foto: z-nub El temor de algunos célebres conservadores a la rebelión masiva, el progreso y la así llamada democracia estaba justificada si comprendemos su preocupación por la libertad y excelencia personales. Por otra parte, el recelo de los progresistas al elitismo de clase estaba igualmente fundado cuando tras su fachada se perpetuaban intolerables opresiones. El deseo de libertad en ambos casos es no sólo razonable sino perentorio, pero se ve desde ángulos opuestos, que han venido chocando desde hace ya mucho tiempo. La democracia aspira a ser una solución política plausible a este conflicto que no renuncia ni a la libertad personal ni a la representación de todos los estratos sociales. Pero sólo puede suceder a condición de que limpiemos el polvo acumulado sobre ella desde que comenzó a considerársela de nuevo en el Occidente moderno como una opción política plausible. El conservadurismo por una parte la desechó equivocadamente como contraria a sus principios de libertad personal. Este error explica numerosas reacciones de ciertos personajes, sobre todo del mundo de la cultura, que, por no abrazar la igualación impuesta del progresismo autárquico, prefierieron adherirse a una forma política pretérita que al menos conservaba algunas libertades. Pero también el progresismo se había apropiado indebidamente de su fundamento, como si la igualdad social fuese idéntica a la idea de la democracia. Ha sido un largo camino hasta alcanzar un equilibrio relativamente estable, que no pretende ser definitivo, pero sí lo suficientemente adecuado como para considerarlo consecución de una meta. Entretanto, los que habían soñado con ella tuvieron que apartarse, pues la marea de los extremos les desviaba de un término medio que, al menos instintivamente, consideraban ideal. Gran parte de la abstención política del artista, incluso hoy, tiene aquí su origen. Pero el artista o el científico que quiera seguir su carrera sin estar necesariamente comprometido con uno de los lados para prosperar, ignorando el otro, debe saber que, en el dominio político, la idea de la democracia ofrece la posibilidad de una solución admisible por ambas partes. No es precisa renuncia ninguna a valores centrales. Tan sólo apertura a lo otro, y una cierta dosis de voluntad para encarar la problemática como una digna de solución, como la de una compleja ecuación matemática.