Europa no siempre ha tenido buen ojo juzgando al personaje del momento. A finales de 1938, por ejemplo, los medios se deshacían en elogios al canciller de Alemania Adolf Hitler, poniéndole como artífice de una paz duradera, merced a los tratados de Munich, y reconociendo que, de todos modos, no le faltaba razón en algunas de sus reivindicaciones fronterizas. Sin embargo, y por debajo de este elegante y cínico postureo, el mundo ya estaba en camino hacia la guerra. Tras las elecciones presidenciales norteamericanas de 2016, la actitud bascularía hacia el lado opuesto. La prensa europea no deja escapar ocasión de ultrajar con saña al nuevo titular del Despacho Oval –y decimos nuevo, aunque va para su tercer año en el cargo, porque muchos no se han acostumbrado aun a su presencia-, poniéndolo como el paradigma de la vesanía, la falta de maneras diplomáticas y el riesgo en política exterior. Hay medios liberales de izquierda, como el semanario alemán “Der Spiegel”, que sostienen, sin ir más lejos, que un hombre tan irresponsable como Donald Trump ni siquiera está psicológicamente capacitado para gobernar. Y toda la línea editorial marcha por este cauce. En ocasiones partiendo de los sucesos más banales, como malas miradas de Melania o el último enfrentamiento entre un grupo de colegiales católicos y un falso chamán indio en presencia de (¡agárrense!) una manifa de afroamericanos convertidos al judaísmo. Si esto saliese en una película de Quentin Tarantino, hasta el suplemento de cultura de El País recomendaría cambiar de canal.
Donald Trump nos podrá parecer bien o mal, dependiendo de nuestras preferencias ideológicas. Pero es obligado reconocer que Europa no se ha portado bien con el Presidente de Estados Unidos, sobre todo a la vista de los resultados. Con la mitad de su mandato cumplido la economía norteamericana florece, los mercados financieros evolucionan al alza, la situación en el Oriente Medio parece estabilizada, hay perspectivas de llegar a un acuerdo con Beijing y hasta el dictador de Corea del Norte se ha sentado en una mesa de negociaciones. Esto es bastante más de lo que Barack Obama pudo alcanzar en sus ocho años de presidencia. Pero, claro, en ningún periódico o semanal de la vieja Europa van a encontrar ustedes una valoración objetiva de los hechos. Lo único que hallarán son esperpentos psicoanalíticos. Lástima que Don Antonio García-Trevijano, fundador de esta tribuna y único político europeo que supo captar la esencia de los nuevos tiempos, no esté hoy entre nosotros. Me habría gustado que fuese él quien escribiese estas líneas en lugar de tener que hacerlo un servidor.
Yo soy de los que piensan que para Estados Unidos ha sido una suerte que Donald Trump, y no Hillary Clinton, fuese el vencedor en las elecciones presidenciales del 8 de noviembre de 2016. ¿No nos acordamos ya de la Primavera Arabe y del caos provocado por la administración de Barack Obama –precisamente con Hillary Clinton como Secretaria de Estado- en Libia, Irak y, sobre todo, Siria? ¿O de las injerencias de la OTAN en Ucrania y otros territorios pertenecientes al patrio trasero de Rusia? Todo esto no fue obra de Trump, sino de políticos de salón y finas maneras. De ahí vinieron muchos males: un recrudecimiento de la ofensiva terrorista internacional, las avalanchas de refugiados hacia Alemania, la intensificación de los populismos que desde entonces desestabilizan la Unión Europea y la oleada de ataques cibernéticos orquestados desde el Kremlin para alterar procesos electorales en Alemania, España y, como detalle insuperable de justicia poética, incluso en los propios Estados Unidos, propiciando la victoria electoral de Trump y con ello unos escenarios políticos muy distintos a los que se perseguían desde la administración Obama.
Un triunfo de Hillary Clinton habría supuesto la continuación de tales tendencias, bajo el amparo de la ideología liberal elitista y hegemónica ligada a los intereses políticos heredados de la Guerra Fría que caracteriza a los círculos políticos del Establishment, ya sean demócratas o republicanos. Antes de que Donald Trump llegase al poder, quienes hacían la política era los profesionales de un aristocrático gremio en el que la imaginación histórica y el prestigio nacional pesaban más que las consideraciones prácticas. Desde hacía años, Estados Unidos ya no tenía intereses, sino objetivos abstractos: misiones que cumplir, compromisos con sus aliados europeos, una imagen de poder a la que dar lustre y el prurito de mantener el tipo en unos escenarios mundiales que han cambiado mucho desde que se hundió el bloque comunista, y por lo tanto ya no tienen el mismo significado estratégico y geopolítico que en otros tiempos.
¿Cómo explicar esto a un político de la vieja escuela, de esos a los que les gusta probar suerte con el nudo gordiano para después, al estilo de Kerenski o Von Papen, socializar responsabilidades escribiendo unas memorias acreditativas del fracaso de toda una generación? Quizás lo que se necesita es que venga alguien de afuera, con una perspectiva diferente, y haga las cosas a su manera.
Si hay un secreto para el éxito relativo de Donald Trump, posiblemente deberíamos buscarlo ahí: el presidente no es un funcionario, ni se ha educado en los elitistas círculos ni en los think tanks de los partidos republicano y demócrata. Es un empresario, un hombre de acción, un negociador puro. Un feriante, como aquellos que viajaban en carromato vendiendo remedios milagrosos por el salvaje Oeste. Carece de imaginación histórica. Jamás ha leido a Churchill ni a Carlyle, ni a Clausewitz, ni una biografía de Bismarck, mucho menos a Zbigniew Brzezinsky o Paul Kennedy. No le interesan las cuestiones de prestigio. Lo único que le interesa es aquello de lo que verdaderamente entiende, los negocios. Y para que salgan adelante los negocios (hoteles, inmobiliarias, las franquicias de bisutería de Ivanka), es necesaria la paz. Ver las cosas desde esta perspectiva es algo que jamás habría preocupado a Obama o a Hillary Clinton. Y a ningún político europeo. Todos ellos tienen sus pensiones de jubilación, los derechos editoriales por sus memorias, sus puertas giratorias y lo que les pagan por las conferencias.
El gran escenario se halla en el Pacífico. El ascenso de China como nueva potencia económica y militar hace necesario un reordenamiento de posiciones que condicionará el futuro de la geopolítica mundial. ¿Cómo se habrían enfrentado Barack Obama o Hillary Clinton al desafío chino? Teniendo en cuenta la inoperancia de todas aquellas trapacerías de manual con las que se propusieron doblegar figuras de segunda como Vladimir Putin, los mullahs de Irán o el tiranuelo de Corea del Norte, es fácil aventurar escenarios que forzarían a los chinos a graduar sus estrategias en la misma línea. Con Donald Trump, el curso de los acontecimientos resulta al menos predecible. Las negociaciones resultarán duras y mal vistas desde Europa. El presidente de Estados Unidos verá la relación entre Washington y Beijing como lo que realmente es: no una cruzada por la Democracia, sino un negocio entre dos partes contratantes del orden mundial multipolar posterior a la Guerra Fría. Al final, después de unos cuantos tira y afloja –y las convenientes manipulaciones y avisos catastrofistas en The Washington Post y Der Spiegel– se llegará a algún acuerdo. Porque ese es el procedimiento habitual entre empresarios y comerciantes. No la guerra como persecución de la política por otros medios, sino el póker: buenas manos, amagos, faroles, incluso trampas y, por supuesto, un vocabulario barriobajero y florido. Habría que comenzar a acostumbrarse a esto.
De modo que cuando ustedes, amables y comprensivos lectores del Diario RC, lean el próximo cronicón del Establecimiento poniendo a Donald Trump como una especie de caricatura del Anticristo, lo primero que tienen que hacer es quitarle hierro al asunto. No es tan fiero el león como lo pintan. Y tampoco tan gilipollas como en las películas de Walt Disney. Tan solo se limita a ir a lo suyo. Y con ello, le hace un favor al medio ambiente.

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