Tras la desintegración de la URSS, y en plena debacle del aciago Boris Yeltsin, leí un artículo que comenzaba transcribiendo la carta de una mujer a un mafioso de su ciudad. Le hacía una serie de peticiones, no recuerdo bien, pero que podrían ser comida, un trabajo para su marido despedido de una fábrica privatizada o que a su hijo le metieran en el equipo local de hockey sobre hielo. El periodista recordaba que, en la época soviética, esas cartas se enviaban al omnipresente Partido Comunista, no al gobierno o a una asamblea, sino al poder real del Estado. Es obvio decir que no existía representación política, y los favores, o las explicaciones (a riesgo de gulag o desmembramiento), se pedían al Partido o al mafioso. Aunque pasaron los años y llegó Vladimir Putin, la imagen de la inyección en el cuello a la mujer que preguntaba por la suerte de su hijo en el submarino Kursk, expuso claramente a quién había que dirigir las peticiones.

 Me vino el recuerdo anterior (extraño funcionamiento de asociación de mi cerebro) mientras pensaba en la elaboración, negociación y tramitación de los presupuestos – del Estado, de las comunidades autónomas o de grandes ayuntamientos–. La carta otorgada de 1978 y los estatutos de autonomía señalan los plazos en los que los proyectos de presupuestos deben remitirse a las cámaras legislativas – sí, aquellas que dicen que representan a los ciudadanos, que ejercen la potestad legislativa y controlan la acción de gobierno del poder ejecutivo). Siempre antes del mes de octubre para su estudio, enmiendas y aprobación. Quienes hayan seguido un poco la prensa, se habrán dado cuenta de que previamente el Gobierno ha negociado con las facciones del poder real del Estado, o sea, con los partidos políticos. Y ahora llegan a las respectivas cámaras (presuntamente) legislativas, que se van a encargar de sancionar lo ya presentado, con mínimas modificaciones, seguramente ya pactadas con los partidos – no, entiéndaseme bien, con los grupos parlamentarios–. Repito, pactadas con los partidos políticos, al margen de Cortes Generales, asambleas legislativas o plenos municipales.

 Y es que, seamos sinceros. En primer lugar, el nivel de los diputados es muy bajo en cuanto a conocimientos de presupuestos y administración, por lo que los gobiernos, tanto al proponer como al ejecutar el gasto como durante su control posterior en comisiones o plenos, se encuentran con la más relajada nada en las bancadas de la oposición, carente de capacidad crítica frente a la masiva e indigerible información que recibe. Y en segundo lugar, es materialmente imposible, incluso siendo Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel, estudiar y censurar desde el punto de vista político unas presupuestos en los plazos fijados.

 Sin embargo, y a diferencia de Rusia, aquí no veo a personas escribir a los partidos políticos para pedir cosas que necesitan. Sea  porque son beneficiarias de algunas de las miles de subvenciones (si alguien tiene ganas, que se deleite en este portal: https://www.pap.hacienda.gob.es/bdnstrans/GE/es/index) que las distintas Administraciones reparten; sea porque viven en la falacia de la representación política y piensan que en la carrera de San Jerónimo o en las diecisiete sedes de las asambleas legislativas, se discute sobre lo mejor para los ciudadanos por nuestros representantes. La realidad es que a esas asambleas los deberes ya van hechos, las negociaciones cocinadas y, si me apuran, sólo a falta del último condimento, que raras veces aportará más que el perejil final en un plato de Arguiñano.

 Al carecer los españoles de representación política, carecemos de influencia en la negociación de los presupuestos. Antes primará el interés de los partidos que el de los ciudadanos. Pero, aún más grave, primará el interés particular del partido, que el de la nación o que el del propio Estado.

 Unos ciudadanos con representación política en sus parlamentos podrían poner patas arriba, por ejemplo, el régimen de subvenciones, exigiendo a su representante la orientación del voto; y dicho representante estaría totalmente legitimado para exigir y negociar mayores inversiones para su distrito; sin embargo, a día de hoy, los diputados se pliegan a las órdenes de su jefe de partido, vaya esa orden a favor o en contra de la circunscripción por la que se presenta.

 Como en la Rusia de Yeltsin, y en aquella de Putin con la inyección tranquilizante, en España vivimos en la mentira permanente y autocomplaciente, sin querer abrir los ojos a la verdad incómoda, pero superable, que es la base de la decencia política, y de la eficiencia. Mejor cada mañana desayunar café con benzodiacepina.

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