El joven entre la virtud y el vicio. Paolo Veronés. 1581. Museo del Prado.

La modernidad con el abandono de la filosofía aristotélico-tomista, devino en una incapacidad de comprender la comunidad política como una realidad natural. Y de ahí surgirán varias ideas nefastas que aún hoy siguen en el ambiente ideológico que nos circunda, cegando, que no iluminando, el mundo de las ideas que inspiran esta miasma hegemónica en que pensamos y legislamos.

 Y en el germen de estas ideas está la indeleble huella de Jean-Jacques Rousseau, más concretamente en tres mitos fundacionales de la actual confusión que son las ideas imperantes:

  • Del buen salvaje. Esa incapacidad de concebir la comunidad política como una realidad natural se permuta en una visión donde lo único natural será el hombre no contaminado por la vida en sociedad, esto es, la civilización como artificio culpable de la perversión de la natural bondad del ser humano en su estado natural. Así Rousseau escribió: «Algunos se han apresurado a concluir que el hombre es naturalmente cruel y que hay necesidad de organización para dulcificarlo, cuando nada hay tan dulce como él en su estado primitivo, cuando [la naturaleza lo ha colocado] a igual distancia de la estupidez de los brutos y de las luces funestas del hombre civilizado […] El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe».
  • Del contrato social. Al no ser la comunidad política una realidad natural se explica la sociedad por un mero contrato social. Los individuos, buenos de natural, acuerdan un contrato (en ningún tiempo ni lugar registrado) para vivir en comunidad. Y así vamos a pasar de una libertad natural a una civil. Donde éramos seres sociales, animales políticos según Aristóteles en su Ética para Nicómaco, hombres libres, pasamos a tener libertades como una concesión de esa organización social acordada en el contrato.
  • Del progreso indefinido. Una concepción organicista de la sociedad, que determinada por la evolución, avanza siempre en dirección al ineludible estado de perfección. Cualquier tiempo pasado fue peor, siempre será mejor lo novedoso, el futuro. Cualquier cambio social nos acerca al paraíso terrenal y nosotros mesiánicamente podemos, y debemos, acelerar este proceso y ayudar al advenimiento de los nuevos y buenos tiempos. Desaparece así la libertad colectiva y quedamos determinados irremediablemente por el sacrosanto progreso.

La sociedad es, por tanto, un constructo de voluntades individuales que se inmolan en nombre de la abstracta «voluntad general», que siempre será de cambio, para acelerar así la llegada al mundo feliz hacia el que progresamos.

El primer mito va a ser conocido como el del buen salvaje. Siendo el hombre por naturaleza bueno e inocente, y sólo la sociedad es capaz de viciarlo y llevarlo a la maldad, nunca es culpable, que ya lo es la sociedad. El hombre es víctima de la sociedad. Desaparecida la culpa personal y por ende la responsabilidad, será la culpa social, es decir quedará diluida en lo genérico. La sociedad es entonces quien tiene que purgar sus culpas, no el ser humano concreto. Cuántas veces las madres exoneran de culpa y responsabilidad personal a sus hijos con el mismo argumento: «¡Si mi niño es bueno, son las malas compañías…!».

Pero negar la capacidad para optar entre el bien y el mal, negar la responsabilidad personal, es siempre negar la libertad. Si estamos determinados, amén de por lo biológico, por la vida social, no podemos ser responsables de nuestros actos, y sólo nos cabe culpar a la sociedad, el nuevo chivo sacrificial. La sociedad es culpable.

Estas ideas están detrás de toda la mentalidad victimista y también del movimiento indigenista tan presente en Hispanoamérica, como Carlos Rangel denunciara en Del buen salvaje al buen revolucionario, y también están presentes en nuestro ordenamiento legal. Está en la denominada Constitución, y por tanto en la Ley Orgánica General Penitenciaria, y en el Reglamento Penitenciario.

Y cuando partimos en el desarrollo legal, desde la Constitución, de una falsa premisa, será falso todo lo que de ahí derive.

En el artículo 25.2: «Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados».

Esta mentira, basada en el mito roussoniano, es evidente. Las penas tienen una finalidad retributiva, de castigo, una finalidad disuasoria para la sociedad, una finalidad preventiva, al apartar de la sociedad a los que la dañan y, puede tener una finalidad redentora para con el reo. Estos son los fines que pueden justificar la existencia de las prisiones. Y a esto están orientadas las penas de prisión. Esta es la verdad. Luego, en prisión habrá que tratar a los presos haciendo lo posible por prevenir la reincidencia en el delito, pero las prisiones no se justifican para esa labor de reeducación y reinserción.

Hemos partido de la mentira de que el que delinque no es culpable, no es responsable, no es libre, y de que la culpa es de la sociedad entera, pero como finalmente lo vamos a encerrar, nos justificamos diciendo que lo vamos a volver a educar, eso es reeducar (como en la novela distópica La naranja mecánica de Anthony Burgess, magistralmente llevada al cine por Stanley Kubrick) y lo vamos a volver a insertar en la sociedad, eso es reinserción social.

Pero yo, que conozco la materia, planteo tres objeciones:

  1. Hay una multitud de personas que habiendo delinquido no tienen ningún déficit educativo ni están viviendo fuera de la sociedad. ¿A dónde orientamos sus penas de prisión en estos casos?
  2. Si la sociedad es culpable y ha sido el influjo de ésta quien lo ha hecho delincuente ¿Por qué ese empeño en volver a insértalo en esa mala influencia que es la vida social? ¿O la misma sociedad es simultáneamente el problema y el remedio?
  3. Si nos empecinamos en la necesidad de reinsertarlo en la sociedad, ¿hay que apartarlo de ella para su mejor inserción? En las prisiones se les puede enseñar a ser buenos presos, pero no buenos hombres en libertad.

Claro que habrá que intentar, y se intenta, que el preso salga mejor de lo que entró en prisión. Pero nunca se puede hacer negándole su responsabilidad personal. Tendrá que reconocer la culpa desde su libertad y dignidad, y no hablar de él como una víctima reprogramable, como un error del sistema, sin libertad para elegir entre el bien y el mal.

Sólo podemos ser responsables en la misma medida en que seamos libres. Si se nos niega la posibilidad de responder de nuestros actos libres, si se nos sigue tratando como a buenos salvajes, como a niños en malas compañías, nunca podremos asumir nuestros actos. Y entonces, como nos enseña Fiódor Dostoievski en Crimen y castigo, no podremos ser redimidos de nuestra culpa no asumida.

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