El curioso movimiento autodenominado “democracia real” es muy probable que haya sido promovido por un partido en vías de extinción que quiere aprovechar la ocasión para mejorar su posición dentro del sistema: según alguno de sus portavoces asegura no ser anti-sistema. En este caso, lo “democracia” puede ser un eufemismo para no decir socialismo, y “real” puede tener también una significación política muy concreta: asegurar el sistema de la Monarquía de los Partidos. Lo que está en juego no son ya los partidos sino, justamente, el sistema que según su propaganda “nos hemos dado los españoles a nosotros mismos”. El Sr. Gallardón, alarmado, se ha atrevido a decirlo. Los partidos son únicamente tentáculos del sistema. Este es el gran problema: que, a pesar de los años transcurridos el sistema no haya podido consolidarse como un régimen; al contrario, por los síntomas, ha fracasado, con la crisis, el pueblo se está dando cuenta de su naturaleza, y está llegando a su final.   Alejandro Nieto ha estudiado y bautizado el sistema establecido (palabra que viene del latín stabulus) como un sistema de “desgobierno” de lo público, o sea intencionadamente corrupto. Sistema que desde hace tiempo inunda también lo privado: corrupción económica, política y moral. En suma, un sistema de poder radicalmente antipolítico al estar enfrentado con el pasado, ser antiespañol en el presente, y carecer de futuro: un sistema enemigo de la Nación española, cuya unidad –la unidad es el fin más elemental de lo Político, el Estado- se empeña en destruir. ¿Cui prodest?   Los sistemas pertenecen al mundo de la mecánica: son mecanismos. En contraste, las formas pertenece al mundo de la vida, por lo que in politicis, a diferencia de los sistemas, pueden llegar a ser regímenes, formas de orden que tienden al desorden a causa de la libertad, mientras el sistema impone la sumisión a la rigidez de sus pautas para impedir el desorden: la libertad y, en este caso, la libertad política. Es el desorden de la libertad lo que hace necesaria la política. Las formas son políticas y los sistemas antipolíticos; los híbridos son regímenes impolíticos.   ¿Pero qué mueve al sistema? La teoría de los sistemas políticos describe la organización de los partidos formando, aunque no lo diga así, una oligarquía. Pues, conceptualmente, los sistemas políticos son oligárquicos y en la democracia, en realidad en la pseudodemocracia de los sistemas, es decisivo articular los partidos políticos de modo que, sin perjuicio de discutir sobre sus respectivos intereses –el “pluralismo”-, no rompan el sistema establecido o estabulado: la solución es el CONSENSO. El consenso es lo que hace funcionar al sistema.   Desde el principio de la transición, se articuló el consenso entre los partidos para proteger a la monarquía a cambio de entregarles la Nación, cuyo desguazamiento garantizó la Carta constitucional. Se resolvió así (aparentemente) el conflicto secular desde la revolución francesa entre la soberanía de la Nación y la soberanía monárquica, atribuyéndole de hecho la soberanía al consenso entre los partidos admitidos en torno a la monarquía.   El tosco movimiento “democracia real” parece estar funcionando empero como un boomerang. Simpatizan espontáneamente con él una gran masa de españoles que, sin estar de acuerdo con sus soflamas o rechazarlas en todo o en parte, han empezado a caer por su cuenta en la mentira-trampa del consenso. Con sus proclamas y consignas, si puede llamárselas así, en vísperas de la ridícula “jornada de reflexión”, han incitado a reflexionar a gentes que, inconscientemente o sin saberlo expresar, creen que el sistema es dañino y está agotado. Un mérito atribuible al movimiento “introuvable” de la “democracia real” consiste en que esas gentes, pueden caer fácilmente en que el gran problema es la falta de libertad política, el principio de la democracia. Libertad que se les ha negado a los españoles desde el comienzo de la llamada transición, al final, probablemente a ninguna parte. En virtud del consenso, la libertad política o colectiva ha sido sustituida por “liberaciones” que, en último análisis, son señuelos del poder para estabular la servidumbre voluntaria.

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