Georg Wilhelm Friedrich Hegel (foto: Sobibor) Durante los años 1770-1830 en Alemania asistimos a una vertiginosa transfiguración multiesférica que se ofrece a un análisis nada fácil –por la complejidad de lo que sus figuras estaban fraguando– pero también imprescindible. Sobre todo hoy, cuando la atonía es la norma, la falta de ideales el fundamento, y una incesante corriente de superficies la perfecta definición de nuestra cultura, como en la novela El Túnel (1995) de William H. Gass, aclamada por la crítica como la culminación de la a-visión postmoderna.   Es cierto que a la dificultad de detectar los hilos comunes que siguieron las generaciones de pensadores y literatos que allí se dieron cita, se añade la de lo abstruso de algunas de sus obras, como la Crítica de la Razón Pura. Pero sería un error pensar, como han hecho muchos en su crítica al idealismo alemán, que asistimos a algo gratuitamente retorcido. Kant tuvo que inventar un nuevo vocabulario para un mundo nuevo. Y algo idéntico es aplicable a las experiencias de Goethe, Schiller, Hegel, Schelling, o Hölderlin, por mencionar sólo a algunos. Aunque uno puede tomarse con cierto humor las observaciones de Karl Popper sobre Hegel, a quien pinta de vacuo rimbombante, lo cierto es que hacemos un flaco favor al pensamiento con un desprecio tan apresurado.   ¿Qué se traían entre manos estos sujetos? ¿Y qué podemos aprender de ellos, hoy que –según se dice– están tan superados (sin notar que “superación” es precisamente un término hegeliano)? Por supuesto, hablaron de muchas cosas diferentes y de modos distintos, pero puede afirmarse sin duda que todos quisieron levantar una visión integral del mundo, capaz de armonizar todas las esferas conocidas del saber y de la acción, desde una perspectiva determinantemente influida por la experiencia de la Revolución Francesa. Con la dictadura de Robespierre vino la decepción, y después cada cual buscó alternativas como pudo. Pero la ambición de transformar las esferas del arte, filosofía, política, religión, derecho y sociedad permaneció esencial.   Hoy estamos tan cegados por el escepticismo que una empresa así sólo produce sardónicas sonrisas. Pero sin negar sus errores y sus muy reales imposibilidades de resolver ciertos asuntos, nuestro mundo está más necesitado que nunca de un impulso similar, tanto en ambición como en altitud. Qué más quisiéramos.

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