Pedro Almodovar (foto: kandinski) Paul Valéry creía que los museos mataban el sentido de la pintura y la escultura, y que sólo su madre, la arquitectura, podía recobrarlo, colocándolas en su lugar. Entonces, el de las cotizadísimas obras de Barceló, atendiendo a la ininteligible parla de la secta de críticos del arte modernitario, debe estar en los edificios más emblemáticos del planeta.   El artista es el creador de esas obras que todas las civilizaciones dejan tras de sí como la quintaesencia y el testimonio duradero del espíritu que las anima. Pues bien, los fabricantes de arte industrial, los productores de artificios, los artesanos de los materiales de desecho, los adoradores de la abstracción, lo informe y lo experimental, dejarán constancia en plazas, cruces de avenidas y museos provinciales, de la alienación cultural de nuestra sociedad de consumo.   Ese insaciable apetito de mal gusto al que la comunicación de masas sirve, está unido al anacronismo y al efectismo de las producciones artísticas imperantes: el regreso a los talleres medievales de artesanía, o esa arquitectura posmoderna con rascacielos rematados en la altura con templetes griegos o pirámides mayas o aztecas.   En sus “Observaciones sobre el kitsch” Hermann Broch escribe que el kitsch (que nació o fue identificado en Alemania y en el siglo XIX) moderno, lejos de haber terminado su carrera victoriosa, también, particularmente en el séptimo arte, “desborda de almíbar y de sangre”: algo que aquí podemos comprobar con la vulgaridad y el sentimentalismo de la celebrada cinematografía almodovariana.   Broch asocia la mentira con un kitsch que también impregna las razones del Estado de Partidos con la demagogia imperante en materia de arte. Los rituales del poder, la irrupción de la cursilería en la jerga política, la retórica de pacotilla, los gestos y discursos enfáticos, la permanente pretensión de agradar de un actor tan mediocre como Zapatero, la acartonada figura del Rey leyendo textos escritos por otros, estaban en consonancia con la degradante “genialidad” del decorador de la cúpula de la ONU y la insustancialidad de la alianza de civilizaciones. Toda esta solemne mascarada política sería risible si no tuviéramos en cuenta la opresión que hay detrás.

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