Guasa ganivetiana

Se percibe en el ámbito político de la ideología de género el desarrollo de una gramática neosexista completamente bárbara y decididamente iletrada. Así, en algunas mociones socialistas en las que se reivindican los mismos derechos sociales a la familia monoparental que a la familia tradicional, se añade contigua a la forma monoparental, la de monomarental. Suponen estos nuevos tribunos que reivindican –con razón– los derechos de las nuevas estructuras familiares surgidas en los últimos tiempos que monoparental hace referencia a la familia que está compuesta por un solo padre (masculino) y sus hijos, frente a la familia monomarental que está compuesta por una sola madre (femenino), y sus hijos. No cabe mayor barbaridad lingüística, ni mayor exhibición de incultura oceánica por parte del feminismo rampante. Ni la raíz “parens” tiene que ver con pater, ni “mater” tiene que ver con la inédita raíz de “marens”, que si nos ponemos a indagar su significado en latín llegaríamos a encontrar los “étyma” más peregrinos que no tienen nada que ver con lo que se pretende (posible gentilicio egipcio, etc.) . Aunque “parens” en latín sirve tanto para designar al padre como a la madre, su etimología (del verbo “pario”, dar a luz, parir), cuadraría más con la madre y, de hecho, el viejo Ennio llega a denominar a una diosa como “parens”. Lo mismo que Virgilio, “parens Idaea deum” (la diosa Ida, madre de los dioses). Horacio tiene el ablativo absoluto “occisa parente” (muerta la madre) en una de sus primeras Sátiras. Los tiempos del feminismo ilustrado, aquellos de Sarah B. Pomeroy y Elisabeth Badinter, han terminado. La barbarie rampante lo domina, dando la razón al brutal Robespierre cuando sentenciaba que las “femmes sont une forcé instinctive difficile à canaliser”. Y cuando se tiene la razón –como la tiene la mayor parte del feminismo– no se debe caer en inexactitudes.

La pretensión de ver en la estructura profunda de la lengua una siniestra mundivisión androcéntrica desde la que se discrimina a las mujeres y se controla su cosmovisión no se sostiene. El lenguaje lo podemos utilizar como instrumento para engañar, para seducir, para injuriar, para alabar, para animar o para consolar, pero él no es, en tanto que lenguaje, un credo político; sólo –y nada menos– el logos razonador, por el que razonamos de modo inteligente, está por debajo de la conciencia y no lo podremos jamás sojuzgar. Y si uno jugase con el lenguaje para ver malas intenciones en él, podría llegar a justificar todo tipo de estupideces. Podría sostener, verbi gratia, que el morfema femenino –a, cuyo origen es la vocal temática de la primera declinación, podría encerrar un valor aumentativo y meliorativo frente al masculino –o, cuyo origen es la vocal temática de la segunda declinación. Así, podríamos presentar la siguiente ristra de palabras como prueba de esta estupidez: cubo/cuba, pozo/poza, palo/pala, manto/manta, velo/vela, calabacín/calabaza, cazo/cazuela, ratón/rata, zapato/zapata, caracol/caracola, bote/bota, maletín/maleta, etc., con la que un estúpido y dogmático machista podría decir que la lengua expresa en femenino las cosas grandes frente al masculino, que expresaría las más pequeñas. Es verdad que la política muchas veces corrompe el vocabulario y alguna parte de la sintaxis para engañar a los ciudadanos, y lo que es peor, para disfrazarse u ocultar sus intenciones tras las palabras biensonantes, pero nunca ha sido capaz de penetrar en el sanctum sactorum de la lengua, allí donde el sistema actúa automáticamente.

La lucha contra la violencia a la mujer, la lucha por la igualdad efectiva (y no sólo en el papel) entre hombres y mujeres, constituyen una causa de tal nobleza que no se pueden degradar por la falta de cultura que padecen muchos de quienes la abanderan. Son causas fundamentadas en tan grandes razones (de sentido común y de sensibilidad humana) que no podemos enturbiar con argumentos falaces o lógica tramposa. La retórica debe hacer más ostensible la verdad, y no caricaturizarla.

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