Mientras la viabilidad de un medio dependa de la influencia mal entendida, serán muy pocos los clientes dispuestos a pagar por un producto que saben adulterado. Para eso, mejor darlo gratis.

El perverso juego de la influencia

“Solo jugamos. Es un juego”, esta es la concisa respuesta que el personaje protagonista de la película El Capital (Costa-Gavras, 2012) ofrece a una joven cuando, llevada por su idealismo, le propone escribir un libro y contar “toda la verdad” sobre los entresijos del sistema financiero internacional. Dejando a un lado la temática del film, lo cierto es que retrata, aun sin querer, otra realidad mucho más amplia. Y es que, más allá de la visión de Costa-Gavras, donde los malvados banqueros dominan el mundo, el verdadero gran juego de nuestro tiempo es el de la influencia… y no es cosa solo de banqueros.

En efecto, a la mesa de esta otra gran ruleta no solo están sentados los ruines ejecutivos que Costa-Gavras retrata, sino otros personajes menores, cada uno con su propia estrategia y unos recursos que no consisten solo en dinero, aunque evidentemente algo deban pagar por el derecho de sentarse a la mesa, por ejemplo, crear un medio de comunicación cualquiera.

El juego de la influencia se extiende en el periodismo como una compleja red de la que ningún jugador, grande o pequeño, se libra por completo

Además de que no hace falta ser banquero sino que basta con ser periodista, existe otra diferencia crucial en esta otra ruleta, por así decir, más popular, y es que se pueden hacer grandes apuestas, pero también apuestas menores, según la entidad de cada jugador. Así, en primera línea, se sitúan los que realizan las más altas, los capos del negocio, que se supone conocen con cierto margen de error hacia donde caerá la bolita. Inmediatamente detrás están otros de menor entidad. Y, a continuación, una multitud de pequeños jugadores, que siguen con atención los movimientos de quienes están en primera fila para intentar rentabilizar sus modestas apuestas y escalar posiciones.

Así, el juego de la influencia se extiende en el periodismo como una compleja red de la que ningún jugador, grande o pequeño, se libra por completo. De hecho, alcanza incluso a colaboradores externos, aspirantes a firmas, académicos y gente de todo tipo y condición que ven en los diarios un atajo hacia esa notoriedad que todos anhelan.

Lo peor es que, como afirmaba Marc Tourneuil, el cínico banquero de la película de Costa-Gavras, para todos se trata de un simple juego

Lo más grave, con todo, no es que las preferencias de un medio de información o, mejor dicho, su búsqueda de influencia le empujen a renunciar a las buenas prácticas. Lo peor es que, como afirmaba Marc Tourneuil, el cínico banquero de la película de Costa-Gavras, para todos se trata de un simple juego. Es decir, no importa la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, porque la realidad les es indiferente. Lo que les importa es la influencia.

Desde luego, tal y como me argumentaba un buen periodista, influir en sí no es malo. De hecho –y tiene razón– “todos queremos ser influyentes”. Cierto, la influencia no es mala por sí misma, también puede servir para hacer el bien y, al mismo tiempo, mejorar nuestra posición. Esa es una transacción completamente legítima. El problema es cuando detrás no hay rastro de altruismo o, al menos, convicción alguna, sino intereses ilícitos que poco o nada tienen que ver con la función del periodismo. Entonces la influencia se convierte en un juego de casino propio de tahúres, no de periodistas.

Más allá del mero entretenimiento, de la noticia estrambótica o de la polémica chusca, las personas dan cada vez menos valor a las noticias

Quizá sea por esta razón que, al margen de la audiencia incondicional, o del lector ingenuo, si es que queda alguno, la brecha que separa a los medios de información del gran público sea cada vez más grande. Y que, más allá del mero entretenimiento, de la noticia estrambótica o de la polémica chusca, las personas den cada vez menos valor a las noticias. Para colmo, la crisis ha hecho todavía más evidente esa afición de los medios a la influencia mal entendida, donde la información es una mercancía con la que, de una manera u otra, se negocia; es decir, una ficha de casino con la que hacer una apuesta cualquiera.

Más allá del papel que el periodismo pueda jugar en una democracia, para las personas corrientes recibir buena o mala información puede suponer la diferencia entre tomar una decisión acertada o equivocada, bien a la hora de votar o realizar una inversión, incluso al planificar su jubilación. Basta recordar muchas informaciones vertidas durante los primeros años de la Gran Depresión para comprobar hasta qué punto, en su lucha por la influencia política, los medios acarrearon graves daños adicionales a las personas corrientes. Por ejemplo, haciéndose eco de las recomendaciones de consumir y endeudarse porque la recuperación, decían los gobernantes, estaba a la vuelta de la esquina, cuando en realidad lo peor de la crisis aún no había mostrado la cara. O que había llegado el momento de volver a hipotecarse porque el precio de las viviendas ya había tocado suelo, cuando en realidad los precios iban a seguir desplomándose durante años.

De un tiempo a esta parte, se han abierto nuevas posibilidades para lograr una influencia inmerecida, como son, por ejemplo, líneas de producto surgidas al calor de la corrección política

También, de un tiempo a esta parte, ocurre que se han abierto nuevas posibilidades para lograr una influencia inmerecida, como son, por ejemplo, líneas de producto surgidas al calor de la corrección política. Así, se puede escalar posiciones defendiendo, más allá de cualquier honestidad intelectual, determinadas causas que, para mayor garantía, han sido asumidas previamente por los partidos políticos y grandes anunciantes, siempre temerosos de las campañas de agitación que puedan socavar su imagen. Y es que, dentro del actual estado de postración en el que se encuentran la mayoría de diarios, y por ende, muchos profesionales, a algunos cualquier cosa les vale para obtener relevancia.

Esto no quiere decir que no exista la posibilidad de ser independiente, de negarse a ser un tahúr en cualquiera de las modalidades existentes. Se puede decidir no sentarse a la mesa de juego, desde luego. Hay quien lo hace. Lamentablemente, dentro del actual esquema económico que rige en los diarios, la influencia obtenida de forma limpia y altruista, además de ser difícil de monetizar, espanta a los grandes jugadores, porque no solo ven en ella un producto que no pueden controlar, sino un debe que resta valor a sus apuestas. Así que, lejos de ser una virtud, la independencia es un problema.

Sería el lector, y no los políticos, los grandes anunciantes o los avispados activistas de la corrección política, quien impondría las reglas

La única solución para cambiar este lamentable estado de cosas es que el público pagara directamente por los contenidos. De esta forma, el poder de decisión se transferiría al legítimo destinatario de las noticias. Sería el lector, y no los políticos, los grandes anunciantes o los avispados activistas de la corrección política, quien impondría las reglas. Y los medios tendrían un poderoso incentivo para hacer bien su trabajo y, además, la transacción sería legítima. Pero, para que esto sea siquiera imaginable en el futuro, el periodismo tendría que recuperar la credibilidad perdida. Y esto implica renunciar a un juego de la influencia que lleva décadas calando en el oficio, hasta el punto que, de producirse el milagro, no pocos profesionales tendrían que abandonar el negocio, porque, a estas alturas, serían irrecuperables.

Y he aquí el círculo vicioso: mientras la viabilidad de un medio dependa de la influencia mal entendida, serán muy pocos los clientes dispuestos a pagar por un producto que saben adulterado. Para eso, mejor darlo gratis. Difícil romper esta dinámica mientras las mentalidades no cambien. O quienes vengan detrás sigan contaminándose. Así, la ruleta de la influencia seguirá girando, beneficiando a los jugadores de ventaja y expulsando a los demás de la mesa. Sea como fuere, los que vayan quedando, tendrá que seguir apostando de manera indefinida, porque, como sentenciaba el personaje de la Costa-Gavras, nadie puede levantarse de la mesa y decir “ya no juego más”.

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