Cúpula de la sala del Congreso (foto: Álex Jiménez) Imaginemos por un momento que las cosas fuesen distintas.   Imaginemos que el Congreso de los Diputados se limitase a debatir leyes de aplicación a medio-largo plazo, siendo representativo de la sociedad al completo, y cada diputado siendo elegido independientemente de las listas de partidos políticos y en el distrito en que vive. Imaginemos que existe un poder separado que vigila tanto al poder que compone las leyes a ejecutar, asegurándose de que son legítimas y se corresponden con una Constitución noble, como al poder que las ejecuta, asegurándose de que sus posibles abusos sean controlados al máximo. E imaginemos que el cuerpo que ha de ejecutar la acción del Estado sobre la sociedad es elegido aparte y por todos los ciudadanos, de tal modo que la obediencia de la sociedad sea digna (cuando lo sea).   Imaginemos, pues, una sociedad preparada para renunciar a los intereses del momento y para participar activamente en la creación de mejores instituciones para su generación y las futuras. Imaginemos una vitalidad social capaz de rebelarse ante la injusticia o la negligencia y a la vez capaz de aceptar la necesidad de un mandato (no renovable), que es el que llevará a cabo las acciones necesarias para su posible bienestar. Imaginemos la bella dinámica de una sociedad que acepta el reto del constante cambio en todos los dominios de la vida mediante instituciones creadas por ella misma para hacerlos frente del modo más completo y coherente posible. Imaginemos una sociedad que desconfía del poder por razones éticas, así como por una larga y consistente experiencia histórica de abusos, y que se moviliza para consolidar su institucionalización cuando sea necesario.   Imaginemos, por último, una Constitución dibujada con estas, o similares, directrices. Un documento práctico y carente de retórica, claro y simple, estudiable y analizable por cualquier ciudadano adulto, y que evada el recurso a oscuras fuentes hermenéuticas, mascaradas de la farsa oligárquica que en realidad permiten libremente representar.   No es difícil imaginar estas cosas. Y no lo es porque llaman al más puro sentido común y también porque poseemos la experiencia histórica de su efectividad. Son sueños sólo en tanto que los ciudadanos reprimen durante la vigilia la verdad de un ideal tan claro. Pero son realidades perfectamente conquistables.

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