El descenso vertiginoso del nivel cultural y la abusiva presencia de lo ínfimo y lo innoble no se pueden reducir al gregarismo del individuo medio o al triunfo de las masas. El animal-rebaño también pasta en los predios intelectuales, universitarios y mediáticos, que se han convertido en lugares inhóspitos para aquellas minorías selectas o egregias imaginadas por Ortega. Los escritores que adoran el éxito a cualquier precio, se desviven por complacer a un amplio número de lectores potenciales, que buscan en la literatura una forma de entretenimiento que les ahorre el menor esfuerzo de interpretación. Y para ello, los amanuenses de la industria editorial recrean unas historias planas y previsibles adornadas con alguna pincelada de intriga resuelta sin dificultad, empleando un lenguaje trufado de frases y expresiones hechas, lo más cercano posible al registro de uso cotidiano. No es de extrañar, por tanto, que varios periodistas hayan emprendido el camino de una deplorable literatura comercial, escribiendo novelas con los esquemas más folletinescos y con esos clichés lingüísticos que padecemos en sus artículos, reportajes o crónicas.   Ha persistido la creencia de que los sabios pueden -por su conocimiento de las verdades ideales- influir en el poder establecido para acercarlo a la justicia. Esta ilusión condujo a Platón a ser vendido como esclavo cuando trataba de plasmarla en Sicilia. Ahora, ajenos a repúblicas perfectas o modelos luminosos de reyes-filósofos, los intelectuales y los artistas ya no corren el peligro de ser vendidos: como cabezas sin conciencia, se venden ellos mismos o alquilan sus “prestigiosos” servicios al mejor postor o al hombre más poderoso.   Cuán extravagantes y anacrónicas nos parecen ahora figuras como las de Pierre Jean Béranger, un ídolo popular, tanto por sus canciones como por las persecuciones que le acarrearon, así como por su sistemático rechazo de la riqueza y los honores deshonrosos. Rehusó una invitación de Luis Felipe diciéndole que “él era ya demasiado viejo para hacer nuevos conocimientos”. Juan Carlos tendría que construir una ciudad al lado de la Zarzuela para albergar a toda su corte de aduladores.     Marsé y el rey (foto: oarribas_d)

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