechos” sexuales precedan a la responsabilidad penal en la ley del menor, la píldora del día después o la ampliación del aborto). ¿O acaso alguien cree que todas estas actuaciones son meras improvisaciones sin sentido final alguno? Pues no. Realmente responden a un intento de la izquierda partitocrática por mejorar la calidad de vida de nuestros jóvenes en aquello que pueda ser posible. Y lo único que les va a quedar es la posibilidad del disfrute sexual, enajenándolo de la emancipación paterna y evitando las consecuencias biológicas, cosa que las citadas medidas pretenden.   Esto implica algo terrible: el desastre socioeconómico al que están abocadas buena parte de las nuevas generaciones se contempla como algo inevitable —con esta Monarquía de partidos y su rumbo inalterado de economía política durante los últimos treinta y pico años—, que de alguna manera habrá que amortizar y dulcificar minimizando sus secuelas.   Desde la derecha, se rasgan las vestiduras apelando a la inmoralidad o el dispendio de tales medidas. La Iglesia amenaza con excomulgar personalmente a los diputados que voten a favor del aborto, callando acerca de la imposibilidad de que los ciudadanos podamos hacer algo similar con nuestro voto, al tener que refrendar obligatoriamente listas de partido.   Así, unos y otros avalan el posfranquismo juancarlista y su impronta institucional —y aunque pretendan negarlo o achacarlo al otro partido, sus consecuencias—, sepultando públicamente la esperanza de poder aspirar a otra cosa. La verdadera diferencia entre ambos está en que esto suceda con o sin “pajillas”.

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