Cunde la sensación de que vivimos en una época de esplendor sin parangón; para los súbditos españoles poco menos que en El fin de la Historia (desde el año 1978), para los súdbitos europeos en el «jardín» del mundo.

La política implementada en las últimas décadas ha permitido a los trabajadores no tener que luchar por sus derechos —defendidos supuestamente por sindicatos y partidos estatales—, pero que a la postre se ha mostrado como una protección social digna de encaminar la vivienda propia, por ejemplo, en una suerte de pisos compartidos a modo de comedias de situación populares.

Que en España no nazcan niños o que se haya alcanzado una cuota de deuda impagable aún no sirve para desmitificar las triquiñuelas de la política y los políticos. Sin embargo, basta escarbar un poco para descubrir unas incongruencias catastróficas en cada uno de los apartados que afectan a la vida de los españoles, ya sea en el plano social, económico, moral, cultural, político, etcétera; una montaña rusa de contradicciones que quizás sea difícil observar para los que existamos en esta etapa de la historia.

El disparate al que haré alusión se trata de un epifenómeno observable en relación a un ámbito mayor, que es el de la identificación de las masas en los partidos estatales. Una vez descrita la causa principal por grandes pensadores, sólo me queda plantear:

¿Qué hace que seres investidos de razón, títulos académicos (y en su caso ateísmo y materialismo) acepten cuentos de unicornios en política?

Permítaseme poner un ejemplo sacado de la ficción, pero que ilustra esta idea: en un capítulo de la serie Chernobyl de la productora HBO, en una reunión para afrontar la crisis de la central, un comisario veterano del comité ejecutivo de la ciudad delimitó las pautas a seguir en nombre del Estado y de su aparato: «El Partido». Esa secuencia conmovedora nos desvela que no sólo se trataba de una decisión irrevocable, cual impuesta por un espíritu sobrenatural, sino que además los presentes escuchaban con miedo. Pues resulta que por muy materialista o científico que uno sea, el que ostenta el poder se acaba imponiendo por la fuerza en la lucha de intereses, y en determinados regímenes tiene mecanismos para diluir su responsabilidad en el campo metafísico.

Además, en España hemos visto en hechos recientes que después de casi 50 años de corrupción y una vez gastada toda credibilidad en las siglas de partido, pueden sacar otro ente del mundo de las ideas, como son «los expertos», para acomodar la realidad a los intereses de aquellos que no dudan en sacar beneficio de cualquier situación. ¿Pero cómo se puede ser tan caradura de hablar de expertos de forma genérica? ¡Que salga cada experto y político a defender su posición bajo su propio nombre!

Quizás aún no estemos tan lejos de épocas pretéritas, más bien, en España se ha implantado un régimen aspirante al totalitarismo y al fascismo, en el que la toma de decisiones queda diluida de toda responsabilidad personal en esos entes
sobrenaturales que son los partidos. A su vez, podemos apreciar que la concepción inmoral de esta partidocracia lleva a algunos a profesar culto al líder.

Es imperativo civilizar a partidos y sindicatos, anclarlos a la sociedad civil.

3 COMENTARIOS

  1. Si, sin duda hace falta una conexión con la realidad. Parece que la conexión con las siglos no nos está yendo nada bien. Y me da por pensar que la opción más eficaz para lograrlo es la desaparición del régimen del 78

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