Noche en España desde el espacio Sobre usos y abusos del pasado El actualismo es una teoría geológica. Enunciada por J. Hutton en 1788 y desarrollada por Ch. Lyell en 1833, postula que las leyes físicas que controlan los procesos geológicos no han variado a lo largo de los tiempos. Esto implica que los sucesos que se observan en la actualidad son los mismos que hubieron de haber acontecido en el pasado. Este principio se ha extendido a otros campos de investigación, resultando los que estudian acontecimientos pretéritos los más proclives a recurrir a él.   En la cosa humana, algo así no queda tan claro. Las derivaciones culturales y los cambios institucionales no responden a un proceso diacrónico lineal sobre el que básicamente siempre opera la misma vis. Y es la invariabilidad de las fuerzas tectónicas y de la erosión lo que permite comprender lo sucedido en las eras remotas observando los estratos del presente con su carga biológica fosilizada. Por el contrario, tal como se vive y se piensa hoy en día, hay que hacer un complejo esfuerzo intelectual para poder concebir los hechos pasados, generalmente mayor cuanto más lejanos sean éstos. El actualismo en la historia ha de trazarse con sumo cuidado porque puede conducir al anacronismo. En todo caso, solamente es pertinente para discernir los patrones generales que rigen el devenir de las sociedades humanas —pues deben asomar también ahora—, asumidos así como inmutables. Por lo demás, lo común es justamente lo contrario, llamémoslo —por utilizar un antónimo— “primitivismo”; esto es que algunos sucesos pretéritos tienden a volver a producirse aún en el momento actual de una forma equiparable a como antaño ocurrieron. El presente no sirve entonces para desenmarañar el pasado, con lo que la historía conserva su antiguo significado de “búsqueda y averiguación”.   En España, la historia aparece despojada de un horizonte universal. No se trazan comparaciones pertinentes, solamente se mira al interior. En los últimos treinta y cinco años, la historiografía de gran difusión responde a una obsesión por la búsqueda ad hoc de los hechos y la exégesis de los textos que justifiquen la existencia, para un bando, o la inexistencia, para el otro, de la nación española. En esta batalla, es el presente de la in-constitución nacional lo que se proyecta anacrónicamente hacia un pasado, así irreal, en el que ésta se diera o contradijera. El vocablo “nación”, en el sentido que se usa hoy —como demos ideal o idealizado que puede, según su instrumentalización, oponerse al Estado o sintetizarse en él— es irremisiblemente político. Tal voz había significado un “mismo lugar de nacimiento”, para tomar posteriormente —cifrado en el Diccionario Etimológico Joan Coromines hacia el año 1444— el sentido de “raza”. Su semántica actual se fragua durante el siglo XIX —el citado Diccionario la sitúa en el siglo XX, al menos en lo que respecta a sus derivados nacional, nacionalidad, nacionalismo y nacionalista—. Sirva de pista a propósito que el ahora Documento Nacional de Identidad, así denominado desde 1951 (antes Cédula Personal), en la década de los veinte del siglo XIX se refería como “Pasaporte para el Interior”. Todo ello, unido al tan largo como ignorado periplo andaluz de Riego en busca de apoyo popular para la Pepa, arroja una barrera a quienes postulan las Cortes de Cádiz como origen de “la idea nacional”, al menos por lo que respecta a su inmanente divulgación general para poder hablar de una conciencia colectiva de ello. Mucho más descabellado es el iluminado Pío Moa, que en su Nueva historia de España nos retrotrae el origen de la “nación política” española ¡nada menos que al reino visigodo de Toledo! Probablemente para esquivar a los “negacionistas” periféricos, que no se han quedado cortos al fundar la nacionalidad propia, naturalmente para oponerla a la uniformidad españolista, en el rancio abolengo medieval de sublimadas figuras como la del conde Borrell II de Barcelona o la del rey navarro Sancho III “el Mayor”, todo ello aderezado con un largo y continuo historial de resistencia, desde Arrigorriaga al carlismo pasando por la guerra de Sucesión.   Si acudiéramos aquí al actualismo —justificado en su versión negativa, lo que podría formularse como: si cierta cosa, en circunstancias tan favorables como las actuales, se puede comprobar que no se da hoy en día, difícilmente pudo haber acontecido en algún momento anterior, donde está probado que las señaladas circunstancias no sucedieron—; es evidente que la “nación española” —ni que decir, a fortiori, de las pretendidas otras—, en el sentido del poder electivo y decisorio de la mayoría de los españoles, en el momento constituyente, o de sus representantes, tanto en aquel como en la posterior acción legislativa, es algo absolutamente inédito en la historia. El MCRC no pretende mayor cosa de que por fin deje de serlo de una manera democrática. {!jomcomment}

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