Altos funcionarios, colegios profesionales, asociaciones de jueces… La indignación corre como la pólvora estos días en un sinfín de comunicados por la utilización de Pedro Sánchez de los instrumentos de poder a su alcance para mantenerse en el machito al precio que sea. Incluso el de la unidad nacional, la igualdad ante la ley y el monopolio jurisdiccional para juzgar y hacer cumplir lo juzgado.

Molestará que se diga, pero en poco se diferencia esta nueva indignación de la del 15M.  Sólo se indigna quien desconoce la causa de su indignación. Si se conoce, o es hipocresía o estupidez. Si se sabe que en España son las cúpulas de los partidos las que, de una votación proporcional a listas confeccionan también proporcionalmente las cuotas de poder en el legislativo, ejecutivo y judicial, reclamar por el mantenimiento de esa misma relación de poder como solución es de suicidas.

Estos nuevos indignados ponen el grito en el cielo por la utilización del anglicismo para denominar lo que ya está a la vista desde el principio del régimen actual: llamar lawfare a la tradicional judicialización de la política.

Y es que la endémica ausencia de independencia judicial en España no sólo tiene como consecuencia la politización de la Justicia, también esa judicialización de la política. Si la politización de la Justicia en el Estado de partidos persigue el control sobre órganos y resoluciones judiciales, la judicialización de la política consiste en desviar la resolución de diferencias entre los partidos a procesos judiciales cuando su solución debiera ser igualmente política.

Sin embargo, en el caso de los capitostes de la asonada de Cataluña del 2017, esa judicialización de la política se produjo en sentido contrario al que ahora consensuan PSOE y separatistas, librándoles de lo que era delito de rebelión y rebajándolo a sedición por conveniencia política.

Son las dos caras de la moneda de la inseparación. Una es lucha por el control del poder judicial para su sometimiento y dirección, y la otra ejecución del referido poder ya conquistado, ejerciéndolo contra el adversario partidista o ideológico. Si resulta evidente que a mayor dependencia judicial mayor politización de la Justicia, no menos cierto es que la judicialización de la vida política también aumenta exponencialmente de forma correlativa cuando es la misma clase política la que designa la cúpula judicial que ha de dar el plácet jurídico a sus decisiones.

En estas condiciones, la concepción del hecho nacional como algo dependiente de la voluntad, como ese plebiscito diario, proyecto sugestivo de vida en común, o unidad de destino en lo universal que definieron Renán, Ortega o José Antonio, nos sitúa ante la tormenta perfecta.

Tan escandaloso era decir antes de 1978 que aquello era una dictadura nacionalista como lo es ahora decir que esto es una oligarquía de partidos apátrida. El rechazo de los nuevos indignados es idéntico. El delicado equilibrio del consenso postfranquista deconstruyó la conciencia nacional al partir de un error intelectual básico, consistente en entender el hecho nacional como algo susceptible de decisión por el voto.

El destino racial de la Alemania de Hitler, el religioso en la España de Franco y el estatal del separatismo vasco, catalán o gallego, son el mismo fruto de esa errónea interpretación del hecho nacional.

Resulta evidente la dificultad de encontrar el cauce político democrático por donde hacer discurrir y encauzar las emociones y sentimientos generados y ya preexistentes de una auténtica realidad nacionalista que, como la propia España, resulta innegable.

La única alternativa democrática, racional, que funciona como elemento neutralizador e integrador de las demandas nacionalistas que acabe con el actual proceso centrifugador del Estado, potenciado por el actual mecanismo constitucional que permite mantener abierto un proceso continuo de transferencias competenciales a las autonomías, es el presidencialismo.

Éste asegura la unidad del Estado porque el presidente es elegido directamente por todos los ciudadanos y porque obliga a los candidatos a incluir en sus programas las aspiraciones legítimas de los diferentes pueblos. La aplicación del sistema presidencialista a los municipios, los  constituye en auténticos poderes locales que permiten la descentralización del Estado y la eliminación de las oligarquías políticas regionales generadas por el Estado de las autonomías.

Si el presidencialismo garantiza la presencia de los intereses regionales ante el ejecutivo sin dar lugar a la desintegración de la unidad del Estado, en el legislativo la representación se alcanza a través del sistema mayoritario por distrito electoral uninominal de los parlamentarios. Sólo de esta forma puede conseguirse la igualdad de todos los ciudadanos independientemente de la localidad o provincia donde se hallen o de la adscripción del candidato a un partido de implantación estatal o solamente regional.

En definitiva, la cuestión nacional de España es indisoluble a la solución de la crisis de este Estado de partidos, autonomías y poderes inseparados, y no quedará resuelta hasta que no tenga lugar la transformación institucional precisa para ello. No cabe indignarse, sino coger el toro por los cuernos.

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