Ninguno de los asaltos a la nación perpetrados por el gobierno de Pedro Sánchez en sus primeros meses es tan significativo como el ataque producido hacia sí mismo como cabeza o dueño del Estado en el caso de Puigdemont contra Llarena. La rectificación no ha conseguido borrar una anomalía excepcional: que un estado no quiera defender sus propias instituciones. El señor Sánchez tiene tan poco alcance estratégico que pretende salvar la oligarquía que le da de comer a él y a sus amigos dejando caer al Estado justo después de abandonar a la nación. La lógica de un sistema político oligárquico como el español dicta que el partido político en el poder se corona dueño de un estado, de modo que la oligarquía de partidos dispone de un ministerio de justicia que es controlador de la función judicial. En este caso, sin embargo, la oligarquía se desentiende de la suerte de sus jueces de acuerdo a una consideración táctica.
Una aberración tal, el monstruo que deja de defenderse a sí mismo, es el síntoma de una demencia inminente que arrastrará consigo todo el aparato. La oligarquía empieza a parecer un cerebro lleno de agujeros.
Afortunadamente, un estado es un cuerpo mucho más amplio que el del hongo oligárquico que lleva adherido. Efectivamente, se ve en los miembros de la función judicial un compromiso con la verdad y una capacidad para la lógica que está completamente ausente de la mente de los políticos.
Cada vez es más evidente que los jueces son aliados de la causa de la libertad política colectiva dentro del estado de partidos. Con su sola voz pueden imponerse la tarea de constituir un verdadero poder porque la oligarquía no puede controlar la intervención espontánea de jueces y letrados honestos y la honestidad hace que un juez sea más devoto de su sabiduría que de las fuerzas de una oligarquía.
 

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