Una de las palabras que más hemos leído y oído en los medios sistémicos durante los últimos días, en referencia y como cualidad del nuevo Gobierno, ha sido la de considerarlo legítimo. Las vocerías partidarias se han mostrado de acuerdo en este extremo, por la necesidad imperiosa de defender la Constitución de 1978 a toda costa.

Busquemos un poco de luz en la Real Academia de la lengua, que nos ofrece cuatro entradas para la definición de legítimo, la cuarta la omitiré al estar relacionada con herencias y no venir al caso. La primera, reza como sigue: «conforme a las leyes», la segunda: «lícito, justo» y la tercera: «cierto, genuino y verdadero en cualquier línea». La primera de las acepciones nos remite a un momento anterior, a la legalidad. Pero las acepciones segunda y tercera, nos conducen a principios morales, por lo que estaríamos hablando de una legalidad moral.

Para conquistar ese fin deseable, la legalidad ha de legitimarse previamente con los principios expuestos, pero esto es harto inusual. A lo largo de la historia, la legitimación de los diferentes regímenes, reyes o dictadores, ha sido eje central de su acción política interior y una justificación de los medios utilizados para conseguirla; un señuelo para mantener al pueblo en una paz social controlada, inoculando en las naciones la semilla del síndrome de Estocolmo.

El régimen del general Franco, alcanzó la legitimación por la fuerza de las armas, pero ésta, responde únicamente a la primera de las acepciones, excluyendo cualquier principio moral, algunos me podrán decir que el dictador tuvo un gran apoyo social y no se lo negaré, pero eso no cambiaría en absoluto el origen ni la naturaleza de su poder.

A tenor de lo que estamos observando estos días y, de lo que don Antonio García-Trevijano llevaba décadas demostrando, cabría preguntarse si la legitimación de la monarquía de partidos amparada en la Constitución del 78, cumple con lo que no cumplía el régimen del General.

La carta otorgada del 78, no nació de unas Cortes Constituyentes sino de unas Cortes legislativas, fue redactada en secreto por una camarilla de diputados de supuesto prestigio, integrados en listas de partido y se le presentó a los españoles para que en un plebiscito, dijeran si o no a «la Constitución que nos hemos dado». Que se dieron «ellos», por decirlo mejor. El Pueblo, la nación entera, quedó excluida de ese proceso. El régimen del 78 no tiene otra legitimación que la legal y, al igual que en la dictadura, apoyada en una gran masa social.

Respecto de la legalidad, el artículo 67 de la Constitución, prohíbe expresamente el mandato imperativo, esto es, la obediencia al jefe del partido, que anula la conciencia personal del diputado, sometiéndolo a una disciplina de voto expresamente prohibida en la Constitución que tanto defienden. Si no pulsan el botón que se les ha ordenado pulsar, son acusados de tránsfugas; de tal manera, que la ruptura del principio de legalidad se torna en norma. Así, en una visión somera de la incontestable realidad, ni una sola de las leyes aprobadas en 45 años sería legítima.

Una Constitución que parece más bien un conjunto de normas de convivencia de las oligarquías que, una vez admitidas en tan selecto club, no tienen empacho en saltarse a la torera. Cierto es que, el dulce sabor de la impunidad ante cualquier tropelía cometida, es más que atractivo para la ambición de poder, un poder que, en diferentes grados, ostentan esos nuevos estamentos del Estado que, eufemísticamente conocemos como partidos políticos. Todos los miembros del club, gozan de una parcela de poder en el reparto proporcional, porque ese estatuto del casino parlamentario, también recompensa a los perdedores, tanto a los partidos de la oposición, cuya inútil presencia en la Cámara, es tan sólo un premio de consolación sin verse privados de sus privilegios, como a los perdedores de otras contiendas electorales, rescatados por el partido vencedor. Así tenemos el ejemplo de la señora Armengol, desalojada del palacio presidencial de Baleares y que ahora, funge de presidente del Congreso, con los emolumentos más altos del Estado. Barones que no están dispuestos a renunciar a ninguna de sus prebendas, porque la norma del casino les asiste y los protege. Ya no nos asombra que jueces y magistrados anden del coro al caño entrando y saliendo de la política a la judicatura y de la judicatura a la política sin ningún recato; esto forma parte de ese albañal definido como pacto constitucional que permite tan ignominioso reparto del poder.

No, ni el Gobierno del señor Sánchez es legítimo, ni lo ha sido ningún otro, tan sólo son gobiernos legales.

4 COMENTARIOS

  1. En el binomio legalidad-legitimidad debe estar la legalidad subordinada a la legitimidad. Por desgracia en España es al revés, y así nos va. Gracias por tan esclarecedor artículo.

  2. Cuando los medios hablan de que es legítimo, hablan de la legitimidad artificial otorgada en las urnas, siendo la misma legitimidad que Franco tuvo del apoyo popular y que se vio reflejado en varios de sus referéndums (aunque estuvieran amañados). Por eso y a diferencia de un régimen que no esconde su naturaleza ilegítima, Trevijano y el MCRC insiste tanto en que ante la farsa institucional –amparada en la legalidad, que se presenta como un régimen virtualmente legítimo– es imperiosa la necesidad de desvelar la mentira, esa que oculta el rostro pútrido y deforme del régimen ilegítimo del Estado de Partidos.

  3. La legitimidad de los sucesivos gobiernos del 78 proviene de la alta participación en las elecciones. Por eso la primera condición, necesaria pero no suficiente para acabar con el régimen, es la abstención mayoritaria, consciente de este principio de legitimidad y exigente.

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