Si al elaborar un discurso contravenimos sistemáticamente las normas fijadas por la oratoria clásica en distintos manuales que nos han sobrevivido, especialmente aquella hazaña enciclopédica de Quintiliano, es seguro que conseguiremos hacer un mal discurso. Tampoco es fácil hacer un mal discurso, pues en general el arte del bien hablar se fundamenta en la forma natural de contar una cosa y en el sentido común. Las famosas cuatro partes del discurso ya las vemos, si agudizamos los oídos, en el medio infante que comienza a hablar y cuenta a su mamá un hecho que ha vivido o que le han contado, o que ha soñado.

El desgraciado intento por reprimir todo pensamiento auténtico por la religión de lo políticamente correcto frena tanto la corriente del discurso como apaga el calor vital del pensamiento. Es básico sin duda el pensamiento políticamente correcto para hacer un mal discurso. Quintiliano escribió una obra titulada De causis corruptae eloquentiae, que desgraciadamente no ha llegado hasta nosotros. La marcha triunfal de los vicios se patentiza en el discurso malo. El arte corrupto del discurso consiste en palabras especialmente carentes de propiedad, redundantes, en una oscura lógica de pensamiento, en la relamida unión de palabras y en la pueril caza de voces parecidas o ambiguas.

Ayuda también mucho al mal discurso quien no se preparó como ajuar un abundante tesoro de palabras por mucha y digna lectura. Ahora bien, las palabras están para adornar los pensamientos y no para alabarse a ellas mismas, pues en el mal discurso el sentido de los pensamientos queda sepultado por la alabanza inmoderada a las palabras.

Decía el grande y desgraciado Quintiliano que el discurso debe oler a nacional, y no como si se le hubiese concedido el derecho de ciudadanía. Así, un buen número de malos discursos son intervenciones forasteras, ajenas tanto al pensamiento como a la buena lengua nacional, al quebrar la norma gramatical. Los malos discursos no deben evitar jamás los términos obscenos, sórdidos y de malsonante bajeza. Los discursos malos deben estar tachonados de faltas de impropiedad. Los malos discurseadores suelen blasonar de rebuscada cultura, y en sus discursos encontramos una maraña de palabras vacías.

Tito Livio hablaba de un maestro de retórica que mandaba a sus discípulos formular oscuramente lo que iban a decir, citándoles el imperativo griego “skótison”: pon oscuro, sé oscuro. De donde proviene sin duda aquella egregia alabanza: “Tanto melior: ne ego quidem intellexi” (¡Tanto mejor! ¡Ni siquiera yo le entendí!). Todavía hoy el pueblo desconfía de aquellos políticos que él entiende muy bien. “Si yo le entiendo todo, muy listo no puede ser este político”. El estragado gusto de los oyentes hace que ya no se cumpla siempre aquella máxima contra el discurso malo: “Son más nocivas y prestan menos utilidad nuestras palabras que las ajenas” ( semper vero magis nocent nostra verba quam aliena ).

El mal orador es amigo de las adianóeta ( expresiones ininteligibles ), esto es, expresiones que, siendo claras en cada una de las palabras, tienen sentidos ocultos. El mal discurso huye siempre de la claridad (perspicuitas): porque su pensamiento y contenidos son inanes y miserables. Entre los peores oradores se han encontrado siempre los poetastros: igual que un uso moderado y oportuno de la metáfora da claridad y esplendor al discurso, así su uso frecuente lo oscurece y nos llena de hastío, y su aplicación continuada termina en alegoría y enigmas irresolubles.

Aunque las palabras honestas sean superiores a las indecentes, y para palabras sucias (sordidae) no hay lugar alguno en un discurso exquisito, sin embargo, si queremos esforzarnos en fabricar un mal discurso debemos llenarlo de palabras indecentes y sucias. Y las grandes palabras en un discurso malo deben aparecer como hinchazones en un terreno llano, en donde jamás tiene perfume el lenguaje. Suárez puso de moda convertir los complementos circunstanciales de modo en complementos circunstanciales de un lugar platónico: Así, en vez de decir “quiero hablar con amabilidad”, se dice “quiero hablar desde la humildad”, sin duda una hinchazón “hordearia” gracias al mal uso de las preposiciones.

No es fácil, en fin, hacer un discurso obtuso, sucio, vacío, sombrío, desarticulado, desagradable, cacofónico y vulgar. Hay que esforzarse muchísimo. Las palabras superfluas y redundantes son también flores del discurso malo. El talento desviado carece de sensatez y se deja engañar por la apariencia de lo bueno.

El discurso malo mezcla lo sublime con lo bajo, lo antiguo con lo nuevo, términos poéticos con otros ordinarios y chatos, contraviene, en fin, los dos primeros versos de la Ars Poetica de Horacio: “Humano capiti cervicem pictor equinam/ iungere si velit”.

También el mal orador se desvive a la caza de sentencias de relumbrón. Su misma acumulación hace entrecortado su discurso; pues cada sentencia queda detenida, y por eso viene tras ella otro comienzo nuevo, la reanudación de un discurso subterráneo. De donde nace un discurso flojo, por buscar agudezas simpáticas, y como no se compone de miembros individualmente señalados, carece de estructura, ya que esas frases redondeadas y por todo lugar entrecortadas no pueden ofrecerse ayuda recíproca. A esto se añade también que, cuando uno se esfuerza en atrapar sólo sentencias, por necesidad tiene que decir muchas cosas sin peso ninguno, frías y fuera de lugar; pues no puede haber selección, cuando la preocupación es su número. Desde luego los agudos oradores modernos no son para nada mejores que los antiguos; son sólo diferentes, y lo que más llama la atención es que sus malísimos discursos exigen un esfuerzo titánico, tal como se ve.

No cosa baladí es tampoco la parte cuarta de la oratoria, la actio o hypocrisis, todo aquello que tiene que ver con la voz, indumentaria y gestualidad del orador. El orador en su papel puro de histrión (vocablo etrusco) o simplemente actor. El discurso como pura schesis o pose. El mal orador político suele declamar gritando, con tono siempre histérico, perturbado y malhumorado, como aquellos delirantes predicadores del Fray Gerundio de Campazas. Porque el padre Isla también fue un buen maestro para fabricar malos discursos, con la ventaja añadida de su hilaridad y carcajada.

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