Ángeles González-Sinde (foto: Cien de Cine) Cuenta Jorge Reverte en uno de los episodios de su magnífica trilogía sobre la guerra civil española que, cuando el asedio de Toledo, un grupo de milicianos quedaron atrapados por azar en los sótanos de cierto museo, plagado de antiguas piezas artísticas. Uno de los milicianos, al divisar un cuadro de una Asunción, le tira sin más un machete, exclamando: “¡La puta virgen!”. Ante lo que otro le increpa: “¿Pero qué haces merluzo? Nosotros estamos aquí para proteger estas cosas, ¡no para destruirlas!”. La anécdota ilustra con nitidez la peculiar esquizofrenia de la cultura “progre”. La misma con la que hoy un gobierno socialistoide, ministerio de cultura mediante, o la prensa apegada a sus faldas, embadurna con sus criterios ideológicos lo que debe o no entenderse como arte o literatura. Y ya no se trata sólo de que por cierta lógica irracional de las cosas se vean obligados a rechazar todo lo religioso (al fin y al cabo la religión es el opio del pueblo). El problema es que, dado que tal rechazo resulta imposible sin cercenar la práctica totalidad de la creación artística del mundo, la consecuencia inevitable es una cultura museística para las masas. Ciudadanos, turistas en su propia tierra y tradición, que conservan como tesoros lo que ya no entienden. Es incuestionable que cierta vertiente del socialismo era humanista, y en este sentido quiso elevar el espíritu de todos a un lugar más digno. Pero en la práctica, salvo raras excepciones (como la escuela de Frankfurt), su teoría estética estaba tan presionada por la ortodoxia de la cuestión socio-económica que resultaba imposible que aquélla respirarse libremente, condición sine qua non. Picasso pudo seguir llamándose comunista y rechazar el programa “artístico” del Partido porque era millonario. El arte no obedece a propósitos determinados de antemano, por muy bienintencionados que éstos sean. De hecho, cuanto mejores sean las intenciones, peor: es señal inequívoca de demagogia. El inaudito proteccionismo de los que siguen el canon del partido en el poder apunta a tal grado de grosería, a tal extremo de impostura a la libertad artística, que no vale la pena siquiera mencionarlo. El efímero gozo de los que en él participan pasará inadvertido por la historia, no digamos ya por las Musas.