Martín Miguel Rubio

MARTÍN MIGUEL RUBIO.

   No fue la Declaración de Independencia, de 2 de julio de 1776, redactada por Thomas Jefferson, y firmada por quince Estados ( a la sazón colonias ), la que constituyó la cuna de la Nación Americana, ni tampoco la victoria del Ejército Continental en 1783, mandado por George Washington, sobre el incapaz general inglés sir Henry Clinton, la que creó los EEUU. Ni tan siquiera la Constitución de los Estados Unidos de América, firmada por doce Estados, el 17 de Septiembre de 1787, fue quien convirtió en materia o cuerpo tangible la Nación Americana. No. Fue sólo el modelo creado por Alexander Hamilton para pagar la deuda soberana de todos los Estados creada por la Guerra de Independencia a través de la Reserva Federal la que unió verdaderamente a las colonias que se habían sublevado contra los casacas rojas. Si la deuda generada por tan larga guerra contra el Imperio Británico, cuyos acreedores estaban domiciliados en prácticamente todas las monarquías de Europa, salvo la del Reino Unido, claro, hubiese sido pagada por cada antigua colonia, como querían el corrupto gobernador de Nueva York, Clinton, o el propio Jefferson, o Madison, o incluso Benjamin Franklin, u otros grandes patriotas, como William Patterson, James Duane, Hugh Williamson o Roger Sherman, los nacientes Estados Unidos hubieran dado a luz con toda seguridad a trece repúblicas independientes.

     A pesar de la enorme resistencia que el banco hamiltoniano o Reserva Federal suponía, la prodigiosa capacidad de previsión de Washington sobre los peligros que podían acechar a su país fue decisiva en el apoyo casi incondicional que dispensó a su Secretario del Tesoro. Hamilton centralizó el pago de la deuda a través de la Reserva Federal, e independientemente de la riqueza de cada Estado, del tamaño de la deuda de guerra acumulada por cada Estado, y de cualquiera otra característica impositiva de cada Estado, fueron todos los americanos de todos los Estados quienes pagaron la deuda en muy poco tiempo. Y fue esta solidaridad fiscal en el pago de la deuda la que cimentó la unidad nacional de una manera real ( Hamilton ) y no puramente teórica y retóricamente demagógica (Jefferson). Pagar la deuda de los Estados entre todos los americanos a escote no sólo fue una muestra de patriotismo, sino sobre todo de fe en el futuro del país. “Puplic debts were public blessings”.

   Si Europa creyera en un futuro nacional como Unión Europea, la deuda que atenaza e impide el crecimiento económico de los países con mayores dificultades sería pagada por todos los miembros de la Unión Europea, consagrándose los países más ricos a un objetivo más grande y noble que sus propias riquezas. Y que si bien lo miraran los hoy cegatos germanos redundaría también para ellos en riqueza contante y sonante en muy pocos años. Con su apuesta por compartir los riesgos y los sacrificios Europa se convertiría pronto en el país más poderoso y feliz de la tierra. No hay política que haya empobrecido más a los pueblos que la política de los avariciosos, cuya avaricia los acaba matando de hambre también a ellos.

   La fe en el crédito europeo se restauraría de inmediato en el mundo, si todos los europeos nos remangamos en la tarea de sacar del pozo a los conciudadanos europeos más pobres. Pero ese crédito nunca se podrá conseguir con aquellos como los banqueros que ven sólo el futuro de Europa en el día de la recogida de los beneficios, sino en el político que vislumbre un futuro europeo en el sentido de un destino manifiesto. Europa necesita un nuevo De Gaulle con la generosidad e inteligencia de un Alexander Hamilton.

   Ya no es que creamos en la farisea demagogia izquierdista de la Europa de los mercaderes guiada por el espíritu de Sylock, cuando ha sido precisamente el libre mercado preconizado por Cobden ( “Free Trade, Godwill and Peace among Nations” ) el que ha hecho de Europa el continente con mayor grado de bienestar y justicia social, sino en la necesidad de alejarnos – vacunarnos –  de los siempre cortos tiempos de la especulación financiera. El tiempo de la Historia y del viaje transcendente de los pueblos en un curso histórico no puede ser programado, como en un mapa de estaciones de metro, por las distintas Juntas de los Bancos que operan en Europa, como telas de araña aguardando moscas. El tiempo de Europa no puede responder al tiempo del “carrete partido 100”. Europa necesita establecer o crear su propia Reserva Federal, que sería la cuna efectiva de la nación europea. Debe comenzar el tiempo de la política. Es tiempo de bajar los humos al nuevo Ariovisto, sin que por el momento sea necesario hacerle morder el polvo, cuando, además, los vaticinios y los sortilegios de sus mujeres de familia le señalan que ya no será nunca tiempo de romper la baraja.

   O fundamos la nación europea o la Unión Europea se disolverá.

   Sacar del atolladero sin trampa ni insidiosa estafa a Portugal, Irlanda, Grecia o, quizás, también España, sería la prueba de que la voluntad de hacer Europa es sincera y tiene buena fe. Y la pobreza en las esquinas de Europa están proclamando que los dirigentes actuales de Europa no tienen ninguna fe en Europa.

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