A diferencia de los cargos administrativos y los órganos del Estado personales (poderes ejecutivo y judicial, respectivamente), el poder legislativo es errático y “mágico”, en cuanto que sus decisiones no son para nada la síntesis de las opiniones personales. Durante la Revolución Francesa, la Asamblea de la Convención que condenó a muerte a Luis XVI no lo hubiera condenado si la opinión que cada representante llevaba antes de celebrarse la misma no hubiera sido cambiada por la dinámica que se introdujo en la sesión por sólo noventa miembros de la cámara. Algunos diputados llegaron a suicidarse después de haberse percatado, como saliendo de una pesadilla, que habían votado a favor de la muerte de Luis Capeto. Las mismas atrocidades ocurrieron durante el llamado “Parlamento Largo”, en la época de Oliverio Cromwell. Se cuenta de diputados que se extrañaban de sí mismos sobre la postura que habían tenido en asuntos importantes sobre los que su opinión inicial era distinta a la posición que habían tenido finalmente en la sesión parlamentaria y que después de ella volvían desesperados a la idea inicial, ya demasiado tarde, como si durante la sesión hubiesen sido hipnotizados por las corrientes de los discursos. Esta misma opinión errática del legislativo la observamos muy bien hace unos días cuando en el cine gozamos de la película “El instante más oscuro”, de Joe Wright. Churchill decidirá, por sugerencia del Rey, controlar –y controlarse- los balanceos del Parlamento a través de la opinión pública. Será la opinión pública la que le haga triunfar, como su genuino portavoz, en aquella heroica jornada del Parlamento británico en la que el Reino Unido, lejos de plegarse a las intenciones criminales de Alemania, decidirá enfrentarse en todas partes a la tiranía nazi. Esto es, lo único que puede limitar e impedir el proceder errático del Poder Legislativo es la opinión pública.

El Poder Legislativo, representante genuino de la Nación, comienza siempre cada Legislatura con un cuerpo legal ya constituido, lo que provoca que el pasado sea su principal adversario, como un padre del que se quiere emancipar. Y se necesita “fineza” para saber cambiar el pasado sin romper los frágiles vidrios de la urdimbre constitucional y manteniendo, en lo que se pueda, a salvo los padres de la patria y los Manes patrios. Las Leyes, que son la expresión de la mayoría del pueblo, deben armonizarse con la Constitución, que básicamente representa el principal escudo de las minorías.

Cuando las Asambleas tienen un poder ilimitado causan un mal mucho mayor que cualquier otra institución del Estado. Los gobernantes, sean del tipo que sean, no pueden llegar tan lejos en la práctica de los abusos propios del espíritu doctrinario –y todo espíritu doctrinario es tiránico– como unos legisladores que, al no ocuparse de modo alguno de la aplicación de las leyes, no perciben que las que hacen muchas veces son inaplicables. A lo largo de la Revolución Francesa, fue en la tribuna parlamentaria donde se orquestaron todas las tiranías y del seno de las asambleas legislativas surgieron todos los desmanes y todas las injusticias que se abatieron sobre los gobernados. Se puede ser fácilmente doctrinario en una Asamblea de ideólogos en donde te dejan hablar de lo humano y lo divino, pero quienes aplican las leyes de tales asambleas sólo pueden hacerlo con posibilismo y pragmatismo y los servidores de la Administración claramente notan la falta de realismo que sufren las Leyes ideadas en un Olimpo que no pisa el suelo. El poder legislativo jamás se enfrenta a la experiencia, caso del Parlamento catalán. Lo imposible no existe para él. Sólo necesita querer; otros son los encargados de ejecutar; querer siempre es posible, ejecutar puede no serlo. Por ello sería oportuna la remisión periódica a las Asambleas legislativas de informes técnicos no vinculantes del Poder Ejecutivo.

La disolución del poder y cuerpo legislativo no es en modo alguno, como a veces se ha dicho, un ultraje contra los derechos de los comitentes; por el contrario, cuando las elecciones son libres, es una apelación a esos mismos derechos para defender de modo más contundente los derechos populares. Además, los ciudadanos sólo se interesan en sus instituciones cuando se les llama a participar en ellas con su sufragio.

El sueldo o emolumento fijados a los miembros de un Parlamento o Asamblea Legislativa no debe ser jamás tan grande que se convierta en la principal razón de participación política. La ambición política no puede corromperse ni diluirse en la codicia. El objetivo del diputado no es la soldada sino la satisfacción de una vocación poderosa.

Dentro de las asambleas legislativas deben coexistir diputados nuevos y veteranos. La reelección es muy importante como forma de que la Nación no desperdicie la sabiduría e inteligencia de los mejores. Tarda mucho en forjarse una reputación de gran popularidad como para desecharla por una manía de constante renovación. Del mismo modo que una gran empresa no expulsa al ejecutivo que por su experiencia y saber resulta altamente rentable, tampoco la Nación debe desprenderse de quienes han pasado del estadio de aprendices al de grandes maestros del legislativo. Una Asamblea Nacional no puede estar constituida sólo por la bisoñez, sino también por el talento experimentado.

Finalmente, Maquiavelo y Montesquieu atestiguan uno y otro el admirable instinto del pueblo para elegir a los portavoces de su voluntad y defensores de sus intereses. Diríase que un espíritu divino late en las verdaderas democracias. Y cuando se ha confundido fatalmente –las poquísimas veces que lo hace- la encarnación de su error la arroja a las gemonías.

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