El movimiento protestante y la Reforma en general despojó al hombre de la certeza ( “certitudo” ) de que Dios amaba a todas las criaturas por igual y de que había enviado a su hijo al mundo no para juzgarlo sino para salvarlo ( “Non enim veni ut iudicem mundum, sed ut salvificem mundum” ( Juan 12, 47 ). Lutero, Calvino, la Iglesia de Inglaterra y las demás reformas protestantes dejaron de ver al pecado como el enemigo, y comenzaron a ver al pecador expulsado de Dios. Dios “permitiría” la condena de unos, antes de su propio nacimiento sobre la tierra, y aceptaría la salvación  de los otros antes incluso de operar sobre la tierra. Es así que la Reforma arranca al hombre – y con ello deja de ser dichosamente medieval – la seguridad de tener un lugar en la otra vida al morir, un lugar inmensamente mejor que el de aquí abajo para toda la eternidad. La pérdida de la “certitudo salutis”, que tanto perturbó a Newton, llevó al hombre moderno a la desesperación y a ver el mundo con desconfianza hostil, a consecuencia de la pérdida de la idea en un Dios de bondad infinita que nos perdona siempre, nos acoge en su seno y nos libra del infierno. El hombre que salía del Medievo, ignorante ahora de los motivos por los que Dios nos salva o nos condena, quedó desnudo, sin ningún abrigo seguro, como el pecio de un náufrago al pairo de las caprichosas olas.

    La duda metafísica ocupó el lugar de la certeza metafísica. La duda cartesiana nace de esta incertidumbre de la salvación, que puede transformar la seguridad de un Dios bueno como creador del mundo, en la posibilidad de un espíritu maligno que se oculta detrás del espectáculo del ser. Y nos llama poderosamente la atención de que a propósito de esta crisis económica atroz – de la que ya estamos saliendo -, los sabios, polihistores y polimáticos periodistas que pueblan España saquen a colación hoy en sus tertulias sapienciales el libro de Max Weber, “Ética protestante y el espíritu del capitalismo” ( no hay nada más divertido que la utilización de un libro que esta tribu ignara no ha leído ) para explicar por qué los países del sur de Europa e Irlanda ( los países católicos ) padecen más la crisis económica que aquellos otros en los que triunfó la Reforma, como si se desprendiese de la obra de Weber la superioridad antropológica del protestantismo sobre el catolicismo y Roma. Creo recordar que los mismos analfabetos periodistas que critican a los profesores de España desde sus altivas tribunas dicen también estas cosas. Es el espléndido y apoteósico triunfo de la barbarie en el Cuarto Poder.

    Muy por el contrario, la antropología de La Reforma desguarneció el alma del mundo, la llevó al desmalazamiento, dejándola trefe y desconfiada ante el mundo, creación de un Dios que caprichosamente salvaba a unos y condenaba a otros, mundo contra el que levantó una barrera basáltica de desconfianza. El primer fruto de La Reforma fue la Guerra de los Treinta Años, iniciada por el fanático soberano sueco Gustavo Adolfo, cruel y despiadado anticatólico, que causó millones de muertos en Europa, y convirtió a Alemania en podredumbre humana durante otros cuarenta años. Quedó dividida en unos trescientos pequeños Estados autócratas, en los que volvió a introducirse la servidumbre y donde la superstición hizo estragos ( entre 1625 y 1628 el obispo luterano Würzburg quemó a 11.000 personas acusadas de brujería, y entre 1640 y 1641 otras 1000 fueron condenadas a la hoguera en el principado silesiano de Neisse ). Como las escuelas estaban destruidas, se padecía una falta general de educación y la literatura y el arte sufrieron considerable daño. Alemania entera había quedado sumida en la barbarie y la brutalidad, pereciendo la ordenada y próspera vida del burgués alemán, igual que la del ama de casa, por haberse visto ésta arrastrada a seguir a las hordas de los ejércitos mercenarios convertida en prostituta. Incluso en 1880, el príncipe Hatzfeld, embajador alemán en Londres, contó a Lord Granville: “Alemania no se ha repuesto todavía de los efectos de las guerras de los Treinta Años y de los Siete Años. La determinación de impedir la vuelta de tales desastres debería constituir el punto crucial de la política alemana”. El país quedaba arruinado, material y espiritualmente, de manera más completa que en ningún otra ocasión de su historia ( contando la Segunda Guerra Mundial ). La verdad es que el veneno que instiló Lutero en las conciencias de los fieles no ha mejorado mucho el mundo.

    La evidencia histórica demuestra que los hombres de la Reforma, que alumbran la Modernidad, no fueron devueltos al mundo, sino a sí mismos. El asunto de la pérdida de la transcendencia y el hundimiento en el pozo de sí mismos lo fueron cumpliendo los hombres de los siglos XVI y XVII, al tener que arrancarse la fe en su salvación, la confianza en el perdón de Dios e, incluso, en el amor de un Dios otrora misericordioso con sus criaturas. Y en todo este asunto, naturalmente, es central la doctrina de la predestinación de Lutero. De la cual podría decirse que nunca se ha dado una doctrina religiosa, que haya empleado en la consideración del individuo más dosis de dureza, más cercenamiento de su espontaneidad natural respecto a los lazos afectivos en su trato con los otros, la familia o los amigos. Max Weber, el autor citado por los periodistas que jamás lo han leído ni lo leerán, pone el ejemplo de la carta escrita a Lutero por la duquesa Renata von Este, “en la que ella habla del odio que albergaría contra su padre y contra su esposo, si estuviera convencida de que estaban entre los réprobos”. Max Weber comenta la carta diciendo que “muestra el traslado del odio a las personas, del pecado a las personas, y constituye al mismo tiempo un ejemplo de cómo la doctrina de la predestinación produce en el individuo una ruptura de los vínculos que lo unen a la comunidad por un sentimiento “natural”. Es así que la ética protestante estaba abonando el campo para que fructificase perfectamente en él totalitarismos como el nazismo, una excrecencia del luteranismo. De hecho, el nazismo no pasa de ser un tipo de predestinación racial, los arios al cielo y los judíos al infierno. Esta experiencia del abandono del hombre en su salvación, y la irracionalidad cruel de la predestinación de los buenos y los malos a su respectiva salvación o condenación eternas, debió de ocasionar una pérdida dramática de la confianza en Dios y en el mundo y, no digamos, en los otros hombres. Como ejemplo de lo dicho podríamos citar dos tesis del sínodo de Westminster ( s. XVIII ): “(1ª) Como revelación de su sabiduría, y desde antes de la Creación, Dios ha predestinado con su designio a algunos hombres para la vida eterna y a otros los ha condenado a muerte eterna”. Y esto “plugo a Dios”. (2ª) Mas, no contento con ello, existe un ensañamiento con los malos, los condenados a los que “Dios no sólo les quita la gracia, sino les quita también los dones que tenían, y los pone en relación con cosas cuya maldad las convierte en ocasión de pecado y los entrega, además, a sus propios instintos, a las tentaciones del mundo y al poder de Satán”. El protestantismo convierte así al Dios Padre Bueno en un sádico retorcido. Pero si Dios no posibilita la salvación de todos los hombres, si Dios no simpatiza con todas sus criaturas, si Dios no toma partido radicalmente por el hombre, si Dios no ama infinitamente a cada hombre en su singularidad preciosa, ni se habría encarnado en el hombre ni habría muerto crucificado por el hombre, y sería un Dios anticristiano.

    Al individuo que ha perdido la certeza de su salvación, no le queda nada más que la angustia y la desconfianza en todo y en todos los que le rodean. Conquistará a los otros hombres por si son réprobos y dominará violentamente la Tierra como un modo frenético de ganar seguridad, y la estabilidad del mundo se socava en un constante proceso de cambio.

    El enriquecimiento proviene ahora de una rápida acumulación de riqueza, la cual se produce, más aceleradamente que de cualquier otro modo desde la destrucción. ¿Por qué? Porque incita el vertiginoso modo de producción y simultáneo consumo. Si no existiese ese consumo compulsivo ( que es destrucción y desaparición de lo consumido ), la producción se ralentizaría, la inversión disminuiría su rendimiento, y las ganancias tanto como la posesión de muchas cosas, disminuirían en perjuicio de todos. Por eso estamos condenados a aceptar esta noria de repetición, de producción y consumo. Ésta es la sístole y diástole de nuestra sociedad.

    Comenzaba el tiempo en que los hombres modernos sin Dios misericordioso, sin lugar en el mundo, sin mundo, sin sentimiento de otredad, estaban perdiendo o transformando las condiciones en las que habían recibido la vida; estaban amputando sus posibilidades de pluralidad y mundaneidad y aumentando las de des-personalización y des-humanización, al compás de la que iba siendo única e importante función del animal laborans: laborar.

    ¿Cómo entonces los “pobres” países católicos podemos contemplar con envidia el mundo de la triunfante Reforma, encabezada hoy por la hija de un pastor luterano, que estará viendo como réprobos odiosos a griegos, italianos, portugueses, irlandeses y, por encima de todos, españoles, naturalmente? Sólo nos falta una estrella de picos en la solapa. Pero todo se andará. No hay cosa mejor que pasar de la sociedad del bienestar a la sociedad del malestar.

 

Martín-Miguel Rubio Esteban

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