La obsesión por igualar (en realidad, por "uniformar") a los españoles, no es en el fondo más que una cortina de humo que se corre sobre la impostura política de llamarle democracia a la oligarquía sostenida por la monarquía de partidos. Como es el principio del vasallaje (y no la pretensión de la libertad) el que se persigue, la apología mediática de las bajas pasiones con que se degradan los usos y costumbres de la sociedad, acaba imponiendo la pasión colectiva de ser todos la misma cosa, con la esperanza de que la invisibilidad de la jerarquía en medio de la polvareda que levanta la masa, neutralice la insatisfacción de muchos ante la progresiva explotación laboral promovida por los faraones financieros así como ante el saqueo de la sociedad civil a cargo de la Banca.   A pesar de que el relativismo posmoderno ha fomentado una gran permisividad en cuanto a la variedad de las tendencias eróticas (incluyendo la relativización de gustos pervertidos como el sadomasoquismo), hacer del sexo un objeto más de los que se venden en el escaparate de la sociedad de consumo ha supuesto uniformar a la población del modo más efectivo que nunca antes hubiera soñado ningún oligarca: así, el sexo, propuesto como ejercicio lúdico antes que como derecho o experiencia realizadora, se ha convertido en el más potente de los opiáceos, destruyendo el inconformismo de muchos, que se refugian del mundo incrustando la cabeza en el hoyo del placer físico como un avestruz atemorizado, al tiempo que se dejan llevar por las olas de las tendencias de la cultura de masas, doblegados por la imposición política de ser todos idénticos, los hombres unidimensionales de los que hablaba Marcuse.   Igualar por abajo, explotando las necesidades fisiológicas de los vasallos, ha sido la excelente estrategia de ingeniería socio-política que, con la connivencia de los medios públicos o de concesión pública (la televisión en abierto promueve ya abiertamente la pornografía, ignorando a las mafias que controlan tan misógino negocio y el discurso supuestamente feminista de la clase gobernante), han aplicado los oligarcas posmodernos. En España, dados los precedentes valores castradores, la fórmula garantizaba el éxito total que pudo ya vislumbrarse con la chabacanería pseudo-oficial del destape. Por todo ello, y aunque hablamos de un procedimiento común a numerosos espacios geográficos y además bastante viejo (basta recordar cómo los japoneses nutrían de prostitutas a los trabajadores chinos a los que explotaban en Manchuria)*, su reciente promoción cultural ha posibilitado domar al león popular, que ya perezoso por naturaleza, no rugirá mientras los intensos goces físicos contrarresten sus profundas carencias morales, especialmente el servilismo derivado de su sumisión a la casta político-financiera.   *Como puede observarse en la primera parte de la excelente trilogía 'La condición humana' (años 50-60), obra maestra del cine a cargo del director nipón Masaki Kobayashi.

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