Los políticos sin convicciones que apelan a la ética de la responsabilidad siendo unos perfectos irresponsables e invocan el consenso para lograr el bien común o que la crisis haga el menor daño posible, y la prensa orgánica que divulga el pensamiento ligero de nuestros días, tratan de cimentar su propensión a la filosofía de lo irracional y del poder con el racionalismo de la modernidad de Max Weber, presentándolo como ideología legitimadora de la práctica política que se desarrolla en España.   Con su profundo conocimiento del derecho y de la historia, Weber contrapuso a las formas evolutivas del Estado de Engels su tipología de Estado feudal, Estado estamental, Estado absoluto y Estado representativo. La gran novedad consistía en introducir un Estado estamental o de clases entre el feudal y el absoluto. La configuración de este tipo de Estado estamental, que explica la evolución de la monarquía inglesa al parlamentarismo sin pasar por la monarquía absoluta, y la diferencia entre la monarquía de los Austrias y de los Borbones en España, la tomó Weber del jurista del organicismo germánico Otto von Gierke.   Al estudiar el funcionamiento de este Estado medieval que penetra en la edad moderna bajo forma estamental, Weber formula la tesis de que, cuando se enfrentan intereses de categoría o corporativos, es decir, donde debaten grupos de interés, el procedimiento normal para llegar a decisiones colectivas es el compromiso, y no la norma de mayoría, esencial para las decisiones en cuerpos (Parlamento) y organizaciones (Partidos) constituidos por individuos considerados iguales.   Este hallazgo obligó a Max Weber a clasificar las formas de representación, dentro de las estructuras de dominación, en cuatro tipos: representación apropiada (carismática), representación por derecho propio (estamental), representación vinculada (mandato imperativo) y representación libre, especificando que “lo peculiar de Occidente no es la representación en sí, sino la representación libre y su reunión en las corporaciones parlamentarias”. Esta forma de representación libre convierte al diputado elegido en “señor investido por sus electores y no en el servidor de los mismos”. Pero precisamente una de las peculiaridades de la democracia, occidental u oriental, es la representación en sí, y no que ésta sea “libre” de hacer lo que desee en contra del mandato de los electores (rémora de la modernidad metafísica de la revolución francesa), ni que sea, en el colmo de la imbecilidad contemporánea, “justa”.

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