(foto: xopi) Descomposición total   La semana pasada salieron a la luz unas imágenes, recogidas por las cámaras del metro de Madrid, en las que podía contemplarse la brutal paliza, sin mediar palabra o aparente provocación, de un joven a otro. Mientras el agredido recibía un aluvión de golpes, con unas consecuencias para su salud entonces difíciles de calibrar, la gente que viajaba en el vagón se ocupaba en alejarse de la escena, demostrando que el destino del infortunado no era cosa suya, y que no merecía la pena el arriesgarse a recibir siquiera un golpe por interponerse. Unas trémulas manos fueron todo el apoyo que recibió.   La reacción que acabo de relatar no constituye un hecho aislado, sino que forma parte de la idiosincrasia de la sociedad española. Algo que, entre la dictadura y el posfranquismo vigente, han terminado por forjar. La eliminación sistemática de toda posibilidad de acción colectiva partió de la esfera de la política. Y de su potencia final da testimonio el citado ejemplo, por cuanto ya afecta incluso a las formas más espontáneas e inocentes: en el caso que nos ocupa, ante la flagrante injusticia de la inopinada agresión, el poder ponerse rápidamente de acuerdo entre al menos dos viajeros, para tal vez así arrastrar a otros, e intervenir en frenar la paliza.   Desde el poder, se ha creado el ambiente que disuelve todo interés de grupo si éste no es oficial-protoestatal. Así, todos los españoles saben, aunque no estén dispuestos a reconocer: (1) que no todas las normas, desde las más elevadas hasta las más cotidianas, son de aplicación efectiva, quedando a criterio discrecional de la autoridad; (2) que cuando sí se aplican, las leyes mantienen un premeditado rasgo de indefinición que permite no administrarlas a todos por igual; (3) que, según el caso, las sentencias pueden mitigarse por otras vías, incluso no cumplirse; y (4) que, en determinadas materias, resulta más gravoso comportarse correctamente, pues la actitud de la autoridad y la propia ley terminan beneficiando al tramposo, estafador, agresor o delincuente. Esto promueve las actitudes clientelares, minando la empatía y acabando por inhibir a los sujetos de los problemas comunes, que ahora se vislumbran ajenos.   La secular convivencia bajo regímenes sin separación del poder y sin posibilidad efectiva de vigencia del principio de legalidad, han convertido a la sociedad española en un mero agregado de individuos, inhábiles, en su gran mayoría, para generar asociaciones cuyo mero fundamento sea su aspiración de mejorar la existencia colectiva, compartiendo la idea de cómo hacerlo. A la falta de cauces institucionales apropiados (o al margen de las organizaciones estatales, per se incapacitadas porque sus propios intereses se construyen, precisamente, sobre su prerrogativa para obstruir el acceso al Estado de los grupos activos en la sociedad), con la desmoralización que ello acarrea; se agrega una atmósfera en la que, es de sobra conocido por todos, que los fulanos que intenten algo así nunca resultarán beneficiados tal por acción, como poco serán ignorados, o que, si se significan demasiado, se exponen a sufrir las consecuencias de semejante desafío. {!jomcomment}

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