¡Hola, hola, amiguitos y amiguitas! Soy yo, Partidocracín. ¿Cómo estáis?

¿Quéeee? ¿Cóooomo? ¿Que no me conocéis? ¿No sabéis quién soy?

Pues veréis, niños y niñas. En España, el país en el que vivís, existe algo llamado oligarquía de partidos, o partidocracia. Es un sistema político que consiste en que el gobierno (krateîn en griego es gobernar), y por lo tanto el poder, lo ostentan los partidos políticos.

Estos días atrás, en vísperas de elecciones generales, sé que todos vosotros habéis oído mucho la palabra «democracia». Y aunque ambos vocablos comparten ciertos rasgos etimológicos, no tienen nada que ver el uno con el otro. Porque dêmos en griego significa pueblo. En una democracia, el pueblo, los gobernados, son quienes ostentan la soberanía, y tienen derecho a elegir y controlar a sus gobernantes.

Oh, diréis con sorpresa. Pero, ¿no es esto lo que ocurre en España? ¿Y en muchos otros países? Ay, amiguitos, qué ingenuos sois. Yo sé que en el colegio, y en la televisión, y seguramente en casa, os lo dicen así. Hablan de la democracia, y se les llena la boca de gozo. Incluso a los más mayorcitos os sonará aquello de que en España existen tres poderes separados: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Y que son independientes entre sí, y que se controlan los unos a los otros.

Bueno, pues no es cierto. Que algo se repita muchas, muchísimas veces, no lo convierte en verdad.

La realidad es esta: en España, como en muchos otros países de vuestro entorno, quienes gobiernan son los partidos políticos. Y no, amiguitos. No hay separación de poderes. Es una falacia. Son los mismos que legislan quienes a su vez lo ejecutan, y quienes controlan la justicia. Y ahí es donde entro yo. Veréis, después de tantos años haciéndoos creer lo que no es, y haciendo suyos mis acólitos términos como democracia, libertad, igualdad… he nacido yo, Partidocracín. Yo soy la manifestación de todo este sistema. Y hay ya tanta gente que cree en mí, que voy ganando fuerzas día tras día. Dentro de poco, al ritmo que van las cosas, quién sabe, puede incluso que me haga tan fuerte que cobre presencia antropomórfica, y entonces ya no os tendréis que preocupar de a quién votar, porque solo existirá una opción: yo. Pero dejemos ese tema, me estoy adelantando a los acontecimientos. Eso le quitaría mucha diversión al juego, además.

Como os iba diciendo; en España la forma de gobierno es la partidocracia. El pasado día 23 de julio, cuando mamá y papá, y los abuelitos, y los tíos, y hasta los hermanos mayores, fueron a votar, ¿sabéis a quién lo hicieron? Pues a mí. «Oh, no» diréis. «Yo me fijé muy bien, y cada uno votó a un partido diferente». Sí, sí. Eso os pareció a vosotros. Pero en realidad todos estaban votando lo mismo: la continuidad y el refuerzo de la partidocracia.

¿Os fijasteis, cuando los acompañasteis al colegio electoral, que metían en un sobre un papelito con una larga, larguísima lista de nombres? Bien. ¿Y sabéis quiénes son esas personas? No, claro que no. Y los votantes tampoco lo saben. Pero no importa. Porque todas esas personas, todos esos nombres en la lista, se deben solo a uno: a su jefe de partido. Si alguna vez veis imágenes del Congreso, con muchos diputados y diputadas, discutiendo acaloradamente, no os dejéis engañar. Están ahí solo para hacer bulto. Porque van a votar lo que se les ordene. Es lo que se llama «mandato imperativo». Así que lo mismo daría que esos sillones estuviesen vacíos, u ocupados por, no sé, muñecos. O espantapájaros. El resultado no cambiaría. Pero todos ellos quieren un sillón, y cobrar mucho dinero por sentarse en él. Y cuando los votantes introducen el sobre con sus nombres en una urna, los están legitimando. Es lo que se llama «legitimidad de ejercicio».

Pero amiguitos, no creáis que las cosas han sido siempre tan fáciles para mí. Hace muchos años, cuando vosotros todavía no habíais nacido, se murió un señor que ni siquiera necesitaba una cortina de humo para gobernar. Se llamaba Franco, y hacía lo que quería. ¡Incluso organizaba votaciones, y a veces llamaba a su régimen «democracia orgánica»! Y de democracia no tenía nada.  Pues bien. Cuando este señor se murió, generando un vacío de poder, hubo un periodo convulso e incierto, en el cual cupo incluso la posibilidad de que el pueblo, dêmos, gobernara. Yo por aquel entonces era mucho mas débil y pequeñito de lo que soy ahora. Prácticamente un esbozo. Pero ya existía. Porque unos cuantos señores se reunieron en secreto y establecieron ellos solitos las reglas del juego.

Había un hombre, un tal García-Trevijano, que durante un tiempo me dio mucho miedo. No engañaba a la gente, y se desvivía por contar las cosas como eran, y por intentar cambiarlas. Fijaos si era cabezota, que hasta estuvo en la cárcel por defender sus ideas.

Pero vinieron en mi ayuda unos cuantos amigos. Tantos, que tardaría mucho en nombrarlos a todos. Allí estaban Corrupción, Ansia de Poder, Ignorancia… y entre todos se consiguió que a ese señor no le hicieran ni caso, cuando puso las cartas sobre la mesa. Y mientras le ninguneaban, y le traicionaban, yo me iba haciendo más fuerte.

Este señor tan peligroso continuó así el resto de su vida. Y lo que es peor, convenció a otros, que a día de hoy quieren acabar conmigo. Cada vez que oigo las palabras «tercio laocrático», por ejemplo, se me pone la piel de gallina. Pero son pocos. Incluso a mí a veces me sorprende que no se les haga mucho caso, porque lo que cuentan no es más que la pura verdad. Aunque están muy solos. Y encima, a veces les chupan la sangre parásitos que dicen buscar lo mismo que ellos solo para medrar. Como lo tienen difícil, todavía tengo la esperanza de acabar con ellos.

Mientras tanto, yo continúo con mi festín. Ya no me tengo que esconder tanto como antes. Cada partido nuevo que se crea, aparte de vaciar un poquito más las arcas de vuestro Estado, hace que me crezca un nuevo apéndice. Hay una estrategia muy interesante, que consiste en plantear a la gente dos mentiras contrapuestas, y dejar que se peleen por ellas. Porque verdad hay una, pero mentiras… ¡Todas las que queráis y más! Y cada vez que los votantes se pelean entre sí, o creen haber encontrado una nueva ilusión en algún partido después de que otro les haya decepcionado… Bueno, para que lo entendáis, digamos que para mí ese tipo de cosas es como para vosotros el hacer ejercicio.

Y como ya no me tengo que esconder actúo a ojos vistas. Por ejemplo: les puedo hacer ir a votar una y otra vez. ¿No me creéis? Pues es así. Ahora mismo, por ejemplo. Mis apéndices, los partidos políticos, suelen turnarse para gobernar. Esos turnos no tienen nada que ver con los votos que obtengan. Pero como necesitan esa «legitimidad de ejercicio», si no sale quien ellos querían, o más bien quien yo quería, hale, a volver a votar. O a establecer pactos entre ellos. Total, la pantomima de las elecciones ya se ha realizado. A veces no hace falta repetirla. Y mientras yo a ponerme en forma.

¿Nunca os ha pasado eso de: «venga, voy a tirar una moneda al aire a ver qué sale: cara, hago esto. Cruz, lo otro». Parece que la decisión queda en manos del azar, pero en realidad si sale cara, volvéis a tirar una y otra vez hasta que sale cruz, que es lo que queríais en realidad, aunque no os lo reconozcáis ni a vosotros mismos.

Con los votos pasa lo mismo. Pueden repetir las votaciones hasta que salga lo que ellos quieran. Y como seguirá habiendo votantes, que harán lo que se les diga en nombre de la democracia… Pues eso.

Y esto es todo, amiguitos. Ya no tengo que estar en la sombra y puedo presentarme ante vosotros como lo que soy, sin caretas. Ya no me hacen falta. Y ya sabéis, cuando seáis mayores, votad. No hace falta que os lo diga, tenéis el mensaje muy machacado. Votad a quien queráis, pelearos por ello, sentid miedo si no resulta elegido el apéndice que preferíais, y euforia si os agrada. Pero votad. Porque tengo hambre. Un hambre insaciable.

1 COMENTARIO

  1. Me ha parecido un artículo fantástico, la descripción de lo que tenemos en España es magnífica y ese tono de humor, me encanta. Muchas gracias por el artículo. Espero impaciente el siguiente.

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