El significado del concepto de democracia es, simple y llanamente, el gobierno del pueblo. La democracia griega de Pericles ­-en aquel tiempo el pueblo, era sólo una parte reducida de la sociedad- quedó definida por la historia como democracia directa, hoy imposible. En el siglo XVIII apareció, de la mano del barón de Montesquieu, el concepto de separación de poderes que, unido a la representación política del elector (representante elegido de manera uninominal por su distrito), dio como fruto la democracia representativa, única posible, perfeccionada en la obra y pensamiento de Antonio García-Trevijano.

Jorge Ruiz de Santayana (George Santayana) acuñó el concepto de democracia material para definir el utópico igualitarismo que la terca Clío terminó por confirmar.

El siglo XX, ha sido pródigo en adjetivos que han intentado reformular o pervertir, por decir mejor, las definiciones de tan elevado concepto. De la RDA al régimen de Franco, todo es democracia.

La dictadura organicista del general Franco, también le aportaría un adjetivo a la palabra, un apellido que tuviera cierto prestigio intelectual anterior, y que hubiera sido avalado años atrás por eximios intelectuales como Fernando de los Ríos o Salvador de Madariaga.

La democracia orgánica del dictador desarrolló un corpus teórico para definirla y justificarla, sirviéndose de intelectuales de gran talla al servicio de tan pintoresco gobierno del pueblo, aunque algunos terminarían cayendo en desgracia. Partiendo del Estado totalitario y corporativo de los primeros años de la dictadura, que fueron prácticamente un calco de las grandes formulaciones fascistas, la doctrina del nuevo régimen se fue adaptando a los nuevos tiempos tras la caída del Reich y de Mussolini; representación limitada y de conducto reglamentario, mediante la familia, el sindicato y el municipio, y ejercida desde la cúspide hacia abajo.

Los poderes del Estado, según la teoría organicista de la unidad, se dividen en sus funciones pero se concentran en el dictador para conseguir la unidad política, social y nacional.

Desde un punto de vista formal, la oligarquía de partidos española es una forma de franquismo sin Franco. La representación política limitada, la división de funciones concentrada en un solo poder y, «las Cortes», hoy Congreso de los Diputados, como elemento decorativo e inútil.

En la democracia orgánica de Franco, la representación del ciudadano era jerárquica, se denominaba Tercio de Familia y se llevaba a cabo de manera indirecta a través de asociaciones de jefes de familia, sindicato y municipio. De esta manera desactivaría la representación ideológica de la etapa republicana y sería el Estado, finalmente, quien ostentase la supuesta representación.

En el caso de la oligarquía actual, sigue siendo el Estado quien detenta y hurta la representación a la ciudadanía. La falsedad y la mentira política del régimen de partidos comienza con la definición de la forma de Estado, que se especifica en la falsa Constitución del 78, como monarquía parlamentaria. Monarquía sí es, desde luego. Pero nunca parlamentaria, porque no existe el parlamentarismo en España. Para que existiese, como en el caso del Reino Unido, tendría que haber parlamentarios elegidos uninominalmente por su distrito, con oficina en él y como única lealtad, la debida a sus electores. Por lo tanto, estamos ante una monarquía de partidos, cuya segunda mentira proclamada a voces, es que los integrantes de las listas de partido son calificados como electos. Pero, ¿electos por quién? ¿quién los ha elegido?, el caudillo de cualquiera de los partidos del Estado que, mediante el pacto, burla sin disimulo la representación ideológica que dicen defender. Ahí tenemos el caso tan actual de la cesión de «representantes políticos» de partidos de izquierdas -permítanme la ironía- a formaciones nacionalistas que, por definición, son de extrema derecha, con el objetivo de que puedan formar grupo parlamentario propio. Los cedidos representan dinero, millones de euros para el coleto del partido, que acepta tal transacción, es decir, los unos los compran y los otros se venden, con el único propósito de alcanzar o mantenerse en el poder los primeros, y conseguir ventajas, canonjías y dinero, los segundos. En este caso, es el nacionalismo periférico, pero puede ser cualquier otro partido, nacionalista o no. Ni es la primera vez, ni será la última.

¿Y, qué pasa con los representados? ¿Quién los representa ahora? Esta cuestión carece de importancia, porque ni en sus escaños ni en cualesquiera otros, hay representación ciudadana, sus Señorías sólo representan al jefe que los sentó tan cómodamente allí.

La naturaleza omnímoda del poder en el régimen del General, hacía que éste lo ostentase con mano de hierro y autoridad indiscutible, con un partido político estatal único y de naturaleza institucional. El Estado y todos sus poderes se identificaban en su persona.

En la oligarquía de partidos estatales, la naturaleza del poder es también de arriba hacia abajo. Pero para conseguirlo, tiene que alcanzar la mayoría absoluta en las votaciones proporcionales, ésta la puede lograr un solo partido, con un todopoderoso presidente sin ningún control en su acción de gobierno, porque el Parlamento lo controla él con su mayoría absoluta. O bien, esta mayoría absoluta la puede alcanzar mediante el reparto de prebendas, cargos y sinecuras entre los partidos con los que ha pactado para conseguirla, asegurándose así el control de la Cámara. ¿Qué hay mas exigencias de los partidos que lo apoyan?, pues mas prebendas. Es requisito imprescindible en nuestra oligarquía de partidos estatales que el poder ejecutivo tenga bajo su control al poder legislativo, y nombre, con reparto o sin él, a los miembros del poder judicial y de ese tribunal político llamado ostentosamente Tribunal Constitucional. ¿Dónde queda entonces la separación de poderes?

Sería una necedad afirmar que «con Franco vivíamos mejor» o que el régimen que padecemos sea como la sangrienta dictadura del General. Pero como decía al comenzar, hablamos desde el punto de vista formal. Ni la orgánica de Franco ni la de partidos estatales de ahora, pueden ser consideradas de ninguna manera, como democracias, pónganle el apellido que le pongan y, desde este punto de vista formal, todos los partidos españoles, son partidos franquistas.

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