(foto: Hasta hoy) La situación política española actual, alargamiento indefinido de una transición que todavía no se nos ha informado llevará a lugar definido ninguno, pertenece a una categoría colindante entre la ilusión difusa y la vana pompa. La oligarquía gobernante, íntimamente aliada con los grandes grupos financieros, cuyo interés se reduce al círculo de su propio ombligo y jamás piensa en el bien común, ha inyectado en la sociedad los valores dominantes: abocada inmediatez, ensanchamiento de la bolsa a toda costa, ausencia virtual de sentido ético. Espejismo maravilloso que encandila. Torres babilónicas de mil lenguas insolubles en las que nos afanamos por prosperar, a la espera del último llamamiento. Antes de que el mundo explote, por lo menos me habré llevado un cacho. Y que me quiten lo bailao. Etcétera. Pero no sólo el material con que se edifica es de pompas de jabón. Su fundamento mismo está así constituído. Nadie se lo explica, ni quiere. Nadie lo percibe, y se sigue tomando como un factum inevitable. Ajena a nuestra situación la libertad política –libertad para decidir quién gobierna, bajo qué premisas, hasta cuándo–, ajena la visión de un mundo cargado de responsabilidades indirimibles, muchos se prefieren regodearse en una libertad personalista carente de sustancia que prospera a base de ahondar el daño a la dignidad e integridad del otro (persona, sociedad, ecosistema). En una situación política tan librada a sí misma, donde el Estado no ata fuerte la libertad de todos y por eso mismo la inexcusable lealtad también hacia todos, sino que persiste en un proceso ciego de desligamiento, dejando en manos de una anonimidad oligárquica lo que antes pertenecía más definidamente a una figura tiránica concreta y sus allegados, qué sorpresa puede causarnos que casi nadie se percate de la situación real de ahogo. Asfixia sentida por quien, con más seriedad de la que es políticamente correcta en el día del festín devorador de los trofeos adquiridos hasta la fecha, quiere tomar las riendas no ya sólo de su propia vida, sino de la colectiva. Asfixia que no se trasciende, pero que puede generar sobriedad. Allí y entonces, quizá la constitución de una verdadera democracia.

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