nacionalismoLa primera de las grandes fuerzas que mueven el mundo es la mentira. Con esta frase arrancaba el libro “El conocimiento inútil”, de Revel. Una defensa, ya entonces desesperada, del espíritu crítico que había caracterizado a Occidente, hasta que la Primera Guerra Mundial se tradujo en la quiebra de la tradición liberal y, muy especialmente, de su tolerancia crítica.

Con la caída en desgracia de los principios liberales, a los que injustamente se atribuyó la responsabilidad de la catástrofe, el pensamiento crítico fue cayendo en desuso. En su lugar, sin prisa, pero sin pausa, floreció el relativismo y con él su peor derivada: la mentira, la manipulación y la ingeniería social. La política dejó de ser el medio para gestionar el consenso con la sociedad civil y los políticos se transformaron en terapeutas. Ya no sólo importaba la economía, la seguridad y el bienestar material, sino que cobraron gran protagonismo los sentimientos de la gente. La nueva competencia de los líderes políticos, cada vez más alérgicos a la realidad y al pragmatismo, fue prometer la felicidad. Una felicidad no ya material sino, sobre todos, psicológica.

Así, la política derivó en la búsqueda e identificación de agravios, de discriminaciones e injusticias, reales o inventadas, que, más allá de la igualdad de oportunidades, ponía el foco en el estado anímico de las personas, pero no de forma individual sino siempre como grupo, asociando traumas y frustraciones a determinados colectivos, entre los que se encontraban, claro está, los nacionalistas. Desde esta nueva perspectiva terapéutica, la responsabilidad de las decisiones y actos de quienes pertenecían a los supuestos colectivos agraviados se imputaban al conjunto de la sociedad, nunca a quienes los cometían.

El último principio que quedaba en pie, la igualdad ante la ley empezó a ser aplicado de manera facultativa. Según si el mantenimiento de la “paz social”, es decir, el bienestar emocional de un grupo lo aconsejaba o no, la ley se aplicaba o se dejaba en el cajón. Cuando esta práctica se convirtió en costumbre, los legisladores fueron más allá y liquidaron el viejo principio mediante la promulgación de leyes particularistas. Y la democracia liberal entró en una crisis sin solución. La sociedad fue dividida entre víctimas y verdugos, grupos fuertes y grupos débiles, de tal suerte que quienes lograban adjudicarse el papel de víctimas podían imponer su voluntad a los demás.

Sin embargo, para fundamentar las presuntas discriminaciones no bastaba con circunscribirse al presente. Había que remontarse al pasado para establecer el origen de los agravios. Lamentablemente, de todas las disciplinas del conocimiento, la historia es la más manipulable. Así que la mentira se liberó del presente y viajó hacia atrás en el tiempo. De pronto, las convicciones, convenciones e instituciones que vertebraban las sociedades dejaron de ser legítimas. La manipulación permitió, de una forma u otra, vincular su origen a la injusticia, la imposición o, incluso, la atrocidad: Orwell y su 1984 se habían hecho realidad.

Había pues que construir sociedades nuevas con “hombres nuevos”, rediseñar principios, disolver los estados-nación y refundirlos en organizaciones superiores, aunque esto, por fuerza, implicara a su vez quebrar las comunidades que los habían alumbrado. Por un lado, se imponía la descentralización de las administraciones y se abogaba por establecer jurisdicciones pequeñas, mientras que, por el otro, la planificación se trasladaba a organizaciones supranacionales, donde la política se reducía a la acción gerencial de los expertos. De pronto, decidir lo que estaba bien o mal ya no era competencia de la sociedad, sino de expertos y burócratas.

Así, por ejemplo, la definición de los valores europeos pasó a ser una competencia exclusiva de los tecnócratas de la Unión Europea. Pero el creciente vació que dejaba la pérdida de vigencia de los estados-nación y sus anclajes históricos no podía ser llenado por una organización estrictamente gerencial que, si bien reaccionaba con asombrosa diligencia a cualquier desafío de su autoridad, era por su propia concepción inmanente incapaz de definir valores en concordancia con una tradición larga, profunda y compleja. Imposible entusiasmar a las sociedades europeas aludiendo a tasas de crecimiento positivo, a un mercado único o, en su defecto, a una supuesta y fría racionalidad.

En medio de estas convulsiones, España transitó de la dictadura a la democracia. Una democracia que, cierto es, resultaba demasiado pobre, pero que pese a sus carencias tenía a su favor la voluntad abrumadoramente mayoritaria de transitar del viejo aislacionismo a un nuevo cosmopolitismo. Sin embargo, emprender el viaje hacia la modernidad en mitad de la tormenta que empezaba a arreciar en Europa y Occidente, sin margen para que los usos y costumbres democráticos alumbraran una sociedad civil consciente de su nueva responsabilidad, resultó fatal.

A diferencia de otras sociedades con una larga tradición democrática, la sociedad española fue extremadamente vulnerable, incapaz de oponer alguna resistencia a la creciente ingeniería social que, en forma de corrección política, transformó las viejas convenciones en tabúes.

Para colmo de males, los españoles quedaron atrapados en un diseño territorial que les privó de su identidad y que, lejos de proyectar las bondades que la teoría adjudicaba a la descentralización, exacerbaba los defectos de un modelo político sin apenas mecanismos de control. Los resultados fueron contrarios a los prometidos. Los ciudadanos jamás gozaron de un mayor control sobre unas jurisdicciones territoriales más pequeñas, sino que los políticos y caciques locales incrementaron su poder e influencia.

La negación de la comunidad española, y los intereses creados alrededor de la nueva y arbitraria estructura territorial, pronto invirtieron el inicial impulso cosmopolita de la Transición, transformándolo en un rancio e interesado provincianismo que se travistió de identidad nacionalista. Al fin y al cabo, el modelo político apenas otorgaba representación más allá de unos partidos políticos herméticos. En consecuencia, hasta lo más sagrado se convirtió en moneda de cambio en los acuerdos entre líderes políticos y grupos de interés.

Los localismos ganaron legitimidad, mientras que, con el pretexto de que el horizonte español era la integración en Europa, la identidad de España quedó a expensas de unas fuerzas centrífugas cada vez más poderosas. El concepto de España había quedado encuadrado en la incorrección política mientras que los nacionalismos localistas, identitarios y excluyentes resultaban coherentes con ésta.

Ahora, tras décadas de vituperar las leyes, hemos llegado al límite de elasticidad. Ya no hay margen de negociación, salvo consentir la quiebra definitiva. Y eso es imposible. La única alternativa es devolver a la comunidad su identidad, rechazar de una vez la absurda corrección política. Dirán que es imposible, pero no es cierto. Si siglos de historia pueden reescribirse en tan sólo un par de décadas por un puñado de amanuenses a sueldo, nada indica que el presente despropósito, basado como está en la mentira, no pueda corregirse en un espacio de tiempo sensiblemente inferior, si existe, claro está, voluntad. Esto es lo que demanda la mayoría de los españoles, los que están en Cataluña y los que no. En realidad, el nacionalismo localista está muerto, pero aún no lo sabe porque, por alguna extraña razón, el gobierno de Madrid no se lo ha dicho.

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