La Generalidad de Cataluña acaba de adjudicar la fabricación de tres potentes embarcaciones en las que invertirá un total de 1,5 millones de euros para dotar a su cuerpo de policía marítima. Este hecho ha provocado la queja de  responsables y asociaciones profesionales de la Guardia Civil ya que la Comisión Nacional de Policía Judicial —un órgano de coordinación que agrupa al Consejo General de Poder Judicial (CGPJ), a los ministerios del Interior y Justicia y a los departamentos de este ámbito de Cataluña y País Vasco— ya dejó claro en 2019 que la Guardia Civil debía de asumir todas las competencias policiales en los mares, interiores y exteriores.

Mientras la dotación de efectivos policiales se convierte en asunto de constante conflicto entre administración central y autonómica, la inexistencia de una auténtica policía judicial sigue ausente en el debate público. Nos hemos acostumbrado a las reivindicaciones de los responsables periféricos de la seguridad ciudadana pidiendo al Delegado del Gobierno de turno (sobre todo si es del partido rival) cuatro o cinco mil agentes más para atajar la delincuencia local.

Ese malestar constante contrasta aún más con la ausencia tanto en el CGPJ como en las asociaciones profesionales de jueces de la exigencia de una auténtica policía judicial sólo dependiente de jueces y magistrados en el ejercicio de su función jurisdiccional. No es casual, se trata de un debate ausente porque ni a unos ni a otros le preocupa la independencia de la función jurisdiccional. Asumen la existencia del poder único que les crea, dividido sólo funcionalmente, y aceptan con gusto el desempeño del rol asignado.

En la actualidad, la policía judicial no es un cuerpo propio, sino la simple asignación funcional de unas cuantas unidades de Policía Nacional y Guardia Civil a determinados juzgados, pero dependientes orgánica y presupuestariamente del Ministerio del Interior, como el resto de las dedicadas al mantenimiento del orden público.

Así las cosas, resulta impensable que el juez instructor investigue y controle con mínimas garantías las conductas ilícitas de quienes ostentan el poder político, pues los instrumentos que para ello tiene dependen en su organización, medios y economía de aquellos a quien supuestamente también deben investigar y controlar.

No solo los partidos, el CGPJ y las asociaciones profesionales de jueces omiten la cuestión, también los sindicatos policiales, fieles cumplidores con su función de sindicatos del estado, contentos del papel asignado en el seno del mismo. Sólo la sociedad civil puede denunciar la realidad de lo evidente, de la inexistencia de poderes separados y los múltiples resortes del Estado de partidos para ahogar cualquier posibilidad de Justicia independiente.

El ejercicio de la fuerza por una autoridad pública que se vigila a sí misma resulta ilimitada convirtiéndose en simple represión, cuando no en directa garantía de impunidad de los poderosos.

Para la existencia de una Justicia independiente resulta imprescindible la existencia de una auténtica policía judicial únicamente dependiente de jueces y magistrados, bajo la dirección y organización de éstos, y dotada presupuestariamente por un órgano de gobierno de los jueces auténticamente independiente y separado de los poderes políticos.

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