Recientemente me ha dado por el periodismo de datos. En una de mis últimas investigaciones me planteé el objetivo de estudiar las duraciones en años de los diferentes regímenes políticos que se han sucedido en España desde el final del Antiguo Régimen –por poner una fecha: 1814, el año en que Fernando VII instaura su primer gobierno absolutista- hasta el momento actual, en el que un descendiente de aquel mismo rey intenta mantener el legado de sus borbónicos ancestros en un escenario de crisis económica y de prestigio del sistema de gobierno basado en la Constitución de 1978. Antes de continuar, algunas aclaraciones: lo que interesa no es una categorización conceptual impecable, sino obtener algo de información predictiva. Por ello, la noción de “régimen” que aquí se utiliza es bastante laxa. Más bien estamos hablando de intervalos históricos caracterizados por un estilo político de hacer las cosas, bien por la decisión consciente de establecer un nuevo régimen (como, por ejemplo, durante el trienio liberal de 1820-23), bien por fuerza de las circunstancias (como en el caso de la Regencia de María Cristina, que se dedicó principalmente a la gestión de una guerra civil). Desearíamos disponer de un gálibo lo suficientemente holgado para hacer pasar por debajo de él a Amadeo de Saboya, la Dictadura de Primo de Rivera, las dos Repúblicas y el Franquismo. Pido al lector versado en Historia de España que me disculpe por el reduccionismo matemático y me de su voto de confianza, a título provisional y solamente por razones de método.
Cuando tenemos una serie de datos numéricos –concretamente la duración en años de unos cuantos regímenes políticos cañís- lo primero que se hace es hallar algunos estadísticos fundamentales, para poder interpretarlos de manera mínimamente profesional: media aritmética, mediana (valor central de la serie), moda (valor más frecuente), varianza y desviación típica. Considerando los 12 regímenes sucesivos (primer absolutismo de Fernando VII, Trienio Liberal, segundo período absolutista de Fernando VII, Regencia de María Cristina, reinado de Isabel II, el fracasado experimento de Prim con Amadeo de Saboya, Primera República, Restauración, Dictadura de Primo, Segunda República, Franquismo y Régimen del 78), la información que se obtiene no es muy útil que digamos. Desde la desaparición de eso que llaman Ancien Régime, en España el promedio de duración de un régimen político es de 16,75 años, con una mediana de 2 años, moda de 2 y desviación típica igual 17,66 (¡más alta que la media!). En resumen, todo esto no es más que un engendro de números. No hay por dónde agarrarlo. Haríamos mejor en leer un par de libros de Miguel Artola o Raymond Carr y después montar una tertulia en Radio Libertad Constituyente. De este modo, al menos, nos enteraremos de que todos estos regímenes tuvieron algo en común: ser una casa de putas.
La cosa cambia cuando ponemos nuestra serie de datos en forma de tabla y le decimos a Excel que haga un histograma con las duraciones distribuidas, por ejemplo, en períodos de 10 años, y el número de regímenes políticos que corresponden a cada una de las categorías. El resultado es sorprendente. Ahí arriba pueden verlo: de 1814 al presente ha habido en España ocho regímenes políticos que duraron menos de un decenio, uno (el reinado de Isabel II) que duró 29 años y, a la derecha del gráfico, los tres grandes campeones de la modernidad: Restauración, dictadura franquista y Régimen del 78, con caducidades incluso superiores a la cuarentena. Si fuera una distribución normal, las barras más altas estarían en el centro del gráfico. En otras palabras, la mayor parte de los regímenes políticos tendrían duraciones entre los 10 y los 20 años. Posiblemente se trataría de felices repúblicas representativas, quizá de estilo italiano o francés, con encendidos debates parlamentarios y algún duelo de vez en cuando; y habría muy pocos períodos breves (de crisis o guerra civil) así como escasos o ningún período prolongado (de dictadura o gobierno de partidos). Lo que tenemos, por el contrario, es una división abrupta entre dos tipos de régimen con rasgos diferentes y duraciones temporales en los extremos.
La conclusión es que en la historia contemporánea de España parece haber dos grandes pautas políticas: una de regímenes “cortos” y otra de regímenes “largos”. En resumen, es como si en el ibérico motocarro tuviésemos un cambio con solo dos marchas: una corta, perrera y ruidosa para maniobras de arranque, marcha atrás y puertos de montaña; otra larga, sosegada y apta para conducir con borbónica indolencia por las interminables longanizas de la Tierra de Campos. Si obtenemos los mismos valores estadísticos que antes, esta vez referidos cada una de las dos categorías de períodos, dispondremos de una información más significativa: los regímenes “cortos” tuvieron una duración media de 6 años, con mediana de 4,5 y desviación típica de 2,8. Por su parte, los regímenes prolongados exhiben duraciones promedio de 39,75 años, mediana en 44,5 y desviación típica de 8,2.
La existencia de estas dos pautas históricas resulta fácil de explicar: cuando hay guerras, intrigas partidistas, crisis económica, cambio social, agitación nacionalista y otras incidencias por el estilo, no es de esperar que un sistema político se mantenga durante mucho tiempo. Ir en primera arrasa el cambio de marchas y los nervios del conductor. En situaciones de estabilidad, con un poder fuerte y amplios consensos de base (voluntarios o forzados), el tinglado resiste lo que le echen encima y puede durar décadas. Si quisieras, podrías ir en tu motocarro hasta Torremolinos y quedarte allí durante todo el verano. La dictadura de Franco, con su bonanza económica de los años 60 y sus telúricas resiliencias, constituye un ejemplo característico de conducción en marchas largas. Su duración se corresponde con bíblica y rotunda exactitud con el promedio calculado de 40 años para un régimen político buñueliano made in Spain, con improvisación y medios caseros, como la tortilla de patata.
Volviendo al presente, que es a lo que veníamos: el régimen del 78 acaba de estrenar el quinto decenio de su historia. Por consiguiente, se halla ligeramente por encima del promedio, pero no tan adelantado como su borbónico predecesor, la Restauración de 1874. Si creemos en la estadística, al final lo que se impone es un retorno a las medias. En consecuencia, el régimen de 1978 debería en crisis durante la década del 2020, para ser reemplazado por un nuevo período de inestabilidades, otro régimen de larga duración o lo que venga. Más cauta es la suposición de que el viaje aun puede durar. No solo queda mucho desierto por delante, sino que además, existe una tendencia al incremento en la duración de los regímenes políticos (claramente apreciable en el gráfico). En Alemania, también gobernada por un sistema de partidos, el régimen actual, la República de Bonn, fue fundado en 1949, y después de 70 años aun se mantiene en pie. ¿Quién dice que España no terminará acomodándose a la misma pauta que otras naciones europeas occidentales, donde la estabilidad institucional es el hecho dominante? La próxima década será decisiva, tanto para España como para Europa.
Al margen de esperanzas de vida, promedios y otros artefactos estadísticos hay algo en lo que estamos de acuerdo: la capacidad de la monarquía borbónica y su sistema de partidos basado en la constitución de 1978 para sobrevivir hasta el año 2030 y más allá, depende de la suerte con que el actual timonel del Bribón, Su Majestad el Rey Don Felipe VI de Borbón y Grecia, consiga capear las inclemencias de algo más que una mar picada frente a las costas de Mallorca: crisis económica y de deuda, erosión del bipartidismo y conflicto soberanista en Cataluña. Esto nos sitúa en una perspectiva sorprendentemente similar a la de hace un siglo, cuando los problemas de 1917 pusieron a la primera restauración monárquica en la senda de su crisis terminal. Antonio García-Trevijano, uno de los más talentosos juristas españoles de nuestro tiempo y único en diagnosticar con total acierto los vicios del sistema, pasó su vida predicando en el desierto, sin conseguir a cambio más que desprecios y difamaciones en medio de una indiferencia pública casi total. Los actuales escenarios de incertidumbre, con su carga de zozobra y de riesgos (que no podemos evitar) suponen una oportunidad para el movimiento de regeneración constitucional y republicana fundado por él. Una oportunidad que el MCRC debe aprovechar.

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