designios de súbditos y poderosos, no es un proyecto: tal concepción subjetivista es un dislate que han terminado por asumir nacionalistas y supuestos antinacionalistas que rechazan el nacionalismo ajeno desde la base del nacionalismo propio. Oponer a un proyecto sugestivo de vida en común, por ejemplo Euskal Herria, otro proyecto que se pretende más sugestivo aún, por ejemplo España, es una estupidez similar a la de pretender de un enamorado que cambie sin más de amada. La patria no es un proyecto sino el suelo donde se nace y el presupuesto de toda acción política. La autodeterminación, es decir la secesión (pues una autodeterminación que no contemple en su horizonte como permanente posibilidad la secesión, no es más que vacua retórica) se ejerce de hecho y hasta puede negociarse con la potencia considerada ocupante; lo que es jurídicamente insostenible es exigir un previo reconocimiento de la secesión como un derecho unilateral cuyo ejercicio solo compete al titular del mismo. La autodeterminación carece de toda realidad jurídica y sólo puede ejercerse de hecho; y se ha ejercido, conviene subrayarlo, no como derecho sino como hecho, sólo cuando la ocupación se ha vuelto militar o económicamente insostenible, o bien como resultado de una guerra de secesión.   La segunda contradicción en la que incurren los defensores del derecho de autodeterminación tiene lugar cuando se legitima tal pretensión en un Derecho Natural, previo por tanto al Derecho Positivo, para a continuación fundamentar tal pretensión en una legitimación histórica y fáctica que justificaría por qué razón unas entidades tienen ese derecho y otras no: situada la cuestión en esos términos, la autodeterminación deja ya de ser un derecho universal o una facultad que sólo la tiranía puede negar, como sostienen fraudulentamente sus defensores. Si tal legitimación de carácter puramente positivo se da por válida, sobra toda alusión a un derecho natural de pueblos y naciones a autodeterminarse: no hay tal derecho natural allí donde sus defensores creen necesario esgrimir credenciales históricas que lo justifiquen, pues todo derecho natural es de esencia ahistórica; más aun, la legitimación histórica no hace más que ir en detrimento de su carácter de derecho natural. El derecho natural en modo alguno necesita apelar a una historia que lo legitime, le basta con la apelación a la razón, la historia le resulta por completo extraña. Los motivos, confesados o no, están en otro sitio. A pesar de ello, la justificación teórica del derecho de autodeterminación considera a las naciones como titulares de derechos, como lo son los individuos para el liberalismo clásico.   El punto de vista del liberalismo, a este respecto, introduce al menos la novedad de tomar conciencia del problema que tal derecho representa para una estructura de poder como el Estado, que reclama para si el monopolio de la violencia legítima en los territorios objeto de su jurisdicción, según el celebrado aserto de Max Weber. Un Estado, por mínimo que sea, según los parámetros ideológicos del liberalismo, no deja sin embargo de responder al axioma definitorio de Max Weber. Pero tal toma de conciencia por parte de los ideólogos del liberalismo no significa, ni mucho menos, que hayan conseguido dar una solución satisfactoria al problema: saben demasiado bien que un reconocimiento jurídico del derecho    de    autodeterminación    entra    en contradicción insuperable con la naturaleza de una organización que reclama para si el monopolio de la violencia legítima: ¿dónde está tal monopolio si la propia organización reconoce a quienes le están sujetos el derecho de sustraerse a su jurisdicción?   Weber y Schmitt Por lo demás, no hay Constitución con aspiraciones de supervivencia que pueda reconocer, dentro de unos mismos lindes territoriales, la existencia de una pluralidad de sujetos dotados de poder constituyente, que no otra cosa significa el derecho en cuestión. Carl Schmitt señaló que tal situación “anularía la unidad política, y colocaría al Estado en una situación por completo anómala. Todas las construcciones jurídicas derivadas de esta situación son inservibles”. Si el poder constituyente reside en la federación, no cabe otorgar ese mismo poder constituyente a los entes federados; inversamente, si los entes federados son titulares de un poder constituyente, la federación deja de existir. Y no introduce diferencia alguna el hecho de que en lugar de una federación nos remitamos a un estado centralista o autonómico. Tal conclusión vale tanto para las naciones ya constituidas como para aquellas que, autodeterminándose en un futuro, estén por constituirse: una supuesta República Independiente de Galicia no reconocería el derecho de autodeterminación del Municipio de A Coruña. Pero la axiomática defensa del Individuo frente al Estado por parte del liberalismo, lleva a algunos téoricos a enmarañarse, con respecto al derecho de autodeterminación, en un laberinto carente de salida. De lo cual es testimonio insuperable el intento de Ludwig von Mises en su obra “Liberalismo”, en la que podemos leer:   El derecho de autodeterminación respecto a la cuestión de la pertenencia a un Estado, significa, pues, esto: que si los habitantes de un territorio –ya se trate de una única aldea, de una región o de una serie de regiones contínuas- han expresado claramente a través de votaciones libres su voluntad de no seguir en la formación estatal a la que actualmente pertenecen y de constituir un nuevo estado autónomo, o la aspiración a pertenecer a otro estado, hay que tener en cuenta este deseo. Sólo esta solución puede evitar guerras civiles, revoluciones y guerras internacionales (…) Si de algún modo fuera posible conceder a cada individuo este derecho de autodeterminación, habría que hacerlo. Sólo porque prácticamente no se puede hacer por insuperables razones técnico-administrativas, que exigen que la administración estatal de un territorio tenga un ordenamiento unitario, sólo por esto, es necesario limitar el derecho de autodeterminación a la voluntad mayoritaria de los habitantes y de territorios bastante grandes  para  poder presentarse como unidades geográficas en un ámbito político-administrativo nacional. La insuficiencia teórica de esta defensa de Von Mises viene dada por el carácter inevitablemente arbitrario de la concesión de tal derecho. Un planteamiento jurídicamente exigente no puede conformarse con expresiones tan indeterminadas como territorios bastante grandes: la deficiencia formal del aserto es incompatible con la idea misma de Derecho, y nos sirve además de pista para saber a que podía referirse el jurista alemán Carl Schmitt cuando sostenía que “no existe una teoría positiva del Estado por parte del liberalismo; a lo sumo una crítica liberal del poder político”. Por el contrario, el discípulo de Von Mises y de Murray N. Rothbard, Hans Hermann Hoppe, en su obra “Monarquía, Democracia y Orden Natural” da un paso infinitamente más consistente, al propugnar abiertamente la abolición del Derecho Público, la supresión del Estado en tanto que ente monopolizador de la violencia legítima, y su sustitución por asociaciones voluntarias de individuos en las que incluso la garantía de la seguridad física de sus miembros estaría completamente privatizada. A este contexto es al que termina por remitirnos toda defensa del derecho de autodeterminación intelectualmente exigente: no es posible sostener que una comunidad política que se pretende soberana reclame para si un derecho que a su vez se le niegue a una comunidad de vecinos que se pretenda titular de un poder constituyente.   Mises, Rothbard y Hoppe Hoppe, uno de los más destacados contribuyentes a la teoría del “anarcocapitalismo”, sostiene la vital importancia de reconocer el movimiento secesionista, pues sabe que ello es un primer paso fundamental para la disolución de los estados nacionales en “unidades territoriales más pequeñas”, donde “será más probable que individuos económicamente independientes (…) sean reconocidos como la élite natural que legitima la idea de un orden natural de pacificadores y jueces no competitivos y financiados libremente, y una serie de jurisdicciones concurrentes como las que hoy existen en el comercio y en los viajes internacionales”. Hans Hermann Hoppe sabe que para ello es necesario, previamente, abolir el Estado, en la misma medida en que la derogación del Derecho Público, paso inevitable del reconocimiento jurídico de naciones, pueblos, comunidades de vecinos e individuos de la facultad de autodeterminarse, hace imposible la noción misma de Constitución, que remite necesariamente a la institucionalización de un poder político que Hoppe, como anarquista, desea ver abolido. La consistencia intelectual de Hoppe es la que no tiene una clase política defensora de un derecho bajo el que malamente se ocultan ambiciones oligárquicas de poder que el Estado de las Autonomías no ha hecho más que exacerbar. página anterior {!jomcomment}

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