Queridos compañeros profesores, estimados padres, mis muy queridos  alumnos que termináis 2º de Bachillerato: Un año más este Instituto, entre melancólico y alborozado, mediante este sencillo acto, despide a los alumnos del último curso, teniendo como siempre este momento una mezcla de satisfacción por el deber cumplido, tanto de vosotros como de nosotros, y de tristeza por lo que supone de despedida entrañable entre condiscípulos que han podido convivir seis largos cursos, y entre alumnos y profesores. Pero la vida nos exige, nos demanda ( ¡es ley de vida! ) dejar etapas para iniciar otros caminos que nos ayuden a crecer, y no conviene mucho al labrador mirar detrás cuando pretende abrir un surco recto con la reja del arado hasta el límite de su finca. Estáis condenados, muchachos, a seguir creciendo, y a entrar plenamente en la juventud. Aunque algunos de vuestros padres sufrirán vuestra ausencia cuando abandonéis la convivencia continuada en la casa familiar para iniciar estudios superiores, preferirá siempre, sin embargo, su infinito amor vuestra añorada ausencia a condición de que realicéis vuestros sueños más nobles, que vuestra permanencia continuada en casa proyectada hacia un futuro baldío. Pues lo mismo, en menor pero muy grado, lo sentimos los profesores y vuestros mejores amigos.

    Con esto no digo que os olvidéis del Instituto, pues además os sería imposible. Al contrario. Podéis iniciar una nueva etapa, subir un nuevo peldaño en vuestra instrucción, que os conduzca a vuestra vocación, gracias a lo que habéis aprendido en este Instituto y gracias también, lógicamente, a vuestro esfuerzo y sacrificio, que espero haya sido siempre justamente recompensado.

   Pues bien, queridos baccalaureati o bachilleres, es decir, los que tenéis ya la frente ceñida con una corona de laurel con bayas, que es como desde Roma se coronaba el final de la Educación Secundaria, o en la Edad Media a los alumnos que salían del Trivium – las Humanidades de entonces – o del Quadrivium – las Ciencias de la época – quisiera en esta despedida deciros algo útil y, desde luego, sincero, pero sin ponerme en el plan de un señor que ya tiene más de medio siglo y que cree que, ya sólo por eso, va a decir algo útil a jóvenes llenos de inteligencia recién estrenados, primerizos. A partir de ahora vais a entrar en un proceso de individuación, de caracterización fuertemente singular, cada vez más vosotros mismos, con un perfil cada vez más inconfundible, y ello en virtud de la fuerza interior o personal, y también de la presión exterior o social. Leibniz y la ilustración alemana lo explicaban muy bien, y es posible que recordéis algunas lecciones de vuestra profesora de filosofía. Ahora comenzáis a ser conscientes de que sois quienes sois, y de que podéis y debéis ser lo que sois no a la sombra de nadie, sino a la de vuestra propia luz. Empezaréis a decir quiénes queréis ser, y por ello sufriréis no pocas interferencias, las bienintencionadas suelen ser algo más pesadas, más cargantes, pues con frecuencia van envueltas en la luz rutilante y cegadora de un amor egoísta.  Pero, bueno, lo interesante es el fondo del asunto, que resistáis, que permanezcáis fieles a vuestro ser único y a vuestra vocación, que os llama a cada uno desde que nacisteis. Cada vez que nace un niño con su ser propio se introduce en la Historia lo inesperado. Puesto que cada persona es un initium, un comienzo y un recién llegado al mundo, las personas pueden tomar iniciativas, convertirse en precursoras y comenzar algo nuevo. La Historia es el escenario donde se da la sorpresa y el milagro que proviene de la manera de ser hombre, de su capacidad de actuar, siempre distinta y renovada por los nacimientos, y por la lealtad de cada uno a su propio destino. Cuando decimos que la esperanza del mundo está en vosotros, queridos muchachos, no estamos construyendo una frase retórica, sino que estamos diciendo una verdad palmaria: el mundo puede cambiar a mejor si cada uno de vosotros sois leales a vuestro propio ser y querer. Ese pesimismo que pesa sobre nosotros, los mayores, a consecuencia de la crisis, sólo puede remontarse con la esperanza segura en el inicio de nuevas acciones que emprendan los que vienen a la vida, con su libertad y su actividad sobre este mundo nuestro. Vosotros representáis lo inesperado, y con lo inesperado la esperanza tanto en los estudios superiores como en el dinamismo de la vida social.

    Os aseguro que es aún demasiado pronto para que podáis valorar y apreciar en su justa medida los tesoros intelectuales y morales con que os ha equipado para vuestra futura vida profesional y social el gran equipo docente de este Instituto, los magníficos profesores que constituyen el Claustro de este Instituto. Carecéis aún de perspectiva biográfica y experiencia social y profesional para poder valorizar esos tesoros intangibles y perennes que portarán vuestros espíritus toda la vida. Ortega señalaba que los saberes fundamentales de carácter general que un hombre no ha aprendido a los dieciocho años ya nunca los podrá aprender debidamente por buen autodidacta que sea. Y el propio Machado afirmaba de los autodidactas que son charlatanes con fundamentos de barro. Es sólo la escuela en general la que estructura y ordena el edificio del saber de una manera lógica en la que las diversas estancias están debidamente enlazadas por corredores con direcciones fundadas en jerarquías conceptuales y relaciones de causalidad. El por ello que el éxito profesional depende de la escuela, y es necesario en estos momentos de crisis señalar que sólo es la escuela la que puede fabricar un futuro de bienestar social y de justicia para todos. Intelectualmente hablando somos hijos de la escuela, y más concretamente de una escuela levantada por unos hombres siguiendo una tradición milenaria. Estad seguros de que lo mejor de vuestros conocimientos básicos se formaron y estructuraron aquí, entre estas paredes en la que resonarán siempre el eco de vuestras risas y alborozos adolescentes, en el silencio e incluso en el bullicio de las aulas. Los conocimientos que aquí aprendisteis volverán a salir como sillares fundamentales, como piedras angulares, lapides anguli, como soportes imprescindibles en vuestros estudios superiores y en vuestros trabajos. No hay ninguna Asignatura o contenido trabajado en las aulas durante estos seis años que no sea necesario para resolver los distintos e infinitos problemas de la vida y ayudar a un enriquecimiento dinámico de vuestras propias competencias básicas, que esperemos lleguen a tener un nivel de excelencia en vuestras vidas.

    Estos cimientos os han conformado como hombres y mujeres de provecho, como dirían vuestros abuelos, pero – oídlo bien – no sólo de provecho para vosotros mismos, sino que vosotros ya tenéis la obligación intelectual, cívica y moral, con esa formación humanística, técnica, científica, y de salud física, de servir como honrados instrumentos críticos para mejorar el mundo y hacerlo más habitable y más libre, es decir, más humano. De nada valdrían las escuelas y las universidades si al salir de ellas no nos comprometemos con el mundo para hacerlo mejor con las armas nobles que aquéllas nos proporcionaron. Los hombres somos hijos de los ámbitos públicos, únicos ambos en que podemos habitar. Más aún en sí mismos somos un valor adquirido de nuestra sociedad, en el que la escuela tiene la labor de forja principal. Y esperemos que en esa labor de forja este Instituto haya sido el elemento crucial.

    Aunque la crisis económica sólo nos ha aportado angustia y sufrimiento, sin embargo, ha hecho que vuestras vocaciones puedan surgir auténticas y verdaderas, ajenas al mercado ininteligible y voraz, no contaminadas por ningún interés social o crematístico, en cuanto que el mercado de trabajo se ha hecho opaco e imprevisible. Estudiar sólo lo que a uno le gusta o lo que cree que para ello ha nacido es ahora lo más inteligente.

   Para terminar, quisiera decir un par de cosas sobre la etapa educativa que acabáis de terminar. Todo estamos de acuerdo en que en ella, la personalidad futura del hombre se plasma en su molde definitivo; y no en la enseñanza primaria ni en la superior. El niño de primaria es demasiado blando para que en su alma, movediza e inconsistente como una duna, puedan echar raíces nuestras simientes. El joven universitario es demasiado duro para que en él sembremos otra cosa que lo que exige el propio terreno, ya estructurado. Sólo la época adolescente se nos ofrece en el punto propicio de coherencia suficiente y de no excesiva rigidez, para moldearla a nuestra guisa. Y todos tenemos la impresión cuando los años empiezan a profundizar en las responsabilidades de nuestro pasado, que ni como padres ni como profesores hemos aprovechado bien ese momento fugaz y transcendente de la evolución de los jóvenes a quienes nuestra paternidad o nuestra profesión nos confió el deber de modelar. Lo que nos absorbe y apasiona en la dura lucha por la vida actual – lucha de puestos o de ideas -, en realidad nos aparta de las normas eternas y primarias de nuestro deber; y, entre ellos, de éste de enfocar los cinco sentidos en el paso fugaz del joven por su fase propicia para la gran sementera. Como el herrero acecha, vigilante, el punto rápido en que su acero puede ceder a los golpes del martillo y concentra en ese minuto la energía de su brazo, así deberemos los profesores y padres espiar el paso de la juventud por sus horas de ductilidad; y no entregarla a la rutina para, después, cuando la forja nos muestra sus defectos indelebles, quererlos arreglar machacando en hierro frío.

   Y, finalmente, unas palabras para mis compañeros: los profesores siempre hemos podido con nuestro esfuerzo generoso vencer la desorganización y la mezquindad estatales, así como la incomprensión de algunos padres. Un profesor bueno será siempre eficaz, aunque todo los demás sea malo. Claro que, entonces, para ser él simplemente bueno, requerirá un alma esforzada, una vocación casi religiosa y un temple indomable de voluntad; pero no olvidemos que en cualquier país y en cualquier grado de enseñanza, ningún profesor es bueno si no tiene sus ribetes de sacerdote y de héroe. No esperemos jamás la solución en un plan de enseñanza salvador; no achaquemos nuestras deficiencias a la desorganización de los métodos o a la pobreza del material. La solución de enseñar está siempre, en nosotros mismos. Si no enseñamos con medios adecuados, podemos suplirlos con el sacrificio, que todo lo compensa y aún lo supera: porque no hay pedagogía que iguale al desinterés y al entusiasmo: y eso es el sacrificio.

    Mucha suerte a todos.

Martin Miguel Rubio Esteban

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