Bosquejo de «La libertad guiando al pueblo». Eugène Delacroix, 1830.

Resulta que hace unos días, en toda España se ha celebrado un referéndum sobre la institución de la monarquía. Antes de que el lector se marche corriendo a tomarse la buscapina, que sepa que se trata de una consulta popular no vinculante, impulsada por la ciudadanía. La idea, dicen, es que sea el paso previo a un referendo vinculante y oficial, en algún momento del futuro. Es decir, que unas cuantas personas saldrán a la calle a fin de hacer ver que pintan algo, y luego todo seguirá igual. Como lo del 1 de octubre del 2017, pero sin los palos, vaya.

El problema con esta nueva consulta popular es que hay quien sí que se la toma en serio. Y no me refiero a que la apoye, sino que cree que es, o debería ser, un tema primordial para el ejercicio de la democracia en España. Un hito importante para empezar a cuestionar el Régimen del 78.

  • En qué consiste el «régimen del 78»

Estos días he descubierto la figura de don Antonio Garcia-Trevijano, que fue la «bestia negra» del cataluñismo —es decir de lo que entre 2011 y 2017 conocimos como «independentismo político en Cataluña»—, defensor de España y de su unidad y, por eso mismo, ignorado —y en el mejor de los casos desconocido— por casi todos los catalanes. Garcia-Trevijano fue la persona que articuló, casi él solito, la oposición política al franquismo, permitiendo las reuniones de los partidos y sindicatos, aún clandestinos, para encauzar el fin de la dictadura, al menos en su forma política.

Su idea de libertad constituyente que lleve a una república constitucional es algo interesantísimo de conocer e investigar. Se basa en un proceso constituyente real, en el que se separa la nación del Estado y sus poderes. La finalidad es que los ciudadanos puedan escoger entre diferentes formas de Estado y de gobierno, como pueden ser una monarquía parlamentaria, una república parlamentaria, una república federal, una oligarquía de partidos, o lo que sea. Al final del período, se celebra un referéndum para escoger las nuevas reglas de juego político, que deben prever sistemas de cambio de las mismas. Los que conocen y propugnan estas ideas no se llaman republicanos, una palabra que hoy en día ya sólo significa simpatía sin conocimiento ni compromiso, sino repúblicos.

En España, en lugar de una ruptura con el régimen dictatorial, todos los partidos, sin excepción, incluidos los vascos y los catalanes, decidieron pactar con las instituciones franquistas. Se redactó la llamada Constitución de 1978 a puerta cerrada, sin ningún tipo de participación de los ciudadanos. Esta constitución establece el régimen de partidos actuales en la monarquía borbónica, en el que los mismos partidos se arrogaron el poder de representación. Cuando una vez atado y bien atado, se presentó a la ciudadanía, después de cuarenta años de dictadura, se aprobó. ¡Faltaría más!

Y así, lo que pudo ser una ruptura, se convirtió en la famosa «transición democrática», que de democrática no tuvo nada. Los partidos decidieron por su cuenta pactar con el franquismo; organizar el régimen político, el Estado y la forma de gobierno; redactaron la norma primordial, y aquí paz y después gloria. Todos bien contentos, y medallas -y café- para todos.

  • El régimen de 2017

Y ahora, viajemos treinta y ocho años hacia el futuro, de 1978 a 2016. Los partidos políticos que en ese momento se definían como independentistas, encargaron la redacción de una nueva constitución para una Cataluña independiente. El líder del proceso fue Santiago Vidal, un juez catalán que saltó a la fama al sufrir un par de reprobaciones por parte del sistema judicial.

Vidal y su equipo, al que nadie aparte de los partidos había elegido, hizo un redactado inicial a puerta cerrada. Posteriormente, y tras toda una serie de críticas por la mala organización y pobre redactado —en el que su humilde servidor participó—, se abrió un sistema de enmiendas participativo abierto a todo el mundo. Bueno, se podía presentar una enmienda, pero que se aceptara, ya era harina de otro costal.

En el preámbulo original, se decía lo siguiente:

«El pueblo de Cataluña ha decidido promulgar esta constitución con el objetivo de garantizar la igualdad ante la ley, proteger la dignidad humana, asegurar la separación de poderes, fomentar la democracia participativa y respetar los valores fundamentales que recogen la Declaración Universal de Naciones Unidas de 1948, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, el Pacto internacional de Derechos económicos y sociales de 1977, los Tratados de la Unión Europea, y la Carta de la Tierra aprobada en el Foro mundial de Río de Janeiro en 1997» .

Y a partir de ahí, basta con seguir con el artículo 2.1, que definía a la futura organización jurídica como una república parlamentaria, con una única cámara y no presidencialista. Es decir, café para todos y a callar. El resto del artículo 2.1 era, y es, una sola frase totalmente vacía y sin sentido.

El problema principal aquí es que se hizo exactamente lo mismo que en la Transición española, de la que tanto se quejaban: los políticos secuestraron los derechos políticos de los ciudadanos de Cataluña, y pidieron a un ciudadano privado, elegido bajo criterios populistas y de su fama temporal, para redactar el texto que debería articular el futuro del nuevo país.

El punto añadido, que no secundario, es que muy pocos ciudadanos levantaron la voz, preguntando por qué no había prevista ningún tipo de consulta ni de proceso constituyente que incluyera a los ciudadanos. La verdad es que nunca hubo intención alguna de preguntar a los catalanes si querían una república o una monarquía. Ni hubo intención de reformar el régimen político catalán de partidos, un régimen podrido y heredero directo de la transición franquista. Ni hubo intención de preguntar a los ciudadanos si queríamos una constitución.

Los catalanes no tuvimos ningún tipo de poder de decisión real. Se nos utilizó de escaparate en las consultas populares. Para hacer bonito en la consulta del 9 de noviembre de 2014, y de carne de cañón el día 1 de octubre de 2017. En ambos casos, para justificar las demandas de la clase política, poniendo la cara para que nos la partieran.

Pero es que los catalanes —y el resto de los españoles tampoco— nunca hemos tenido ningún otro poder político a parte de participar en las votaciones. Y que nos dejen poner un papelito en una caja cada pocos años no es ningún poder. «Votar es democracia» es el lema que utilizaban los independentistas. Es un lema infantilizador, destinado a hacer creer a la ciudadanía que su única participación es votar cada vez que diga el político de turno. Y no.

El ejercicio de la democracia, así como la democracia misma, es mucho más que votar. Es participación activa. Es tomar partido y hacer valer los derechos y deberes de participar en las decisiones de cómo se quiere estructurar la sociedad. Este ejercicio contempla el derecho a participar en la decisión de si se quiere, o no, una república. Y si al final resulta que la queremos, ¿cómo debe ser esta república, federal o unitaria?, y en si hay que separar la elección del poder ejecutivo —el presidente— del legislativo —los diputados—, de forma se evite que sea el propio gobierno quien elabore las leyes, como ocurre hoy en todos los parlamentos autonómicos y en el Congreso de los Diputados.

Y de este desconocimiento y falta de ejercicio de la democracia surgen también, y de forma especial, las insidias de los «procesos de democracia participativa». Locales, de la Diputación o de donde sea.

Porque una república no es sólo la ausencia de un rey. Es mucho, muchísimo más. Pero en una sociedad dormida como la española, y por tanto la catalana —y ésta última mucho más susceptible a la forma que a cualquier fondo—, en ese adormecimiento, cualquier cosa que brille distrae la atención y hace que cambiemos de tema rápidamente. A un catalán le señalas la olla llena de monedas de oro al pie de un arco iris, y se pasará una semana adjetivando, como hacía Josep Pla, los colores del efecto óptico del agua sobre un rayo de luz solitario, que atraviesa, fugaz , el éter del país.

Por eso, esta futura consulta popular totalmente intrascendente, es una de las absurdeces más grandes e inútiles que sucederán durante estos primeros veintitantos años del siglo XXI. En primer lugar, porque no tendrá ningún tipo de consecuencia real. Y, en segundo lugar, porque es un nuevo engaño a los ciudadanos. Un nuevo robo de sus derechos y libertades políticas. Uno más de todos los que llevamos encima, desde 1939 hasta la fecha, de forma ininterrumpida.

  • Referéndum o referéndum

Éste es el (ya no tan) nuevo lema del cataluñismo. Pero antes de volver a montar costellades —no las de comer cordero, sino de las que les rompen las costillas los ciudadanos, mientras los responsables políticos se autoeximen de cualquier culpa—, necesitamos hacer muchas cosas, empezando por enviar a toda la chiquillada del Govern al paro. Después habrá que rendir cuentas con quienes han causado esta situación. Y si es necesario, hacerlo en los juzgados —de nuevo si hace falta—, y lo digo muy en serio.

También tendremos que reconocer nuestros errores y pedir perdón. Y así poder realizar una ruptura total, no sólo con el régimen podrido heredero del franquismo, sino con este cataluñismo de feria y cartón piedra. Hay que romper con la huida hacia adelante y sin rumbo, y empezar a trabajar de verdad. Ser conscientes de que es necesario empezar a dejar atrás el independentismo y empezar a madurar.

El renacimiento noucentista nos llevó a la adolescencia. Está muy bien, pero necesitamos llegar a la adultez. Sólo siendo adultos, y sobre todo comportándonos como tales, se podrá rehacer Cataluña, primero, y después hacer que Cataluña vuelva a pintar algo. Y no sólo en la práctica –tejido económico, industrial, el país de brick and mortar, que dicen–, sino como sociedad. Es necesario dejar los mitos románticos vacíos atrás. Hay que bajar de la montaña y descubrir que, por mucho que estuviéramos en la cima, nuestra altura seguía siendo la misma. Diferenciar el árbol del bosque -que al revés ya se ha dicho demasiado.

Debemos madurar como sociedad para poder salir adelante. Y por eso tendremos que leer y estudiar mucho. Entre otras cosas, a Antonio García-Trevijano.

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